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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XVI

EL EMPLEO DE OXÃ?GENO


El uso de oxígeno era, hasta cierto punto, excusable. En 1922 se sabía tan poco acerca de la posibilidad humana de alcanzar una altitud superior a 7,500 metros, que hubiera sido una insensatez no emplearlo si se podía. Pero, en fin de cuentas, el oxígeno fue como la mala estrella de las expediciones al Everest. Finch, sumándose a Somervell, se constituyó, desde el primer momento, en su principal defensor; y es una tragedia el hecho de que aquel magnífico montañero, con su indomable voluntad y su clara percepción de la gloria que se alcanzaría escalando el Everest, fuese precisamente el hombre más adecuado para conquistar la cumbre sin emplear oxígeno. Lo que le inclinó a una táctica errónea fue la convicción abrigada por los científicos, antes de iniciarse las expediciones al Everest, de que no era posible al hombre vivir en el aire enrarecido de las extremas altitudes. Como científico, el abstenerse de usar oxígeno le parecía una necesidad; con el gas, si se encontraba medio de transportarlo, era seguro que se alcanzaría la cumbre. De igual modo podía afirmarse que si se prescindía de él, nadie llegaría a sentar el pie en el picacho; y como su conquista era el primordial objetivo de la expedición, se imponía votar en favor del oxígeno. Tal vez fue el razonamiento de Finch. Era hombre de ciencia; aplicaría sus conocimientos y emplearía el oxígeno. Y, dado su temperamento, hincóse tanto en su espíritu la idea de usarlo que no se decidió a abandonarla ni siquiera cuando se observó que el hombre se aclimata rápidamente a una altitud de 7,000 metros.
De la expedición recogió una enseñanza no el valor de la aclimatación, sino el del oxígeno. Se fortalecieron sus conclusiones al comparar el resultado de las dos ascensiones más importantes: la del 22 de mayo, sin oxígeno, y la del 27 del mismo mes, con él. "Tras seis horas de ascensión �escribe�, Mallorv, Norton y Somervell lograron alcanzar una altura de 8,235 metros; desde que partieron del campamento más alto, ganaron, pues, unos 600 metros de altitud, a un promedio de ascensión de cien metros por hora. El punto donde empezaron a retroceder se halla, en distancia horizontal, a dos kilómetros de la cumbre y a unos 600 metros verticalmente. Volvieron sobre sus pasos a las dos y media de la tarde y llegaron al campamento más elevado a las cuatro; por lo tanto, su promedio de descenso fue de 402 metros por hora. Poco después de las cuatro partieron, en compañía de Morshead, para regresar al Collado Norte, donde llegaron a las once y media de la noche, con un promedio de descenso de 82 metros por hora." Describe luego cómo se cruzó con ellos a la mañana siguiente, cuando se dirigían al tercer campamento: "Era evidente �dice� que se encontraban en las fases extremas del cansancio".
Finch compara esa ascensión sin oxígeno con la suya, en que utilizó el gas. El 27 de mayo, a las seis de la mañana, casi sin alimento y sintiendo en sus entrañas el aguijón del hambre, él y Geoffrey Bruce partieron de su campamento, situado a 7,775 metros, con la viva esperanza de conquistar la cumbre. Media hora después, Tejbir se sintió sin fuerzas. A 8,080 metros de altitud empezaron a subir por la mole principal del Everest; habían ganado una altura de 300 metros, desde el campamento, en hora y media, o sea a un promedio de 200 metros por hora, a pesar de que cada uno de ellos llevaba una carga de dieciocho kilos. Después ganaron poco en altitud, pero se aproximaron constantemente a la cima. Por causas imprevistas volvieron sobre sus pasos en un punto situado a menos de media milla de la cumbre en línea horizontal y a unos 510 metros verticalmente. En altitud sólo alcanzaron unos 90 metros más que el grupo que no empleó oxígeno, pero acortaron en más de la mitad la distancia que separaba a aquél de la cima. Resumiendo los dos intentos, dice Finch: "El primer grupo estableció un campamento a una altitud de 7,600 metros, lo ocupó durante una noche, alcanzó, al fin, una altura de 8,235 metros sobre el nivel del mar, llegando a una distancia de dos kilómetros de la cumbre y regresó sin percance al Collado Norte. El segundo grupo estableció un campamento a 7,775 metros, lo ocupó durante dos noches y casi dos días enteros, alcanzó al fin una altura de 8,325 metros, llegó a menos de ochocientos metros de la cumbre y regresó, también sin tropiezo, al campamento número tres". Finch afirma que el tiempo con que tuvo que enfrentarse el grupo que usó oxígeno fué incomparablemente peor que el que tuvieron los primeros expedicionarios. Concluye, pues, que "el argumento según el cual son más los inconvenientes del peso de un suministro artificial de oxígeno que sus ventajas, debe desecharse por infundado" y afirma que en todo nuevo intento de escalar el Everest, el oxígeno constituirá uno de los elementos más importantes del equipo.
