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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XVIII

LA TERCERA EXPEDICIÃ?N


Debía organizarse una tercera expedición al Everest. Procedía lograr de nuevo el permiso del gobierno del Tibet, allegar recursos, formar un grupo de alpinistas, reunir en Inglaterra provisiones y equipos y alistar en la India un cuerpo de peones.
Pero se contaba con gran margen de tiempo, pues se decidió no enviar la expedición al año siguiente, sino esperar hasta 1924. Ocurrió un cambio en la presidencia del Comité del Everest; según el turno, correspondía ocupar el cargo al presidente del Club Alpino, que era el propio general Bruce. Sería, pues, a un tiempo presidente del Comité y jefe de la expedición. Fue una combinación afortunada.
La cuestión del segundo jefe, que se encargaría de dirigir la empresa en la propia montaña, no era de fácil solución. La experiencia había demostrado que los que intervinieron en la expedición no debían ser muy maduros. No podría contarse, pues, de nuevo con el coronel Strutt. El segundo jefe, que, en caso de apuro, pudiese ocupar el puesto del general Bruce, debería conocer la India y poseer experiencia en el trato con los asiáticos. La persona más adecuada, si se podía contar con ella, era el coronel Norton. Su edad no rebasaba aún el límite aconsejable para los alpinistas; hablaba el indostaní y sabía manejar a los lugareños de las sierras indias. Además, en su calidad de comandante de batería y oficial de Estado Mayor, poseía gran experiencia en lances de organización y mando. Pero, con, posterioridad a la segunda expedición al Everest, prestó servicio en los Dardanelos con el Estado Mayor, y durante algún tiempo fue dudosa la posibilidad de su colaboración. No obstante, se venció al fin el obstáculo; pudo persuadirse a las autoridades militares de la metrópoli y Norton se unió a la empresa.
El caso de Mallory constituía un problema más delicado. Era en alto grado deseable contar con él, pero ¿sería prudente pedírselo? Si se le invitaba, no podría negarse. ¿Era justificado que el Comité le obligase virtualmente a aceptar? Se trataba de un hombre casado; ya había tomado parte en dos expediciones; en la última se vio mezclado en dos graves accidentes, en uno de los cuales siete hombres perdieron la vida. Ya había representado su papel �y con gran nobleza�. ¿Era correcto que el Comité le exigiese más? Por otra parte, ¿no consideraría, acaso, como una gran ofensa el no invitarlo, habiendo soportado la parte más ingrata y dura de lo hecho hasta entonces? Era una cuestión de veras espinosa, y se le enviaron prudentes emisarios para sondearlo. El Comité tuvo la convicción de que, en lo íntimo, deseaba ir. Se le invitó y, con gran júbilo y alivio de los organizadores, aceptó entusiasmado.
También Somervell podría unirse a la expedición, lo que produjo en todos gran contento. Por su destreza como cirujano, su amplia experiencia en la Gran Guerra y su extraordinaria popularidad, hubiera podido lograr en Inglaterra una brillante carrera. Allí hubiera hallado ambiente propicio para ejercitar sus talentos de músico y pintor y un público más simpatizante para apreciarlos. Pero sintió la vocación de poner sus conocimientos quirúrgicos al servicio del pueblo indio y se unió a una misión en la India del Sur. Era, pues, más asequible y podría disponer de cuatro o cinco meses para ir al Himalaya e intervenir en un nuevo intento de conquista del Everest.
Geoffrey Bruce era otro veterano con quien se podría contar. Hasta su primera intervención no se había adiestrado mucho en el arte de trepar montañas; pero desde entonces estuvo en Suiza y sabía ya muchas cosas que sólo se aprenden entre los montañeros profesionales de los Alpes.
Entre los nuevos colaboradores, el elemento de más valor era míster N. E. Odell. Era geólogo y, muy contra sus deseos, no pudo dejar sus ocupaciones para unirse a la anterior expedición. Esta vez estaba libre y podría ir al Everest. Se encontraba a la sazón en Persia, pero se le permitía ir a la India por usos meses. Era de espléndido tipo, de atlética y armoniosa constitución y poseía gran experiencia en el deporte alpino. Aunque de temperamento sereno e invariable, ocultaba en lo íntimo indomable energía. Mucho podía esperarse de un hombre como él y no era de los que defraudan las esperanzas que inspiran.
Míster Bentley Beetham era muy distinto. No poseía precisamente el disimulado ardor de Mallory, sino que manifestaba perpetuamente su entusiasmo de modo bullicioso y explosivo; era de esos a quienes sólo se abate echándoles encima una tonelada de piedras: con novecientos kilos nada se lograría. También era curtido montañero y había realizado muchas ascensiones en los Alpes. Era maestro de escuela. Afortunadamente para sus alumnos, los Alpes son de acceso relativamente fácil, lo que permitía a Bentley Beetham desahogar anualmente la gran carga de vapor acumulada en su ardiente espíritu.
