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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO V
EL TIBET


Ya había terminado la etapa agradable de la expedición y empezaba su verdadera tarea, pero los exploradores al llegar al Tibet no estaban en condiciones de emprender la ruda labor. Casi todos tenían la salud quebrantada por los contrastes de clima experimentados desde que partieron de Inglaterra; por las alternativas de calor y frío; de sequedad y humedad, aun en las mismas temperaturas; por los cambios de alimentación y acaso también por los malos y poco atildados guisos. Quien peor se sentía era Kellas, y tuvo que guardar cama apenas llegado a Fari.
Pero, ya en el Tibet, el tiempo era saludable. Por fin dejaron las nieblas que empapaban la ropa, las lluvias que calaban hasta el tuétano y el enervante calor. Las ingentes nubes que acompañan a los monzones no llegan al Tibet. El cielo estaba despejado y el aire era seco, aunque a veces soplaba un viento excesivo.
Fari es un feo lugar, como no ha dejado de observar todo viajero desde que Manning pasó por allí en 1811. Es una fortaleza rodeada por las casas de un villorrio que se asienta en la llanura. Pero el dzongpen �la máxima autoridad local� se mostró amable y complaciente con los expedicionarios. Los tibetanos poseen espontáneos modales. Acaso sean obstinados y lleguen a sentir odio vehemente si los excita algo relacionado con sus creencias, pero son de talante nativamente cortés. Además, desde Lhasa habían ordenado al dzongpen que proporcionase los necesarios medios de transporte y se mostrase cordial con los ingleses.
No faltaría, pues, el transporte, aunque su organización llevó cierto tiempo, y los expedicionarios pasaron algunos días en Fari.
Desde aquella sucia localidad, marcharon, cruzando el Tang La (4,636 metros), hacia Tuna. La ascensión apenas se nota y el propio paso no es más que un llano de tres o cuatro kilómetros de anchura. De ahí su importancia. Es la ruta principal del Tibet a la India y por ella se dirigió a Lhasa, en 1904, la "Misión del Tibet". Pudieron cruzar el paso aun en pleno invierno �el 9 de enero�, a pesar de que el termómetro marcaba por la noche 28° bajo cero y durante el día soplaba un cortante cierzo. Por el otro extremo apenas hay declive, y Tuna, donde la "Misión del Tibet" pasó el primer trimestre del año, se halla a 4,575 metros sobre el nivel del mar.
Habían alcanzado ya las tierras altas del Tibet. En una extensión de muchos centenares de kilómetros �hasta las fronteras de China por el Este y el Turkestán chino por el Norte� son castas llanuras situadas a una altitud de 4,270 a 4,565 metros, ceñidas por montarías desnudas y redondas que se elevan de 1,000 a 2,000 metros sobre el nivel de la altiplanicie. Hacia las cumbres se observan abruptos tajos y las cubren la nieve y el hielo desde una altitud de 6,000 metros.
Tal es el aspecto general del Tíbet. Es yermo y repelente, y los impetuosos vendavales hielan no sólo el cuerpo, sino también el espíritu. Pero posee, al menos, un rasgo simpático: al comenzar el día suele reinar allí la calma. Entonces el cielo ostenta el más puro y translúcido azul. El sol da un agradable calor y exquisitos matices de rosa y de prímula tiñen las cumbres distantes. El corazón humano llega a reconciliarse entonces con el Tibet.
Es una meseta de tal carácter por la falta de lluvia. Llueve torrencialmente en la vertiente del Himalaya que da a la India, pero muy poca lluvia cruza la cordillera y lleva al Tibet. Eso explica que no se hayan formado allí valles profundos corno los de la vertiente india. Y esa carencia de lluvia significa también una flora menguada; la escasez de plantas supone la de animales. Además, la falta de vegetación es causa de que el suelo yermo y las rocas desnudas se calienten por la acción del sol y se enfríen rápidamente durante la noche; así, el Tibet es un país de impetuosos vientos.