Ahora bien: esa argumentación puede ser exacta y podríamos conceder la posibilidad de conquistar la cumbre del Everest con oxígeno si los escaladores contasen con peones suficientes para transportar no sólo las tiendas y provisiones, sino también los balones de gas y si no surgieran defectos en el aparato suministrador al alcanzarse las supremas alturas. De no haber ni una leve esperanza de efectuar la ascensión sin oxígeno, es evidente que debería usarse. Pero lo importante es que la expedición de 1922 demostró que existe tal esperanza de conquistar la cima prescindiendo del gas; considerando los diversos aspectos del problema �falta de peones, defectos del aparato, etc.�, la posibilidad es la misma que con oxígeno. Además, escalar el Everest sin él sería una proeza de mucho más valor que la realizada con su ayuda, pues demostraría a los hombres de ciencia la capacidad y adaptabilidad del cuerpo humano. Con ello, el hombre corriente sentiría una satisfacción mucho mayor que la que le proporcionaría una ascensión con oxígeno.
Si alguna enseñanza se deriva de la expedición del 1922 es ésta: que puede escalarse el Everest con oxígeno y sin él, pero es imposible su conquista si los escaladores titubean entre los dos sistemas. Procede elegir, evitando al alpinista las desventajas de la duda. Debe acercarse al Everest con unidad de propósito y obedeciendo a un plan sencillo.
Contra el oxígeno pueden esgrimirse dos sólidos argumentos. Primero: no se ha inventado un aparato verdaderamente práctico para su suministro. Segundo (y más importante): el transporte de balones y aparatos requiere el empleo de cierto minero de peones que, de otro modo, podrían dedicarse al acarreo de tiendas y víveres para los escaladores. Como en la montaña no puede disponerse de todos los trajineros que uno quisiera, debería preferirse el método que los requiera en menor número.
Es posible que entusiastas hombres de ciencia, afanosos de demostrar las ventajas del oxígeno, partan hacia el Everest, asciendan penosamente por sus flancos, derrengándose bajo el peso del molesto aparato y lleguen al fin a sentarse en la cumbre inhalando oxígeno. Pero si el hombre quiere saber de qué es capaz con sus solas fuerzas, debe ascender sin ayuda extraña. Puede tomar un balón de oxígeno con miras terapéuticas, como pudiera llevar consigo una botella de coñac, pero no debe fiarlo todo a aquel auxilio. Hasta el presente, la experiencia demuestra que esa confianza en sí mismo tiene amplia justificación.
Al final de su expedición, Somervell afirmó que "se sentía perfectamente a una altitud de 8,200 metros". Los peones transportaron su carga hasta 7,600 y 7,775. Podían, pues, abrigarse fundadas esperanzas de que se los convencería para que llevaran una pequeña tienda, por lo menos, hasta los 8,200 metros. Si esto era posible, un par de escaladores, iniciando la ascensión final "en perfecto estado", podrían muy bien subir sin oxígeno los 600 metros restantes. Si se lograba, sería infinitamente más satisfactorio, preferible y alentador que una ascensión con la ayuda de oxígeno. Demostraría que los solos efectos de la altitud no impedirían al hombre escalar ninguna montaña.
Los partidarios del oxígeno podrán argüir legítimamente que si la expedición hubiese prestado atención preferente �y acaso única� al empleo del gas, se hubiera conquistado la cumbre. Es probable que así fuera, pero no hubiéramos realizado el precioso descubrimiento de que el hombre se aclimata a las supremas altitudes. Seguiríamos ignorando hasta qué punto podemos desarrollar nuestras facultades si las ejercitamos, y se fiaría más y más en los estimulantes externos, en vez de confiar en las energías naturales del hombre para escalar las más altas montañas. Acaso nunca se hubiera sabido de qué somos capaces. Una rama de la ciencia se habría apuntado un éxito, pero el hombre hubiera perdido una ocasión preciosa de conocerse a sí mismo (1).
Sin embargo, tales lecciones no se dedujeron de la expedición del año 1922 y debieron recogerse de un tercer intento. Entre tanto, seguíamos aún titubeando entre la fe en nosotros mismos y la confianza en el oxígeno. Fiábamos demasiado en el auxilio de la física y la química y muy poco en nuestras fuerzas. Por eso también se equipó con oxígeno la tercera expedición.
Pero, según veremos, ffue un error desastroso. Complicó el plan de ataque, cuando lo que más que nada se requería era una táctica de suprema sencillez, e implicó el empleo de peones que hubieran podido dedicarse más eficazmente a transportar tiendas y víveres.
Claro es que estas consideraciones nacen de la fácil prudencia de quien juzga los sucesos ya ocurridos. Entonces parecía insensatez no contar con el oxígeno, por lo menos como reserva y aun ahora acaso haya entusiastas que sigan recomendando su uso.


(1) El doctor J. S. Haldane, en una conferencia dada en la British Association, afirmó que los nuevos hechos fisiológicos observados durante las expediciones al Everest eran sorprendentes. Demostróse que se lograría una aclimatación suficiente para evitar cualquier síntoma del "mal de montaña" aun a una altura de 8,200 metros. La experiencia de Norton, Somervell o Odell a este respecto fueron concluyentes. Para una persona no aclimatada, la permanencia, cualquiera que fuese su duración, en una altitud de 8,200 metros hubiera significado, de modo absoluto, una muerte cierta. Explicó la aclimatación observada en el Everest con la hipótesis de que se produce en los pulmones una secreción interna de oxígeno.

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