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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XIX

DE DARJILING A RONGBUK


Bruce y Norton se dirigieron a la India, como vanguardia del grupo principal, y llegaron a Delhi el 18 de febrero de 1924. Lord Rawlinson, comandante supremo de la India, les brindó allí su ayuda y consejo. Hijo de un expresidente de la Real Sociedad Geográfica, sentía vivo interés por la expedición, y allanó las cosas para que el capitán Geoffrey Bruce pudiese unirse a tal empresa y cuatro oficiales "gurkhas" sin destino se pusieran a las órdenes del general Bruce.
En 1º de marzo se formó en Darjiling el núcleo principal de la expedición: reuniéronse allí el general Bruce, Norton, Geoffrey Bruce y Shebbeare, del Departamento Forestal de la India. Shebbeare era bisoño. "Siempre se mostraba ávido de trabajo �dice Bruce� y las incomodidades no hacían en él mella alguna." Actuaría como encargado de los transportes; con su ayuda, se aceleraron los preparativos. Sin que los arredrara la muerte de siete peones, ocurrida durante la expedición anterior, se alistaron numerosos indígenas de las montañas �"sherpas", "bothias" y de otras tribus�, deseosos de unirse a la aventura. Algunos de ellos acudían por tercera vez. Se presentaron unos trescientos, de los cuales se aceptaron setenta. Volvió a tomarse a Karma Paul en calidad de intérprete, junto con su asistente Gyaljen. Uno de esos retraídos y afables "lepchas", habitantes de la región de Sikkim �que aprenden a maravilla el arte de coleccionar ejemplares de piedras, animales o plantas�, fue contratado para ponerse a las órdenes del naturalista Hingston.
No tardaron en llegar los demás expedicionarios: Somervell venía de Travancore; Odell, de Persia; Híngston, de Bagdad, y, por fin, Mallory, Irvine, Beetham y Hazard llegaron de Inglaterra. Se reunieron todos bajo la afable jefatura del general Bruce, que se hallaba a sus anchas, rodeado de los leales indígenas montañeros y contemplando a lo lejos los gigantescos picachos del Himalaya. Entre tanto, Noel preparaba una cuidadosa documentación cinematográfica de la aventura.
El día 25 de marzo dejaron Darjiling con el propósito de llegar al campamento principal, situado al pie del Everest, bastante antes del 1º de mayo, a fin de disponer de todo aquel mes y de los días de junio que respetaron los monzones para ascender por el Glaciar Rongbuk y asaltar la montaña.
Por regla general, al atravesar la región de Sikkim se ofrecen raras ocasiones de contemplar la maravillosa montaña que domina todo el país. El Kangchenyonga suele ocultarse tras las cordilleras más próximas, o bien, cuando se llega a una de las sierras desde donde podría divisarse, se esconde entre nieblas. Pero en aquella ocasión se brindó a Bruce un raro espectáculo. Desde el paso secundario de Kapup vio, en su conjunto, la mole del Kangchenyonga. La majestuosa montaña no miraba con descaro al intruso, erguida su fría y áspera silueta, sino que se disfumaba [difuminaba] en esa misteriosa bruma tan característica de aquella región; era un halo entre azulado y violáceo, que confiere, aun a las montañas de más pesado contorno, como una ingravidez de espíritu. La parte baja de sus laderas desaparecía en un mar azulado, mientras que, sobre la línea de las nieves perpetuas �según refiere Bruce�, parecía desligada de toda base terrena y se dijera que flotaba en el aire.
Visiones así compensan sobradamente al montañero las molestias y penalidades del viaje; y quien haya vivido entre montañas y pugnando duramente con ellas, sabe apreciar ese aspecto etéreo más que los que sólo las contemplaron desde la lejanía.