Cielo azul, sol constante, fieros vendavales, temperaturas extremas, intenso frío y desnudo paisaje: tales son los rasgos del Tibet; y la altitud da al europeo la constante impresión de que ha perdido a medias su verdadero ser.
No es de extrañar que, en tales condiciones, la vida vegetal resulte casi imperceptible. Si se tiende la mirada por aquellas vastas llanuras, todo parece un desierto. No puede imaginarse cómo subsisten allí los seres vivos, pero se ven rebaños de ovejas y manadas de yaks (1). Al fijar la atención, se observan matas de diversas especies, una hierba rala y, en verano, llegan a verse flores. Durante el invierno, el ganado hurga en el suelo hasta encontrar las raíces de las plantas con las que entonces se alimenta. Las ovejas se quedan en los huesos, y en la época del frío una pierna de carnero no representa más que una modesta ración. Sin embargo, logran sobrevivir, a pesar del frío, los vendavales y la escasez del alimento, hasta que llega el súbito y fugaz verano, durante el cual surge rápidamente la hierba.
Además de los animales domésticos, existe allí una fauna silvestre mucho más abundante de lo que sería de esperar. Entre los más comunes figuran las ratas lebrinias o pikas, deliciosos animalitos, poco más o menos del tamaño de los conejillos de Indias, de rápidos y graciosos movimientos, que se lanzan como flechas de una guarida a otra. Viven agrupados en la zona menos roqueña de la llanura o en los exiguos parajes donde brota la hierba �si logran encontrarlos� allí excavan sus galerías, donde almacenan durante el verano gran acopio de simientes, y pasan luego el invierno. La liebre tibetana vive entre los pedruscos que se acumulan al pie de las montañas. En éstas se encuentran los carneros silvestres, los burrhels u ovejas salvajes y la ovis hodgsoni. La graciosa gacela enana se ve con frecuencia en la llanura y a veces, reunidos en pequeñas manadas, aparecen los kiangs o asnos salvajes. También hay lobos y zorras, aunque apenas se dejan ver. Ya sea como protección contra las fieras y las aves de presa o por otra razón que ignoramos, caracteriza generalmente a la fauna del Tibet un color de ante o pardo que se parece al matiz del suelo.
Esa coloración protectora se advierte más aún en los pájaros. Los más comunes son las alondras, los trigueros y los pinzones de país alto. La alondra tibetana es casi idéntica a la nuestra sus gorjeos nunca faltan sobre los labrantíos. Hingston, el naturalista de la expedición, observó cinco especies de pinzón montañero. A todos ellos escudaba bastante bien el tinte de su patinaje, de diversos matices leonados o pardos; aquel tono apagado les permite pasar inadvertidas. La ganga, de un pálido color de cervato, que se confunde con el del suelo en la llanura, vive en las regiones roqueñas y se congrega en considerables bandadas. En las faldas de las sierras se encuentran perdices, y en los barrancos, chovas alpestres, palomas bravas y una especie de golondrinas. En las aldeas y en sus contornos hay gorriones y pelirrojos. Wollaston observó también un cuclillo posado en un alambre del telégrafo.
En esta fauna, constituyen el "enemigo" los lobos y, las zorras en el suelo y las águilas, busardos y cernícalos en el aire. Contra ellos precisamente se protegen cuadrúpedos y animales mediante el color de la piel o del plumaje. Y los enormes quebrantahuesos (2), ojo avizor en busca de presa, se ciernen continuamente en las alturas.
Pero el hombre no figura en las filas del "enemigo". No puede decirse de modo absoluto que los tibetanos nunca sacrifican animales, pues se consume carne en aquel país, pero, por principio, sus habitantes se muestran reacios a tal sacrificio y no cazan las bestias salvajes. En torno a determinados monasterios hasta les proporcionan alimento y se han domesticado de tal modo, que a veces, las cabras salvajes se acercaban mucho al lugar donde acampaban los exploradores. El budismo, religión profesada en el Tibet, inculca ese respeto a la vida animal, pero otros adeptos de aquella creencia no se muestran tan escrupulosos como los tibetanos. Acaso explique su rigor el sentimiento de compañerismo que los liga a los animales en la dura lucha contra los elementos hostiles. Al compartir con las inermes bestias esa pugna contra el frío atroz y los asoladores vientos, tal vez el hombre, movido a compasión, no se atreva a quitarles la vida.
