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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO III

EN MARCHA


Al partir de Inglaterra para dirigirse al Everest, Mallory tenía un talante muy distinto de cuando recibió con frialdad la invitación para unirse a la empresa. El júbilo de la gran lucha surgía ya claramente. Los amigos le deseaban buena suerte y hubieran querido acompañarlo. Se observaba el estremecido ímpetu y el ajetreo que preceden a las grandes acciones. Se susurraba la posibilidad �no pasaba de eso� de que acaso aquel mismo verano pudiera conquistar el Everest. ¡Quién sabe! Tal vez la ascensión resultaría más fácil de lo que se esperaba. La zona de la montaña que se divisaba. Desde lejos parecía fácil, y si sus faldas lo eran también, aquella misma estación podría alcanzar la cumbre. Se insistía en que el reconocimiento era el primordial objetivo de la expedición de aquel año y los exploradores no intentarían una ruta difícil sólo por la dudosa posibilidad de llegar a la cima; lo procedente era seguir adelante y buscar un paso mejor. Pero si encontraban un buen camino hacia la cumbre, es natural que nada les impediría intentar su conquista.
Era una de esas vagas esperanzas con que se animan a sí mismos los jefes, organizadores y miembros de las expediciones, tras realizar los preparativos necesarios y descontar todos los riesgos, penalidades y obstáculos físicos. El hombre suele sobrepasar con sus ilusiones los límites reales de su tarea, aunque también le gusta que sus proezas sean mayores de lo que se esperaba. Por eso no revela sus esperanzas a la multitud, que las acogería burlonamente; guarda en lo íntimo las ilusiones que acaricia.
De Londres al Everest media larga distancia (unos 7,500 kilómetros en línea recta). Pero los exploradores no volarían derechamente como los cuervos o los aviadores. Tuvieron que pasar por Francia, bajar por el Mediterráneo y el mar Rojo, cruzar el Océano �ndico, atravesar la India desde Bombay a Calcuta y alcanzar, por fin, Darjiling, donde debían reunirse los expedicionarios.
Raeburn llegó a Darjiling antes que Mallory para reclutar los peones, y Howard Bury, Bullock y Wollaston se dirigían a aquella localidad por diversas rutas.
La expedición debía contar con peones o trajineros, y el alistamiento de personal escogido era uno de los aspectos más importantes de la empresa. Así lo encareció el general Bruce. Hasta entonces, las expediciones al Himalaya tuvieron que confiar, para el transporte de las provisiones y equipos, en los habitantes de las aldeas situadas en las regiones más elevadas. Se recogían hombres en aquellos pueblecitos y se les convencía para que aceptaran la carga. A veces, el resultado era satisfactorio, pero en otras ocasiones dejaba mucho que desear. El procedimiento era útil para pequeñas ascensiones, pero no podía emplearse en expediciones ambiciosas como la del Everest. Además, en el presente caso los exploradores tendrían que elegir entre los aldeanos del Tíbet, y acaso no podría convencerse ni siquiera a un puñado de ellos para que se aventuraran a sufrir las penalidades y a correr los riesgos de una ascensión al Everest.
El plan del general Bruce consistía en actuar con mucha antelación, a fin de reunir mozos robustos y voluntariosos de los aldeanos de Darjiling y elegir a los cuarenta mejor dotados. Se formaría con ellos como un cuerpo militar y se les infundiría una moral colectiva. Se estimularía su espíritu de aventura, su amor al honor y a la fama, su deseo de adquirir renombre. Se 1es pagaría bien, se les daría excelente comida y superior equipo. Además, se sujetarían a un hábil mando, para que las flaquezas infantiles que suelen menudear entre los orientales no hiciesen peligrar el éxito de la expedición.
En aquella región del Himalaya abundan los hombres curtidos y animosos que, aunque no muy emprendedores por propia iniciativa, están prestos a compartir una aventura si alguien los dirige, Ese tipo es corriente entre los sherpas del Nepal oriental. Parecido carácter poseen los bothias, que pueblan los contornos de Darjiling, y los tibetanos asentados en la región de Sikkim. Era muy probable que con ellos se lograse formar un buen cuerpo de peones. Se trataba de hombres avezados a transportar cargas desde su juventud, y por regiones muy elevadas (algunas alcanzan los 5,700 metros).