A su debido tiempo llegó la expedición a Fari. Allí, en la frontera de la meseta del Tibet, empezaron los preparativos para cruzar aquella región. Se montaron e inspeccionaron todas las tiendas. Clasificáronse las provisiones. El entusiasta Hingston sometió a los expedicionarios a diversas pruebas fisiológicas y Bruce inició un reñido combate con el dzongpen, o gobernador local, a propósito de los precios. Como la mayoría de los funcionarios públicos tibetanos, el dzongpen era hombre de buenas maneras. Pero adolecía de una débil voluntad y era ávido y avaricioso; estaba realmente a merced de sus subordinados, los cuales, al decir de Bruce, eran una taifa de sonrientes bribones y, según daban a entender claramente, no ejercían sus funciones por amor al arte.
Pero Fari se halla en comunicación telegráfica con Lhasa. Y entonces la comunicación con Lhasa no era de mal agüero, sino precisamente lo contrario. Sabiendo que el dzongpen había recibido un telegrama de aquella localidad ordenándole que prestara a la expedición todo su apoyo, Bruce redactó otro mensaje destinado a Lhasa, en el que se quejaba del trato del gobernador; esgrimiendo tal arma, logró que se preparase y firmase un acuerdo.
Los expedicionarios dejaron Fari muy animados, pero no tardó en surgir un grave contratiempo. Según la prueba fisiológica a que se le sometió en Fari, Bruce estaba en mejores condiciones que cuando salió de Londres. Pero, al cruzar el paso que conduce al Tibet, los expedicionarios sufrieron los embates del cortante viento que azota aquellas regiones, y a la mañana siguiente Bruce era víctima de un ataque de paludismo. La dolencia era tan grave que tuvo que ser transportado sin demora a Sikkim y ceder a Norton el mando de la expedición.
Fue un rudo golpe para Bruce, pues durante largos años puso todos sus anhelos en la conquista del Everest; aunque, por razón de su edad, no hubiera podido acompañar a los escaladores, desde el campamento principal habría organizado el ataque y animado a los asaltantes. Ahora, precisamente cuando llegaba el momento de ser más útil, tenía que volverles la espalda. Era una dura prueba para él y un serio problema para la expedición. De la organización podían encargarse otros (y así sucedió); pero nadie poseía el don de Bruce para dar energías y ánimo. Bruce es como un benigno volcán, del que surgen, en erupción perpetua, oleadas de optimismo. Ninguna desgracia es capaz de abatir su irreprimible tendencia al buen humor. Esta cualidad resultaba muy útil en su trato con los ingleses; pero, en ciertas ocasiones, poseía aún más valor para el manejo de los indígenas. Desde el campamento principal hubiera lanzado intensas corrientes de jovialidad, de las que se habría beneficiado toda la expedición; luego pudo observarse que era precisamente lo que más se necesitaba.
Norton tomó, por lo tanto, las riendas, en substitución de Bruce. En cierto aspecto, el cambio ofrecía una ventaja, pues Norton ya estuvo en la montaña y podría acompañar de nuevo a los escaladores, circunstancia que no concurría en Bruce. Norton no conocía a los indígenas, ni la región del Himalaya, como el jefe enfermo; pero, por su edad, podría figurar entre los que asaltarían la cumbre.
Como Bruce, poseía esa cualidad que es de inestimable valor para cuantos intervienen en una expedición, pero especialmente necesaria al jefe. Es la que se expresa con frases como: "La patria ante todo", o "Primero el barco que la vida"; en el caso a que nos referimos, pudiera traducirse así: "Ante todo, la cumbre". Norton hubiera podido argüir como, en un caso parecido, un gran explorador polar �que no era inglés precisamente� llegó a decir: "La carga y la responsabilidad principal de la expedición recaen sobre mi persona. Me corresponde, pues, el honor, y puedo exigir a los demás que se sacrifiquen para que tenga yo más probabilidades de alcanzar la cumbre". Tal argumento encierra cierto concepto justo y razonable. Al jefe de la expedición corresponde la responsabilidad; si sobreviene el fracaso, son para él las críticas, y si obtiene el éxito debería recoger los elogios. Pero Norton adoptó el criterio de que la consideración primordial era la conquista de la cumbre; quién realizara la hazaña y cosechara el honor eran puntos secundarios. Se aprestaba a formar parte del grupo de escaladores, pero dejaba al imparcial juicio de los dos alpinistas más competentes, o sea Mallory y Somervell, el decidir si estaba en condiciones de compartir el esfuerzo supremo.