Ya hemos dicho que el clima del Tibet es casi siempre seco y que la llanura se extiende yerma y árida. Sin embargo, aquel país es también notable por sus lagos, que nos brindan a menudo su gran belleza. Un intenso tono azul es su principal característica, reflejo, acaso, del rutilante cielo. En el punto donde el grupo de exploradores dirigidos por Howard Bury dejó la ruta de Lhasa para dirigirse hacia el Oeste, camino del Everest, se halla uno de los más hermosos de esos lagos, el Bam Tso, de peculiar hechizo por reflejar en su limpidez las nevadas crestas, cuya cumbre más alta es el Chomolhari.
En verano, esos lagos y marismas son frecuentados por incontables aves silvestres. Allí anidan los ánades y las agachadizas de pata roja y nadan en sus aguas las cercetas y los rubicundos mergos, llamados también "ánades de los brahmanes en la India", de los que existen ejemplares en el estanque londinense de St. Jame's Park. En el aire revolotean unas menudas golondrinas, gaviotas de cabeza parda y golondrinas de mar.
Tal es el país que debían cruzar los exploradores, marchando primero hacia Khamba Dzong y encaminándose luego a Shekar y Tingri. De vez en cuando pasaban por un villorrio pues aun a una altitud de 4,500 metros se cultiva allí la cebada y hasta el trigo, tan cálido es el sol durante el breve verano; pero generalmente atravesaban áridas llanuras, divididas por cordilleras, cuyas ultimas serranías eran ya las estribaciones del Himalaya que se erguía siempre a su izquierda.
Fue al cruzar una de esas elevadas cordilleras, a una altura de 5,200 metros, cuando ocurrió a los exploradores la primera desgracia. Kellas y Raeburn se sintieron enfermos en Fari. El primero estaba tan malo que no podía cabalgar y tuvieron que transportarlo en una parihuelas, pero se había animado y nadie temió que estuviera grave. Con terrible sorpresa se enteraron, pues, los exploradores, por un hombre que corrió, muy excitado, al encuentro de Howard Bury y de Wollaston �el preciso instante en que llegaban a Khamba Dzong�, de que Kellas había muerto repentinamente en plena marcha: mientras lo transportaban por el paso fue víctima de su debilidad cardíaca.
Aquel montañero escocés, con la obstinación propia de su raza, cedió a su pasión hasta encontrar la muerte. Nunca supo dominarse. Para él toda cumbre era una irresistible tentación. Ya había dado de sí cuanto podía mucho antes de unirse a los expedicionarios.
Lo enterraron en la vertiente, al sur de Khamba Dzong, a la vista del Everest. Nos consuela pensar que sus postreras miradas fueron para el escenario de sus triunfos. Los majestuosos Paunhunri, Kanchenjhow y Chomionio, las tres cumbres que él �y sólo él� escaló, se irguieron ante sus ojos en su última jornada. Así, en medio de las más grandiosas montañas de la Tierra, quedó el cuerpo de aquel gran enamorado de las cumbres; su ardiente espíritu seguirá inspirando a los escaladores del Himalaya.
También Raeburn estalla muy enfermo. Tuvieron que transportarlo a Sikkim, y Wollaston quiso acompañarlo. El grupo de exploradores quedaba reducido a la mitad. No eran más que Mallory y Bullock, y ninguno de ellos conocía el Himalaya. La pérdida de Kellas era más grave, porque durante varios años se dedicó a estudiar el empleo del oxígeno en las grandes altitudes. Y a la sazón muchos creían que sólo mediante el uso de oxígeno se escalaría la cumbre del Everest.
