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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XXVI

ODELL


Debemos reseñar ahora los movimientos de Odell, que nos brindan también no poco dramatismo. Su misión consistía en prestar ayuda a Mallory e Irvine. Al día siguiente de su salida del Collado Norte, también partió Odell, en compañía de un peón, y ascendió hasta el quinto campamento, que ya había visitado con Hazard, subiendo y bajando en una jornada. Pero como el trajinero sufría mareo y era evidente que no estaría en disposición de proseguir la marcha al siguiente día, Odell lo hizo regresar con los cuatro que aquella tarde volvieron del sexto campamento, ocupado por Mallory.
Así quedó Odell sin compañía alguna, en aquella minúscula tienda, perdido en la pavorosa soledad. Ningún hombre tuvo hasta entonces tal experiencia y vale la pena de detenerse en su examen. Según ya hemos visto, aquella tarde el tiempo era muy prometedor y el panorama causaba impresión hondísima. Hacia Poniente erguíase una salvaje maraña de picachos, dominando al Glaciar Rongbuk; culminaban los majestuosos Cho Uyo, de 8,194 metros, y Gyachungkang, de 7,927, bañados en los más delicados tintes de rosa y oro. Frente a ellos se erguían los pálidos acantilados del Pico Norte y la proximidad de su maciza pirámide rocosa sólo acrecentaba la amplitud del vasto horizonte que se tendía más allá; la sombría masa acentuaba la opalescencia de los lejanos picos que lo cerraban hacia el Norte. Hacia el Este, flotando en la leve atmósfera, a más de ciento cincuenta kilómetros, se erguía la nevada cumbre del Kangchenyonga. Más cerca, veíase el variado perfil de la cordillera de Gyankar.
Odell ya había escalado sin compañía muchas cumbres y admirado no pocas puestas de sol, pero, según dice, nunca vio un ocaso de tal magnificencia. Podemos estar seguros de que no exagera. Se hallaba en el corazón de la región más pavorosa de la Tierra, como muy próximo a Dios. En torno suyo se revelaba el poderío y majestad, la pureza, calma y sublime grandeza del Ser que rige el mundo. Y estando solo y al borde de una gran aventura, su espíritu sería sensible como nunca, aunque sólo más tarde, en el sosegado recuerdo, advertiría la hondura de lo vivido.
Si era impresionante el ocaso, debió de serlo también la profunda y solemne calma nocturna y el trémulo fulgor de los astros en el licuado zafiro celeste. Y luego, la aurora: el primer lozano esplendor del día, la creciente intensidad de los colores, los exquisitos matices como de vino translúcido, el primer rubor de los picachos, el zafiro del firmamento trocándose en el más límpido azul. ¿Existió jamás un hombre afortunado como Odell? Contemplar lo que él vio dejaría para siempre el alma exaltada y ardorosa.
Cuando amaneció el siguiente día, ya estaba levantado. Había llegado ya la gran jornada, la que, al fin, decidiría el éxito o el fracaso de la expedición. Empleó dos horas en prepararse el desayuno y calzarse las botas �pues tales operaciones exigen gran esfuerzo en las supremas altitudes� y a las ocho emprendió la marcha. Llevando una mochila con provisiones, para el caso de que faltaran en el sexto campamento, avanzó, solitario, por el empinado declive de nieve y hielo situado tras el quinto, hasta llegar a la cresta de la sierra principal. Seguía una ruta distinta de la de Norton y Somervell, que tomaron una dirección más oblicua, por la cara principal de la montaña, muy por debajo de la cresta. Pero el camino de Odell fue probablemente el mismo que había seguido Mallory. No pudo admirar Odell el estupendo panorama que se extiende hasta la Sierra del Tigre, situada detrás de Darjiling, y que sin duda debe de divisarse desde la cresta en días de cielo despejado, pues refiere que, aunque las primeras horas de la mañana fueron serenas y no excesivamente frías, ya los móviles arrecifes de niebla empezaban a formarse y a ocultar la enorme fachada del Everest.
Pero el viento �afortunadamente para él, así como para Mallory e Irvine, que ya habían ganado una altitud de 600 metros� no aumentó en intensidad; y, por ciertos síntomas, podía confiarse en que la niebla se ceñiría a invadir la mitad inferior de la montaña. Odell no sentía, pues, ninguna inquietud por el avance de Mallory hacia el sexto campamento. El viento era suave y no debió de estorbarlos al ascender a lo largo de la cresta. Confiaba en que entonces Mallory e Irvine habrían avanzado ya un gran trecho en la ruta hacia la última pirámide de la cumbre.