Esta acción, inspirada en un espíritu desinteresado y común, dio mucho ánimo a los expedicionarios. Si hubiese seguido el criterio opuesto y pedido a los exploradores que se sacrificaran por él, es indudable que lo hubieran hecho, pero acaso con menor entusiasmo que al dejarse el asunto a su elección. Por fortuna se posee documentación sobre el modo corno Mallory �el más directamente afectado, puesto que intervino en las tres expediciones y fue quien descubrió la ruta� consideraba el problema. En una carta de 19 de abril de 1924, dirigida a un miembro del Comité del Everest, escribía:
"He de comunicarle �cosa que Norton no puede afirmar en ningún telegrama� que tenemos en él un espléndido jefe. Domina todos los aspectos de la organización y su mirada alcanza a todas partes. Ni uno solo deja de aceptar con alborozo su autoridad; muestra un constante interés; posee un trato de gran llaneza, pero lleno de dignidad (cualidad que nunca pierde); y le impele un tremendo espíritu de aventura. Arde en deseos de asaltar la cumbre con el grupo que no usará oxígeno; me ha dicho (y se lo comunico confidencialmente, pues estoy seguro de que no le gustaría verlo proclamado a los cuatro vientos) que, en su día, dejará que yo decida, previa consulta con Somervell, si es persona adecuada para tal empresa. ¿No opina usted que es éste el espíritu más conveniente para intentar la conquista del Everest?"
Es precioso el testimonio de Mallory, pues hubiera podido sentirse molesto cuando se confió a Norton la jefatura de la expedición. Mallory gozaba de mayor prestigio como alpinista y había intervenido en las exploraciones desde su comienzo. Muy humano hubiera sido pensar que el honor de la autoridad suprema le correspondía con más justicia que a Norton. Y sobre la modesta decisión de este último cabe observar otro aspecto: que la tomó cuando los expedicionarios abrigaban la convicción de que esta vez podrían alcanzar la cumbre; el propio Mallory, en la carta citada, afirma su creencia de que bastaría un solo intento. Opinaba que el Everest se rendiría al primer ataque. El honor recaería en los miembros del primer grupo; y, claro está, todos desearían ser admitidos en él.
Empezaron ya a discutir seriamente los planes de ataque. Sufrieron un retraso de cuatro días en Khamba Dzong, esperando medios de transporte, y aprovecharon el descanso para estudiar la cuestión a fondo. Debía ser una operación muy sencilla, pero la complicaron dos factores, aparte la incertidumbre del tiempo. Fue el primero la necesidad de disponer las cosas de modo distinto para los escaladores que usarían oxígeno y para los que prescindirían de él. El segundo problema fue que, en las regiones de ataque donde se emplearon peones, debía formar parte del grupo un escalador indostánico o nepalés.
Ya por las Navidades, Norton tenía trazado el plan y lo distribuyó ante los expedicionarios para que pudiesen discutirlo. Mallory manifestó su disconformidad en ciertos aspectos; en Darjiling y Fari se celebraron cambios de impresiones entre Norton, Mallory, Somervell y Geoffrey Bruce. Pero ni siquiera entonces, en Khamba Dzong, se alcanzó un acuerdo. Sólo llegados a Tinki Dzong, en 17 de abril, pudo ultimarse un plan que mereció la aprobación de todos. Lo describe Mallory, que fue su iniciador, del siguiente modo:
a) A y B, en compañía de quince peones, parten del campamento IV del Collado Norte, establecen el campamento V a unos 7,775 metros de altitud y descienden al punto de partida.
