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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XI

EL ASALTO


La víspera de la gran aventura, Mallory se sentía henchido de esperanza. No estaba enteramente seguro de poder alcanzar la cumbre con los medios, relativamente escasos, de que disponía, pero abrigaba una cierta ilusión de conquistarla. Todo dependería de la altitud que podrían alcanzar los peones, transportando el material necesario para instalar el campamento. Acaso la empresa dependía también de otros factores, pues aunque los trajineros lograsen llevar la tienda o tiendas a los 8,200 metros, tal vez los alpinistas no podrían escalar los 600 metros restantes. En todo caso, si los peones no transportaban el material del campamento a una altitud que se aproximase a los 8,200 metros, no podrían los escaladores abrigar grandes esperanzas de llevar a buen término su misión.
En la mañana del 20 de mayo los expedicionarios sólo contaban con nueve peones, de los cuales únicamente cuatro estaban realmente en condiciones de emprender la ruda tarea. Debían transportarse dos tiendas �que pesaban seis kilos cada una�, así como dos sacos de dormir dobles, utensilios de cocina y víveres para un día y medio. Este material se distribuyó en cuatro fardos de ocho kilos para los nueve peones. Se les daba así e! máximo de facilidades; ofrecían, además, la ventaja de ser hombres nacidos en aquellas montañas y de estar acostumbrados a transportar carga desde su niñez.
Los alpinistas a quienes se encargó la última etapa eran Mallory, Somervell, Norton y Morshead. Strutt se vio obligado a regresar al tercer campamento, pues no llegó a aclimatarse a aquellas alturas.
El grupo se puso en marcha a las siete y media de la mañana. Por vez primera en la Historia, el hombre hollaba la mole principal del Everest. Hace muchos nlillones de años debió de bullir en aquella montaña una intensa vida, pues estuvo sumergida en el mar y posteriormente sería una isla tropical, cubierta de palmeras y helechos y habitada por mil especies de insectos y pájaros, Pero eso ocurriría antes de que apareciese el hombre en la Tierra, y en el transcurso de toda la historia humana el Everest habrá sido una montaña cubierta de eternas nieves. Si los nepaleses y los tibetanos nunca se han atrevido a escalarla, es casi seguro que no conquistaría su cumbre el hombre primitivo. Puede, pues, consignarse el 20 de mayo de 1922 como la fecha en que el hombre puso sus plantas por vez primera en el Everest, pero la Historia no registra aún con certeza cuál de los cuatro escaladores fue el primero en sentar el pie sobre el declive que conduce a la montaña partiendo del Collado Norte. Se menciona, sin embargo, a Morshead como primero de la cuerda al emprender la marcha: tal vez le corresponde, pues, aquel honor. Y sería muy adecuado, pues pertenece al Servicio Topográfico de la India, que descubrió la montaña, precisó antes que nadie su altitud y le dio el nombre de un antiguo jefe, el inspector general Sir George Everest.
¿Qué aspecto ofrecía, ahora que los alpinistas pugnaban ya con ella? Pareció accesible desde cierta distancia; ¿lo era en realidad? Tendiendo la vista hacia la cara norte desde su pie, se observa un declive ligeramente cóncavo, que se vuelve más abrupto al acercarse a la sierra nordeste. Los escaladores podían seguir por la cresta algo roma de la cara norte, en el punto donde se junta con la faceta nordeste, hacia la izquierda, o buscar una ruta paralela en la ligera depresión de la derecha. En ningún caso la marcha era difícil y en cierto paraje había un gran ventisquero que ofrecía una buena ruta. la dificultad no estribaba en el aspecto físico de la montaña, sino en el intenso frío y en los efectos de la altitud. Por fortuna, la mañana había sido hasta entonces apacible y despejada, pues en otras ocasiones los alpinistas han sufrido allí los embates de un terrible vendaval. Pero al ascender unos 350 metros más, aumentó el frío y los exploradores tuvieron que ponerse más ropa. El sol desapareció tras las nubes y el frío era cada vez más intenso. Empezaban va a sentir los efectos de la altura y jadeaban vivamente, debiendo respirar varias veces entre paso y paso.