A primeros de mayo se reunieron, poco a poco, en Darjiling, trajineros, exploradores, provisiones y equipos de toda suerte, y se adquirieron víveres propios de la localidad, como té, azúcar, harina y patatas. Los expedicionarios fueron hospedados lord Ronaldshat, entonces gobernador de Bengala, quien prestó a la empresa todo su apoyo.
En Darjiling la belleza del paisaje no posee rival. Allí acuden viajeros de todas partes para contemplar el famoso espectáculo del Kangchenjunya, que yergue su mole a 8,585 metros, sólo a unos sesenta kilómetros de la población. El propio Darjiling está a 2,135 metros sobre el nivel del mar, encuadrado en una floresta de robles, magnolias, rododendros, laureles y sicómoros. Allende esos bosques, el excursionista contempla las escarpadas laderas, en cuyo fondo se divisa el río Rangeet, que discurre por una zona de sólo 300 metros de altitud; levanta luego los ojos hacia una inacabable serie de crestas cubiertas de boscaje, envueltas en un nimbo de púrpura cada vez más sombrío, hasta el límite de las nieves perpetuas; y admira, al fin, la cumbre del Kangchenjunya, tan pura y etérea que apenas se dijera una simple eminencia de la sólida tierra que pisarnos, y tan elevada que parece fundirse con el azul.
Pero los exploradores del Everest aspiraban a un punto más elevado todavía. El Kangchenjunya ocupa el tercer puesto en la jerarquía montañera. Por eso lo desdeñaban. Su divisa rezaba así: "Sólo lo más alto"
A mediados de mayo, Howard Bury había reunido ya su grupo, con el equipo y las provisiones. El doctor Kellas acudía tras su excursión invernal por la región de Sikkim, luego lo dejó apenas establecido. A principios de la primavera pasó diversas noches en las laderas de Kabru, donde las temperaturas son muy bajas. No era hombre que supiera cuidarse; sólo se alimento con los productos del país, no muy saludables ni nutritivos. Llegó a Darjiling con escasas energías y precisamente cuando la expedición estaba a punto de ponerse en marcha, por lo que no le quedaba tiempo para recobrar las fuerzas. También habían llegado los dos agregados militares, Morshead y Wheeler, designados por el Gobierno de la India. Eran ambos curtidos y robustos y estaban acostumbrados a escalar los picos inferiores del Himalaya; Wheeler practicó también el deporte montañero en el Canadá. Poseía gran experiencia del servicio canadiense de reconocimiento fotográfico y se proponía aplicar sus métodos durante la expedición. El doctor A. M. Heron, de la Inspección Geográfica de la India, se unió también a los exploradores.
Pero la expedición no podía encaminarse directamente desde Darjiling al Everest; debía dar un gran rodeo. La ruta directa hubiera seguido hacia el Oeste a través del Nepal, mas los expedicionarios tuvieron que encaminarse hacia el Este, cruzando el Tibet, pues la región del Nepal les estaba vedada.
Howard Bury y su grupo se dirigieron hacia el valle de Tista, en Sikkim, a cuya salida ascenderían por la vertiente del Jelap La, siguiendo, durante algunas etapas, la ruta de las caravanas hasta Lhasa, que no es carretera, sino camino de herradura. Cruzarían, al principio, maravillosas selvas, y luego marcharían, cosa de trescientos kilómetros, bordeando la árida llanura del Tíbet. Pero contarían con la ventaja de que, al fin de su ruta, habrían ya alcanzado la mitad de la altura de la montada, pues la altiplanicie del Tíbet se halla a unos 4,500 metros sobre el nivel del mar. Y pasando diversas semanas en esa altitud, se habrían aclimatado y podrían aspirar a regiones más elevadas.
Partieron de Darjiling el 18 de mayo. La noche anterior llovió torrencialmente, como suele ocurrir en Darjiling muchos días del año; tal es el escote exigido para gozar de augustos espectáculos como el Kangchenyonja. Cesó la lluvia poco después de ponerse en marcha los exploradores, pero en las laderas flotaran suaves guirnaldas de bruma gris, y los ramajes revestidos de musgo gotearon todo el día. Era molesto, mas la calada selva poseía una original belleza. Todas las plantas estaban lozanas y lucían un bruñido verdor. Helechos y orquídeas, musgos y rozagantes enredaderas ofrecían una variedad deliciosa.