b) C y D, escaladores que no disponen de oxígeno, se dirigen al campamento V con otros quince peones, de los cuales sólo siete llevan carga. �stos, tras dejar los fardos, descienden al campamento IV y los otros ocho pernoctan en el V.
c) C y D, acompañados de los ocho peones, se dirigen al día siguiente, a establecer el campamento VII a 8,325 metros de altitud.
d) E y F, provistos de oxígeno, salen del campamento IV el mismo día que el grupo c) y se dirigen, sin carga alguna, al campamento V; E y F recogen las provisiones y el oxígeno que se dejaron allí previamente y los transportan hasta unos 300 metros más arriba; luego, instalan el campamento VI a 8.080 metros de altitud.
e) Los dos grupos se ponen en marcha a la mañana siguiente, con la esperanza de llegar ya a la cumbre.
Las principales ventajas de este plan, en opinión de Mallory, consisten en que ambos grupos podrían ayudarse mutuamente; los campamentos se instalarían sin echar mano de los alpinistas de reserva, pues A y B no realizarían un esfuerzo excesivo; y, por fin, el campamento VI se establecería sin que fallaran los peones. Aun en el caso de que se fracasara en el primer intento, se contaría tal vez con cuatro escaladores para realizar un segundo esfuerzo y éstos dispondrían de campamentos prestos a recibirlos.
Era el plan más sencillo que pudo perfilarse tras de una prolongada discusión; sin embargo, no podía designarse indistintamente a los escaladores con las letras A, B, C, D, E, F. Debía tenerse en cuenta quién hablaba nepalés y quién era capaz de usar eficazmente el oxígeno. Pero si resultaba imposible concebir un plan más sencillo, lo cierto es que era obvio en aquél uno de los inconvenientes del empleo de oxígeno: necesariamente complicaba el proyecto.
El pobre Mallory se encargó personalmente, y no con poco trabajo, de combinar las distintas parejas y distribuir a cada cual su tarea para asegurar el éxito de la empresa. A su ver, el grupo que no usaría oxígeno sería el que correría una aventura más emocionante y siempre acarició la idea de escalar la montaña en un grupo que no empleara el gas y a base de dos campamentos establecidos en zonas superiores al Collado Norte. Le produjo, pues, desencanto la distribución que lo obligaba a sumarse a los que usarían oxígeno. Se decidió que Somervell sería jefe de un grupo y Mallory de otro, y se designó a este último para los del oxígeno, suponiendo que su grupo se cansaría menos, por lo que estaría en disposición de auxiliar al otro y de encargarse de dirigir el descenso; se eligió a Somervell para el grupo sin gas porque, dada la experiencia de su ascensión del año anterior, parecía que se repondría más fácilmente, por lo que podría resultar útil más tarde. Fue un desengaño para Mallory que las cosas se combinaran así, pero se consoló pensando que la conquista de la montaña era la consideración primordial, que debía sobreponerse a sus sentimientos. En todo caso, su papel no carecía de interés y quizá le brindara más que a los otros la ocasión de alcanzar la cumbre.
Con Somervell iría Norton o Hazard, el que en aquel momento estuviese en mejores condiciones para la hazaña; Irvine acompañaría a Mallory, por haber demostrado tanta destreza al reparar las averías del aparato de oxígeno. A Odell y Geoffrey Bruce se les encomendaría la importante tarea de instalar el quinto campamento. Por desgracia, no se podría, al parecer, contar con la colaboración de Beetham, pues le aquejaba una grave disentería y estaba tan malo que casi se había decidido su regreso.
Acordada la inclusión de Mallory en el grupo de los que emplearían oxígeno, se dedicó al estudio de los planes propios de aquella técnica con el mismo entusiasmo que si desde un principio hubiese propugnado su uso. Con el aparato a cuestas, empezó a subir por las crestas vecinas y llegó a convencerse de que "era una carga perfectamente manejable". Decidió tomar el menor número de balones posible, para lograr una marcha más rápida y conquistar impetuosamente la cumbre.