Pero, por fin, ya avistaban la majestuosa montaña. Los expedicionarios iban acercándose a su meta. Desde Khamba Dzong, al fondo de la vasta llanura, a ciento sesenta kilómetros de distancia, divisábase el Everest, el último de una serie de picachos de la que formaban parte los gigantescos Kangchenyonga (8,585 metros) y Makalu (8,475 metros). Allí, erguidas en toda su pompa y culminando en la montaña más elevada de la Tierra, veíanse las más hermosas cumbres del Himalaya; sólo podía compararse con su rudeza la de esa otra constelación de ingentes cimas que se apiñan en torno del K2 (8,624 metros), en el otro extremo de la cordillera.
El Everest estaba aún demasiado lejos para que Mallory pudiera observar su carácter desde el punto de vista del escalador, pero ya se dominaba claramente la cresta del nordeste, que arranca suavemente de la cima, y que conocíamos por las fotografías tomadas desde Darjiling. Parecía una ruta de ascensión relativamente fácil, por lo menos para los últimos 450 ó 600 metros. El problema era éste: ¿cómo sería el Everest por debajo de aquella zona? ¿Existía algún otro medio de alcanzar la cresta? La cuestión no podía resolverse aún, pues entre la parte inferior del Everest y los exploradores se interponía otra cordillera.
Pero cuando la hubiesen cruzado y llegaran a la vertiente del río Arun, que recoge las aguas de los glaciares del Everest y atraviesa luego osadamente el Himalaya, deslizándose por una serie de estupendos tajos, tal vez podrían contemplar mejor la montaña. Partiendo el 11 de junio, a primeras horas de la mañana, Mallory y Bullock llegaron a orillas del río y se dirigieron hacia una cresta rocosa, desde donde confiaban dominar la vista que les interesaba. Pero, por desgracia, todo el paisaje en dirección al Everest estaba cubierto de nubes y envuelto en niebla. De cuando en cuando se hendían los vapores y descubría la forma de las montañas, por lo que decidieron esperar con paciencia. Por fin, lograron ver, fugaz y fragmentariamente, una montaña que no podía ser sino el Everest �primero, una zona; luego, otra, y, al fin, la cumbre misma�; distinguieron la ingente fachada, el glaciar y las estribaciones. Aquella misma tarde, desde una altura próxima al campamento, pudieron contemplar de nuevo la majestuosa montaña, apacible y bien recortada en el ocaso.
Pero el Everest se hallaba aún a noventa y cinco kilómetros y se interponían cordilleras, ocultando su base. Sin embargo, Mallory pudo observar que la cresta del nordeste no era escarpada hasta el extremo de resultar inaccesible, y también advirtió que se abría un valle en la vertiente oriental, cuyas aguas recogía evidentemente el Arun, y que tal vez ofrecería un paso para acercarse a la cumbre. Más tarde tuvo ocasión de descubrir aquel valle y resultó ser uno de los más hermosos del Himalaya.
Pero, de momento, no se acercarían a la montaña por el Este. Marcharían más hacia el Oeste, en dirección a Tingri, bastante al noroeste de la montaña, para acercarse a ella desde allí. Tingri es la pequefía villa que Rawling y Ryder visitaron en 1904 y prometía ser una excelente base de operaciones para efectuar el reconocimiento en sus diversas etapas. Hacia allí, pues, prosiguieron la marcha.
En la ruta pasaron por Shekar Dzong, localidad que no había visitado hasta entonces ningún europeo, y tan característica aldea tibetana que, aun en los aledaños del Everest, vale la pena hacer un breve paréntesis para hablar de ella. Howard Bury escribió una brillante evocación de aquel lugar, corroborado por las numerosas fotografías que tornaron los miembros de las tres expediciones.