A las once y media habían alcanzado los 7,600 metros y allí surgió una dificultad. Se proponían seguir ascendiendo hasta los 7,900, pero, ¿dónde encontrarían espacio para montar sus minúsculas tiendas? Todas las rocas eran abruptas, y donde el suelo no era quebrado, los repechos tenían una inclinación excesiva para sostener una tienda. Los exploradores se hallaban en un serio apuro. Debían encontrar a toda costa un lugar para montar sus tiendas, y con el margen suficiente para que los peones pudiesen regresar al Collado Norte antes de que empeorase el tiempo, pues las dos tiendas transportadas sólo podían cobijar a los escaladores. Escudriñaron la montaña con avidez, sobre todo por la parte de sotavento, sobre la cresta del macizo principal, buscando un punto relativamente llano y adecuado para montar sus tiendas, y con el margen suficiente para que los peones [regresaran.] Los expedicionarios tenían que limitar su búsqueda a los alrededores. Por fin, aproximadamente a las dos de la tarde, Somervell y algunos de los peones encontraron un lugar adecuado para montar una de las tiendas. Para la segunda tuvo que elegirse un punto inverosímil, del que se sacó el mejor partido posible: se montó al pie de una larga laja inclinada. Primero se dispuso sobre ésta una plataforma de piedra y se situó luego la tienda. A las tres de la tarde los tres peones pudieron regresar al Collado Norte.
La dificultad con que tropezaron los alpinistas �la ulterior expedición tuvo que enfrentarse con idéntico obstáculo� para encontrar el espacio llano, por pequeño que fuera, indispensable para una de aquellas reducidas tiendas de campaña, da una clara idea de las características de la superficie del Everest. Su mole principal no presenta grandes tajos, pero su declive es pronunciado e incesante.
Durante la noche la temperatura fue muy moderada y el termómetro no descendió de los 13º bajo cero; se proponían intentar al día siguiente la conquista de la cumbre. La tuvieron siempre frente a ellos, sólo a un kilómetro y medio de distancia, aproximadamente, en línea recta, y en aquel aire tan transparente debió de parecerles aún más cercana. Muchos supondrán que hombres de tan ardoroso espíritu como Mallory y Somervell se sentirían muy animados, pero Mallory, en sus Memorias, refiere que aquella mañana no le sobraban bríos al grupo. De ello puede colegirse que a los 7,600 metros de altura el hombre no experimenta ya ninguna euforia espiritual. Lo cierto es que se hallaban en la situación de un atleta exhausto y jadeante al final de una carrera. Si los hubiese rodeado una multitud, vitoreándolos con estentóreos gritos, o hubiesen podido leer en la mente de los que permanecían en la patria y seguían tan ávidamente su avance con la imaginación, acaso hubieran sentido cierta excitación y júbilo. Pero, en aquellas circunstancias, debían pugnar para alcanzar su objetivo entre un sepulcral silencio. En la helada soledad de la altitud suprema, el espíritu humano debía abrirse paso sin que lo animase nadie.
El día 21 por la mañana empezó a nevar y una espesa niebla cubría la montaña. Calzarse las botas heladas y preparar un ligero desayuno caliente ocupó cierto tiempo y hasta las ocho no pudieron emprender la marcha. Entonces los alpinistas atacaron de frente la montaña, prestos a alcanzar la sierra nordeste �!a misma que se divisa desde Darjiling y Khamba Dzong y que nos es familiar por las fotografías del Everest� y seguir avanzando por ella. Habían dado pocos pasos, cuando Morshead dijo a sus compañeros que prefería quedarse: estaba rendido y no quería ser un estorbo. Volvió, pues, a la tienda y esperó allí su rezar.
La ascensión seguía haciéndose por un declive pronunciado, pero no difícil. Aquel suelo quebrado era practicable casi en todas partes y no requería esfuerzos gimnásticos ni grandes tirones: no subían por una cresta, sino por una vertiente. Se hallaban en el flanco del Everest, aunque junto a su cresta. El verdadero obstáculo consistía en la difícil respiración. Convenía evitar los movimientos rápidos y las sacudidas y avanzar rítmicamente; a pesar de su gran fatiga, debían conservar el temple y mostrar equilibrio en todas sus acciones. Además, era indispensable que pusieran especial cuidado en hacer largas y hondas aspiraciones. Era preciso respirar por la boca, no por la nariz; la facultad de inhalar aire suficiente �y, por lo tanto, suficiente oxígeno� dependía de la resistencia de sus pulmones. Debían, pues, someter sus funciones a un estricto método.
Así pudieron seguir avanzando por etapas de veinte a treinta minutos, con intervalos de descanso de tres o cuatro. Pero la difícil respiración influía ya visiblemente en la marcha; no avanzaban con suficiente celeridad, pues sólo recorrían unos 120 metros por hora. Al alcanzar mayor altura, el promedio sería menor aún. Poco a poco empezaron a darse cuenta de que no podrían alcanzar la cumbre. Se encontraban a 1,200 metros sobre el campamento y, a aquel paso, emplearían diez horas para volver a él. Además, debían contar con suficientes reservas de tiempo y energías para efectuar el regreso de modo seguro, pues, aunque la montaña es relativamente fácil, no permite excesiva confianza. Tales consideraciones empezaron a pesar en el ánimo de los alpinistas. Era evidente que no podrían alcanzar su objetivo; a las dos y media decidieron regresar.
Habían llegado a un punto que, según pudo precisarse luego mediante observaciones con el teodolito, tenía una altitud de 8,230 metros.