Designado su compañero, Mallory no regateó esfuerzos para lograr una íntima colaboración con Irvine, de modo que pudieran trabajar conjuntamente con eficacia y buena voluntad. Tuvieron largas charlas y anduvieron juntos, con el propósito de conocerse mejor y obrar instintivamente al unísono al sobrevenir un apuro.
Todos los expedicionarios acariciaban las más halagüeñas esperanzas al atravesar el Tibet, mientras daban los últimos toques a su plan de ataque. Confiaban en el éxito de la empresa, pues no llevaban el menor retraso y el tiempo era más bonancible y cálido que en 1922. Los confortaba el sentimiento de ser un grupo de alpinistas bien preparados y unidos, "un grupo fuerte de veras �según decía Mallory� y mucho más compenetrado que en 1922".
También era excelente el cuerpo de peones, formado por setenta individuos. Pertenecían todos a la raza mogólica: eran "bothias" o "sherpas". Los primeros son originarios del Tibet y residen en la región de Darjiling o en el Sikkim; los "sherpas", aunque igualmente tibetanos, viven en los valles más elevados del Nepal. Se eligieron cuidadosamente según su aproximación a un determinado tipo que, como había demostrado la experiencia, es el que posee mejores condiciones para escalar la montaña. Eran más bien altos y enjutos que corpulentos. Se trataba de hombres inteligentes y sanos, que pudiesen soportar los efectos de las grandes altitudes. En cuanto al trato que había de dárseles, observó Norton que, tanto individualmente como en conjunto, aquellos indígenas eran un trasunto, aunque algo más infantil, del soldado británico y compartían muchas de sus virtudes. Poseían idéntica fibra para enfrentarse con tareas duras o peligrosas y eran igualmente sensibles a las pullas y chistes. Y, como ocurre con el soldado inglés, aquel rudo carácter, que se convierte en perpetua fuente de molestias cuando lo extravían la bebida o los señuelos de la civilización, daba pruebas de singular energía en los momentos difíciles, en que hubieran fallado los de temperamento más blando.
En el viaje por el Tibet nunca se los abrumó con excesiva carga. Se los reservaba para la gran tarea de la montaña y se los mantenía en las mejores condiciones mediante el moderado ejercicio y la buena alimentación, así como facilitándoles vestidos y alojamiento adecuados. Y no se crea que el acarrear grandes pesos implique para ellos notable esfuerzo, pues desde su niñez transportan agua y cereales para atender a las necesidades de su hogar.
Absortos en su planes, muy satisfechos de sí mismos y de sus alentadoras perspectivas y dolidos tan sólo de la ausencia de su animoso jefe, los expedicionarios cruzaron el Tibet por la ruta que les era ya muy conocida. Las primeras horas de la mañana solían ser apacibles y las doraba un sol espléndido; se desayunaban al aire libre, a eso de las siete, mientras se desmontaba la gran tienda, que enviaban luego en el grupo de la vanguardia, a lomos de dos ágiles mulas. A las siete y media o a las ocho, la expedición se ponía en marcha. Los escaladores recorrían a pie aproximadamente la mitad de cada etapa, pues la expedición de 1922 demostró la necesidad de conservar las fuerzas para la labor que les esperaba. A las once y media, poco más o menos, se sentaban en grupos de dos o tres, en lugares resguardados del viento, que en aquella hora, invariablemente, ya empieza a soplar, y tomaban una ligera comida: galletas, queso, chocolate y uvas.
Alas dos de la tarde �aunque en ciertas ocasiones eran ya las siete� solían llegar al nuevo campamento. Allí volvía a montarse la tienda común y se preparaba un refrigerio más substancioso, en el que no faltaba una buena dosis de té. Al poco rato llegaban las tiendas y el equipaje. La cena se servía a eso de las siete y media y una hora después se acostaban. Por la noche, el termómetro solía descender a unos 12º bajo cero.