Los exploradores pasaron junto a plantaciones de té, útiles acaso, pero sus hileras regulares de arbustos achaparrados y verdes no les brindaban la belleza del bosque que los rodeaba. De pronto, la senda dejó la serranía y empezó a descender. El aire era cada vez más cálido y el sudor bañaba a hombres y bestias. Con el clima cambió la vegetación. Aparecieron los helechos gigantes, que alcanzan de seis a nueve metros de altura, plátanos silvestres y palmeras; lo más hermoso eran las mariposas innúmeras, de irisados matices.
Al alcanzar el río Tista, los expedicionarios se hallaban, en realidad, en un clima tropical, pues se desliza sólo a unos doscientos metros sobre el nivel del mar, y la latitud es de 26'. El calor era intenso, y en aquel angosto valle de húmeda atmósfera, raramente agitada por el viento, la vegetación tenía en carácter de las selvas tropicales. Lo que constituye uno de los maravillosos atractivos del valle es que se remonta hacia los mismos glaciares del Kangchenyonja, por lo que allí se confunden la fauna y la flora de los trópicos y de las regiones árticas.
En Kalimpong, que se halla a unos 900 metros sobre el Tista, el doctor Graham hospedó a los exploradores, que pudieron admirar un bello jardín lleno de rosas y de hibiscos escarlata y un solanum, ornado de grandes flores malva, que se enlazaba en las columnas de las galerías.
En Pedong, Howard Bury observa talludos hibiscos escarlata, daturas y bouganvillaceas. Hay preciosos setos de daturas que alcanzan de 4.5 a 6 metros, y los árboles están cubiertos de flores, en forma de trompeta, de más de veinte centímetros de diámetro y treinta de longitud. Por la noche esas enormes flores blancas resplandecían con un nimbo fosforescente y exhalaban un perfume de singular dulzura. También había orquídeas de las familias dendrobium, coelogene y cymbidium, de tonos malva, blanco y amarillo; algunos de sus tallos tenían más de cuarenta y cinco centímetros de longitud.
Flores y mariposas brindaban un prodigioso espectáculo, pero el tiempo era terrible. Llovía a mares y ningún impermeable era capaz de resistir tal diluvio. Todos estaban calados. La lluvia incesante hizo salir de sus escondrijos a las sanguijuelas, que acechaban a millones en todas las hojas y ramas, afanosas de hacer presa en algún hombre o animal.
En Rongli, donde hicieron alto el 22 de mayo, los caladios, las kolocasias y las begonias crecían en las peñas, y muchos troncos de arbustos aparecían adornados con las anchas y bruñidas hojas del pothos gigante. Otras plantas trepadoras, como la enredadera coman y el pimentero, colgaban de un árbol a otro. A menudo las ramas estaban cuajadas de orquídeas. Los árboles alcanzaban frecuentemente cuarenta y cinco metros de altura y algunos erguían sus rectos troncos, desnudos de ramaje, hasta treinta metros.
Partiendo de Rongli, ascendieron por una vertiente escarpada, dejando la selva tropical, y llegaron a la zona de los rododendros floridos. Los primeros que hallaron en la ruta fueron el R. argentium y el R. falconeri, que crecían en un grandioso bosque de robles y magnolias, donde abundaban los delicados helechos y las orquídeas malva o nieve. Más arriba, observaron grandes manchones de R. cinabarinum, cuyas flores lucían los más variados matices rojos y anaranjados. A una altura algo superior crecían los rododendros de cien colores: rosa, carmesí, amarillo, malva, blanco y crema.
Para los amantes de las flores, como Howard Bury, Mallory y Wollaston, era una inacabable delicia. Las apreciaban más porque serían casi el último vestigio de esplendor y gracia que contemplarían antes de enfrentarse con la austeridad y la rudeza de las rocas, la escarcha, la nieve y los glaciares del Everest.

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