Sheckar Dzong se halla magníficamente situada en una sierra puntiaguda y roqueña parecida al Mont Saint-Michel algo más grande. La villa se asienta al pie de la eminencia, pero un gran monasterio, donde habitan más de cuatrocientos monjes, y formado por diversos edificios, está literalmente encaramado en mitad del risco. Murallas y torres unen los edificios a la fortaleza que las domina a todas. El fuerte, a su vez, mediante muros alineados, está enlazado con una curiosa construcción de góticos trazos que se eleva en la cumbre y donde a diario se ofrece incienso.
Mientras la expedición tomaba allí un breve descanso, el 17 de junio Howard Bury y algunos compañeros visitaron el grandioso monasterio de Shekar Chö-te. Lo forman unos lujoso edificios, superpuestos en los diversos planos de una escarpada ladera rocosa. Por un sendero excavado en la roca llegaron a unos pasajes abovedados y luego el grupo tuvo que recorrer los altibajos de unas calles pintorescas, pero a la vez, angostas, hasta llegar a un vasto patio. En uno de sus lados se elevaba el templo principal, que cobijaba diversas doradas estatuas de Buda, adornadas con turquesas y otras piedras preciosas. Detrás se alzaba una enorme imagen del príncipe Gautama, que tendría unos quince metros de altura. y cuyo rostro recubrían anualmente con una lámina de oro. En torno había ocho singulares estatuas, de unos tres metros, vestidas con extraños trajes, y que, al parecer, son los guardianes del templo.
Subiendo por resbaladizos escalones, casi en completa obscuridad, los visitantes salieron a una plataforma situada frente al rostro del majestuoso Buda. Allí pudieron admirar algunas teteras de plata, bellamente cinceladas, y otros interesantes objetos; del mismo metal, repujados con gran arte. En el interior del santuario había una escasa luz, y el olor de la manteca rancia usada para las lámparas era casi irresistible.
El superior recibió a Howard Bury y a sus compañeros y les enseñó el monasterio. Antes de partir fueron a saludar al Gran Lama, que llevaba ya sesenta y seis años en el cenobio. Se le consideraba como persona de gran santidad y reencarnación del abad que lo precedió; en realidad, el pueblo le residía culto. No le quedaba más que un diente, pero, a pesar de ello, su sonrisa era muy agradable. Frente a los muros de su estancia se alineaban plateados monumentos religiosos, adornados con turquesas y otras piedras de valor. Por doquier se elevaban las aromáticas humaredas del incienso.
Howard Bury tuvo la fortuna de poder fotografiar a aquel interesante personaje. Tras insistir mucho los monjes, lograron hacer que saliera, luciendo magníficas vestiduras de brocado de oro, en cuya parte posterior pendían adornos chinos de seda, de valor incalculable. Sentóse en un estrado, detrás de una mesa china bellamente labrada; sobre ella pusieron su dorje o "rueda de las oraciones" y su campanilla. Más tarde, Howard Bury, distribuyó la fotografía entre los peones indígenas: no pudo ofrecerles mejor regalo. Los agraciados, que consideraban santo al viejo Lama, la pondrían en hornacinas y quemarían incienso ante ella.
Esta y otras experiencias similares de algunos viajeros demuestran que la religión es en el Tibet un factor muy real, vivo y poderoso. Los principales Lamas de los cenobios suelen ser varones realmente venerables. Destacado ejemplo de ello es el Lama de Rongbuk, a quien los exploradores visitaron más tarde. Han dedicado toda su vida al servicio de la religión y también �cosa digna de observarse� al arte de inspiración religiosa. Su cultura intelectual no ha adquirido gran desarrollo; no poseen afición a la filosofía religiosa, tan extendida entre los hindúes, pero están dotados de fina sensibilidad espiritual. Son afables y corteses y la gente los venera. Tales objetos de homenaje satisfacen una honda necesidad de aquel pueblo y acaso por ello los tibetanos suelen llevar la dicha reflejada en el rostro. El hombre necesita rendir culto a alguien. Allí, en el Tibet, existen unos seres que hacen surgir a raudales el fervor en el corazón de sus semejantes.



1. Especie de buey (N. del T.)
2. Especie de buitre (N. del T.)

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