El tercero de los nuevos escaladores era Hazard. Tenía la profesión de ingeniero y poseía una espléndida hoja de servicio como alpinista. Habiendo servido en el Ejército de la India como zapador, sabía algo acerca de lo que en aquellas rebeliones se necesita.
El último de los expedicionarios recientemente alistados era Andrew Irvine. Contaba sólo veintidós años. No poseía el adiestramiento alpino que es tan deseable, pero tanto Longstaff como Odell lo vieron trabajar en la expedición al Spitzberg, efectuada en 1923, y recomendaron encarecidamente que se le invitara a tomar parte en la expedición al Everest. Intervino en las regatas de esquifes que se celebran en Oxford; poseía, pues, un espléndido físico, aunque, tal vez, era demasiado atlético para trepar al Everest y, en este aspecto, menos perfecto que Odell. También su extremada juventud podría ser un inconveniente, pero sobre este punto no existían opiniones autorizadas, pues nada se sabía acerca de los límites de edad apetecibles. Un hombre joven como él podría aclimatarse más rápidamente. Por otra parte, acaso su organismo en exceso inmaduro no podría soportar el esfuerzo que requería la hazaña.
Pero si no poseía la experiencia montañera de los demás y si existía el riesgo de que su juventud fuese un inconveniente, lo cierto es que, por su carácter y espíritu, poseía admirables dotes para tal empresa. De ello había dado ya amplias pruebas. Era de los que se adaptan prestamente a una expedición, contribuyen a su buena marcha, se identifican plenamente con ella y de modo espontáneo y habitual hacen lo más adecuado para ser útiles en cada caso, no pensando en su propio interés, sino absortos en el éxito de la aventura. Era hombre de rápida percepción y amplios conocimientos y poseía un verdadero genio para la mecánica. Estudiaba aún en la Universidad de Oxford, pero prometía tanto y le adornaban tales dotes comprobadas, que se titubeó muy poco antes de hacer con él un "experimento".
En la India se unirían a la expedición otros importantes colaboradores. Se necesitaba a alguien que conociera a fondo aquel país para encargarse de dirigir a los peones en la línea de comunicación entre el campamento principal y la montaña. El capitán C. J. Morris se encargó de esa tarea en la expedición anterior, pero no podía contarse ya con sus servicios. Ocupó su puesto míster Shebbeare, del Servicio Forestal de la India, que conocía muy bien a los indígenas de la montaña y poseía habilidad para tratar con ellos.
Finamente, como médico y naturalista de la expedición eligióse al mayor R. W. G. Hingston, del Servicio Médico de la India. No era montañero, en el sentido estricto de la palabra, y su misión no consistiría en escalar el Everest: pero había viajado en los Pamirs �llamados el "Techo del Mundo"� y conocería, por lo tanto, las características del Tibet, pues anchas regiones montañosas son muy similares. Como oficial del Servicio Médico estaba acostumbrado a tratar con los asiáticos. Era, además, hombre animado y entusiasta naturalista. Prometía ser un digno sucesor de Wollaston y Longstaff.
Tales eran los miembros de la tercera expedición. Pero, ¿qué ocurriría con sus finanzas? El problema despertaba ansiedad, pues a toda costa debían allegarse 10,000 libras esterlinas para completar el fondo reunido. Resolvió la cuestión la energía y el espíritu emprendedor del capitán Noel. Aunque no era alpinista, fue el que con más ardiente celo deseó ver conquistada la cumbre del Everest. A él se debió la iniciativa de explotar los derechos cinematográficos y fotográficos que permitieron emprender la tercera expedición. Míster Archibald Nettlefold y otras personas le prestaron ayuda financiera; pero gracias especialmente al capitán Noel y a míster Nettlefold pudo iniciarse la empresa.
Logrado el permiso del Gobierno tibetano para una tercera expedición al Everest, resuelto el aspecto económico y decidida la composición del grupo, debían adquiriese, embalarse y remitirse a la India los equipos y provisiones. Acaso se figure el lector que, tras la experiencia de las dos expediciones anteriores, era éste un problema sencillo. Pero en punto a organizar y equipar expediciones, como en muchas empresas humanas, nunca se ha dicho la última palabra. Terminada ya la expedición, el coronel Norton tuvo una larga charla con los que intervinieron en la aventura y del cambio de impresiones surgieron numerosas iniciativas para mejorar las cosas. Vale la pena de consignar el resultado final de las tres expediciones y tal vez sea éste el lugar más adecuado.