Llegaron a Shekar Dzong el 23 de abril. El dzongpen salió cabalgando al encuentro de la expedición, les dio la más cortés bienvenida y les prometió toda la ayuda que de él dependiera. Lo cierto es que cumplió la palabra: a los dos días se disponía ya de nuevos medios de transporte. El gobernador resultó ser un caballero probo y eficiente, en cuyo trato encontró Norton verdadero placer; era, además, quien de veras mandaba en sus dominios y no admitía imposiciones de sus subordinados. Se deslizó un error en el cálculo del coste de los transportes, y precisamente en favor de los ingleses. Pero cuando Norton lo indicó al dzongpen, éste se negó a aceptar la diferencia, no queriendo volverse atrás de lo estipulado. Se hicieron a aquel generoso funcionario los más bellos y costosos obsequios; pero Norton se enteró más tarde de que lo que más apetecía era una silla barata de campaña y unas gafas de las que se usan para andar por la nieve. Pudieron regalarle estas últimas, pero a la sazón no pudo prescindirse de ninguna silla. Norton se la envió más tarde desde Darjiling.
El 26 de abril los expedicionarios cruzaron el Pang La, cuya altitud se aproxima a los 5,500 metros, y desde un pequeño pico situado sobre el paso pudo Norton contemplar el panorama majestuoso de las grandes serranías himalayas. Frente a él, y sólo a unos 55 kilómetros de distancia, se erguía el propio Everest. A su izquierda estaban el Makalu y el Kangchenyonga, y a su derecha el Gyachung Kang, el Cho Uyo y el Gosainthan. Tenía, pues, ante sí la montaña más elevada del mundo y algunas de las que más se aproximan a su altitud; desde allí contempló seguramente unos trescientos kilómetros de cordillera. Para que nada faltara a la Grandiosidad del espectáculo �observa Norton en sus impresiones�, cada uno de los gigantes está a suficiente distancia de sus vecinos para que ninguno se empequeñezca por comparación, y dominan todos las apiñadas hileras de picachos menores, que extienden de horizonte a horizonte su áspera silueta. En estas montañas, sobre los 6,000 metros, todo es nieve y hielo, salvo en los puntos donde los precipicios son demasiado abruptos para que pueda sostenerse en ellos la nieve. Pero se observa una excepción: por alguna caprichosa relación entre la inclinación de las rocas y el perpetuo embate del viento noroeste, la vertiente septentrional de toda la gigantesca pirámide del Everest, en un trecho de 1,800 metros, se halla casi libre de nieve en aquella estación.
En imaginación, los alpinistas treparon por el Everest, siguiendo todas las rutas concebibles. Se aseguraron de las diversas posibilidades y luego se dirigieron mentalmente al Makalu para escalarlo también. Pero allí fueron derrotados. Ni siquiera podían escalarlo imaginariamente. Pasarán muchos años antes de que el Makalu pueda figurar entre los picos himalayos accesibles.
El 28 de abril cruzaron aquella desolada región donde las montañas semejan pardos terrones y el fondo del valle está bordeado por roquedas parecidas a los ribazos de una vía férrea, que caracterizan las cercanías del Everest y luego desaparecen frente al Glaciar Rongbuk. Al siguiente día llegaron al sitio donde estuvo establecido el antiguo campamento IV, unos seis kilómetros más arriba.
Llegaban puntualmente; más aún: con dos días de anticipación. Lo dispusieron todo de modo tan metódico que pudieron empezar sin dilación la tarea. Casi trescientas cargas de yak, conteniendo colchonetas y mantas, así como provisiones de toda suerte, que quedaron caóticamente amontonadas tras la descarga, no tardaron en seleccionarse y disponerse ordenadamente en hileras y grupos. Un creciente número de baúles y fardos, todos con su apropiado marbete, serían transportados al día siguiente al campamento número 1, situado en el Glaciar Rongbuk, y los llevarían a cuestas los trajineros tibetanos de la región, alistados a tal efecto con la preciosa ayuda del dzongpen de Shekar.

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