Podría suponer el lector que, habiendo alcanzado los expedicionarios una altura que rebasaba en 793 metros las "marcas" supremas del alpinismo, sentirían cierto júbilo y que, hallándose sólo a treinta o cuarenta metros de la cresta de la sierra nordeste, se dirigirían allí para asomarse a la otra vertiente y contemplar, tal vez, la cordillera de Darjiling. En todo caso, nos figuraríamos que sintieron viva emoción al contemplar desde aquella altura el gigantesco Cho Uyo, que quedaba unos 60 metros más bajo. Pero ni Mallory ni sus compañeros experimentaron tales impresiones, pues se había ya agotado en ellos el sentimiento. Admitieron el hecho de que no podían conquistar la cumbre; aceptada la dura realidad, dieron media vuelta y empezaron a descender, acaso con una leve satisfacción íntima. Somervell llegó a admitir que en aquel momento no le importaba un ardite llegar a la cima. Se habían distendido en su ánimo todos los resortes de la energía y del gozo.
A las cuatro de la tarde estaban de regreso en la tienda, donde encontraron a Morshead animoso, pero no repuesto; tuvieron que atenderlo cuidadosamente mientras seguían descendiendo hacia el Collado Norte. Al poco rato se produjo un alarmante suceso que demostró hasta qué punto resulta peligrosa la "fácil" ruta de ascenso al Everest. Iban encordados los cuatro y abría la marcha Mallory, cuando, de pronto, resbaló el tercero, haciendo perder el equilibrio al cuarto. El segundo pudo detener momentáneamente a los otros dos, pero un instante después resbalaban los tres por el pronunciado declive de la vertiente oriental. Iba aumentando la velocidad de su caída y hubieran ido a estrellarse unos seiscientos o mil metros más abajo, cuando Mallory, oyendo a su espalda un ruido extraño, instintivamente y sin demora hincó su piolet en la nieve, ató la cuerda a su punta y lo agarró con todas sus fuerzas. El tirón dado por el segundo alpinista evitó a la cuerda un esfuerzo súbito: ella y el piolet resistieron. Esto salvó la vida a los tres, gracias a la soberbia habilidad montañera de Mallory.
Pero no sería aquélla su última experiencia desagradable. Después del accidente tuvieron que descender por una pendiente nevada, en la que fue necesario excavar peldaños �tarea agotadora�; Morshead se sentía entonces tan mal que tuvieron que sostenerlo. Empezaba ya a anochecer. Aun les quedaba mucho camino por recorrer y avanzaban con extraordinaria lentitud, buscando a tientas su ruta, sin más guía que el perfil de las rocas cuando cerró la noche. Llegaron por fin al Collado Norte, pero tuvieron que tantear el camino entre los enormes bloques de hielo. Evitando las hendiduras, y no fue cosa fácil; aunque usaban linterna, se extraviaron más de una vez. Hasta las once y media no llegaron a las tiendas, donde confiaban ver terminadas sus cuitas y encontrar alimento y sobre todo bebida, alguna bebida caliente, pues tenían reseco el paladar y experimentaban esa sed abrasadora que conocen los escaladores del Everest, originada por la intensa inhalación de enormes cantidades de aire frío y seco. Fácil es imaginar su terrible sorpresa al ver que, aunque seguían allí los demás utensilios, faltaban las marmitas. Era, pues, imposible fundir la nieve y tomar bebidas calientes. Para cultivar su angustiosa sed, la forma de alimento más aproximada al líquido de que disponían era mermelada de fresas, mezclada con leche condensada y nieve.
Sin ningún otro refrigerio después de realizar aquella ascensión que superaba todas las "marcas", tuvieron que acostarse, Tendidos y maltrechos, en sus sacos de dormir. No es de extrañar que Norton decidiera entonces que la próxima expedición contaría con un grupo de refuerzo acampado en el Collado Norte, con gente dispuesta a atender a los alpinistas a su reareso y a servirles sin demora bebidas calientes y comida. La experiencia es aleccionadora y proporciona sus enseñanzas con indudable rudeza.
A la mañana siguiente �22 de mayo� les esperaba una tarea nada fácil: descender al tercer campamento. Había vuelto a nevar y se borraron las pistas. No sólo tuvieron que hallar una nueva ruta, sino también excavar peldaños para facilitar el paso de los peones que deberían subir al campamento del Collado Norte para recoger allí los sacos de dormir.
El grupo que llegó hacia el mediodía al campamento, de donde había salido a las seis de la mañana, estaba, en verdad, muy alicaído, pero Wakefield se encargó de los maltrechos alpinistas. Pudieron ingerir té en abundancia y cobraron ánimo poco a poco. Pero los dedos de Morshead habían sufrido la mordedura de la congelación y durante algunos meses se temió que los perdería.

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