Norton defendía tenazmente el criterio de que el jefe ha de decir la última palabra en lo que atañe a la selección del grupo. Ha de vivir y trabajar con sus hombres y le incumbe la principal responsabilidad; es justo, pues, que los elija. También opinaba Norton que el plan principal de ataque a la montaña debe precisarse en Inglaterra antes de iniciar la expedición. Este es un punto interesante. Podría suponerse que el Tibet es un lugar más adecuado que Inglaterra para planear un asalto al Everest, pero Norton argüía que la importancia del número de peones y el embalaje de los víveres que han de consumir los escaladores en los campamentos más elevados dependen, en gran parte, del plan adoptado. Otra razón favorable a ese criterio es que las condiciones peculiares de la meseta tibetana durante el mes de abril no son precisamente muy favorables para conciliar opuestos puntos de vista. Dicho de otro modo: a una altitud de 4,500 metros, con el termómetro marcando 16º bajo cero y entre la furia de un ululante vendaval, la gente suele estar algo excitada. De ello pueden dar buen testimonio los miembros de la "Misión tibetana" del año 1903. Podría objetarse que una dificultad de carácter práctico se opone a la concreción de un plan desde Inglaterra: la lejanía de importantes miembros de la expedición; en el caso presente, por ejemplo, Somervell se hallaba en la India meridional, Odell en Persia y Geoffrey Bruce en la India del Norte. Pero mucho permite hacer la correspondencia y sin duda pueden concertarse por tal medio las líneas generales del ataque.
Norton aconseja también que el Presidente del comité encargado del equipo sea miembro preeminente del grupo que tomó parte en anteriores expediciones; le incumbirá la inspección de las diversas secciones, la puntual coordinación de los expedicionarios y la preparación de provisiones y equipo con tres o cuatro meses de antelación, para poder inspeccionarlo todo debidamente.
Al parecer, el resultado de las tiendas fue satisfactorio, tanto el de las "Whymper" y "Meade" de tipo corriente como el de las ligeras de esta última marca. Norton ideó una tienda muy útil y práctica para tomar el rancho en común, que debería usarse durante la marcha a través del Tibet y en el campamento principal.
Otro consejo digno de tenerse en cuenta es que el jefe de la expedición debe vestir "una chaqueta o terno de relativo empaque" cuando se proponga entrevistarse con los funcionarios del Gobierno del Tibet. Al recordar que tales burócratas suelen lucir invariablemente las sedas chinas más hermosas y que, en su mayoría, jamás vieron a un europeo hasta entonces, comprenderemos cuán necesario es que, siquiera el jefe, tenga un aspecto respetable en las ocasiones que revisten cierta solemnidad.
También se recomienda enriquecer el equipo con una caja bien provista de libros. La mayoría de los que han viajado suscribirán, a este respecto, la opinión de Norton, pues los libros distraen de las incomodidades y la sordidez propias de toda explotación y mantienen el buen ánimo. Son un elemento precioso; además, las obras leídas durante una exploración se recuerdan ya siempre, pues en tales ocasiones el espíritu es más receptivo.
Geoffrey Bruce añade gran copia de consejos útiles sobre el equipo del personal indígena. El mayor Hingston hace interesantes observaciones acerca del equipo médico y aprueba el baúl congolés y la caja de instrumentos quirúrgicos que se facilitaron a los expedicionarios, pero sugiere ciertos cambios y adiciones; según él, el equipo destinado a los campamentos más elevados debería embalarse en Inglaterra en cajas separadas; indica también cuál debería ser el contenido de cada una, según las sucesivas alturas de los campamentos. Somervell ofrece su opinión sobre el equipo destinado a los campamentos de gran altitud: habla de las tiendas "Meade", de piolets, cuerdas, crampones, escalas de cuerda, sacos de dormir, fogones "primus", combustible "meta", termos, instrumentos científicos, etc. Odell encarece la conveniencia de emplear aparatos de oxígeno más ligeros. Su peso total debería ser, a lo sumo, de siete a nueve kilos. Si hay que transportar balones de reserva en la montaña, el escalador no debiera llevar más de dos. Shebbeare se refiere a la cuestión del transporte a través del Tibet, y Beetham da consejos acerca del rancho. Los baúles destinados a los campamentos de gran altitud deben enviarse, convenientemente llenos, desde Londres, para evitar el trabajo de prepararlos en el Tibet. También deberían arreglarse en Londres cajas con víveres para los diversos días, que se usarían en la marcha; se numerarían así: A1, A2, A3; B1, B2, B3; C1, C2, C3, etc. El contenido de las cajas A sería idéntico, pero distinto del de las B; el de éstas sería diferente del de las cajas C, etc. Para su uso se establecería este orden: A1, B1, C1, D1; A2, B2, etc., pues con tal sistema se evitaría la repetición del mismo alimento, que es causa de que falte el apetito. Según Beetham, lo que más rápidamente desapareció fue el azúcar, la leche, la mermelada y el té.
Pero, en lo que atañe al equipo, la cuestión más importante era la del oxígeno. ¿Se tomaría o no? Por desgracia, se decidió llevarlo... y el autor de este libro se adhirió a tal acuerdo. Aún no se habían recogido enteramente las enseñanzas de la aclimataci6n. A la sazón, Somervell no estaba en Inglaterra y no pudo defender sus conclusiones en favor de la aclimatación con la persuasiva elocuencia que empleó en 1922 para propugnar el empleo de oxígeno. Cierto es que su uso permitió alcanzar una altitud de 8,200 metros y acaso era el único medio para llegar a los 8,800. Sea de ello lo que fuere, se contaría con su leal ayuda �así se arguyó entonces�; se proporcionó, pues, a los expedicionarios buen número de balones de oxígeno y el consabido y molesto aparato.

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