Odell se proponía no precisamente seguir la cresta del ramal, sino dar cierto rodeo alejándose de ella, por la cara norte de la montaña. Como geólogo, le interesaba examinar su estructura. Ya había observado que su zona inferior estaba formada por diversas clases de gneis, pero la mayor parte de la mitad superior la constituían principalmente piedras calizas muy alteradas, con algunas pequeñas zonas de rocas granitoides que las cruzaban o se mezclaban con ellas. Esta afirmación significa, para el profano, que, en la lejanía de los tiempos, el Everest debió de ocultarse bajo el mar: he ahí una nueva revelación de las poderosas energías que encarna.
"En conjunto �escribe Odell�, las piedras sobresalen con un ángulo de inclinación de unos 30º, y como la pendiente general de aquella vertiente, sobre los 7,600 metros, es de 40º a 45º, se forma una serie de lajas superpuestas, casi paralelas al declive, que constituyen diversas plataformas, a menudo de metro y medio de altura; puede subirse a ellas por una ruta fácil, aunque bastante empinada, y algunas pueden sortearse enteramente. No son de textura endeble, pues las endurecieron considerablemente las intrusiones ígneas de las rocas granitoides. Pero, con frecuencia, hay esparcidos sobre las lajas pedruscos que cayeron de zonas superiores, y cuando se añade a ellos una capa de nieve recién caída, fácil es imaginar la dificultad de trepar por tales altitudes. No es precisamente una dificultad técnica, sino la que deriva de la inseguridad del paso en un declive no bastante inclinado para que el escalador pueda ayudarse con las manos".
Odell se encontraba a medio camino, poco más o menos, entre los dos campamentos superiores cuando vio por última vez a Mallory e Irvine del modo descrito. Le extrañó que, ya tan avanzado el día, se encontrasen aún tan lejos de la cumbre; reflexionando sobre las causas del retraso prosiguió la marcha hacia el sexto campamento. Al llegar allí, a eso de las dos, empezó a nevar y el viento sopló con más furia. Depositó su carga de provisiones y pertrechos en el interior de la diminuta tienda y se cobijó un rato en ella. Encontró allí diversas ropas de reserva, restos de alimentos, dos sacos de dormir, balones de oxígeno y piezas sueltas de los aparatos. En el exterior había otras, así corno los dispositivos de duraluminio que sirven para su transporte. Pero los escaladores no dejaron nota alguna y, por lo tanto, Odell no pudo enterarse de la hora de su partida ni de lo que motivó el retraso.
Siguió nevando y, al cabo de un rato, Odell pensó que tal vez el tiempo en las alturas obligaría a los alpinistas a regresar. El sexto campamento �o sea aquella menuda tienda� estaba bastante disimulada en un repecho y protegido en la parte trasera por un pequeño barranco. Con aquel tiempo, a los que regresaran les sería muy difícil encontrarlo. Por eso salió Odell en dirección a la cumbre y, tras ascender unos sesenta metros, empezó a silbar y a dar voces, por si estaban cerca. Luego se agachó bajo una roca para guarecerse contra la ventisca. Tan densa era la atmósfera, que sólo veía a unos cuantos metros de distancia. Para olvidar el frío examinó las rocas de su alrededor, pero la alborotada nieve y el viento helado no tardaron en apagar el ardor de sus aficiones geológicas y al cabo de una hora decidió regresar. Suponiendo que Mallory e Irvine volvieran ya sobre sus pasos, con aquel mal tiempo era muy difícil que estuvieran suficientemente próximos para poder oírle.
Al llegar al campamento cesó la borrasca y al poco rato el sol bañaba toda la vertiente norte del Everest. Se distinguían con gran nitidez los tajos más elevados, pero no se veía ni rastro de los escaladores.
Odell se encontraba en situación embarazosa. Todos sus impulsos lo inclinaban a quedarse allí y aun salir al encuentro de sus compañeros, pero Mallory, en su última nota, le encarecía la necesidad de que regresase al Collado Norte y estuviese presto a evacuar el cuarto campamento, para descender, con él e Irvine, aquella misma noche hacia el tercero, por temor a que empezaran de pronto los monzones. Odell debía anticipárseles en el regreso por una razón: el sexto campamento, con su única y diminuta tienda, no podía cobijar a más de dos personas. Si se quedaba, se vería obligado a dormir al aire libre. Y pernoctar a la intemperie a 8,200 metros sobre el nivel del mar ya se sabe lo que significa.
Así, pues, mal de su grado, Odell vióse obligado a cumplir los deseos de Mallory. Tras tomar algún alimento y dejar abundantes provisiones para los otros dos, cerró la tienda y, a eso de las cuatro y media, dejó el campamento y empezó a descender por la cresta extrema de la sierra nordeste. De cuando en cuando se detenía y fijaba su atenta mirada en las zonas roqueñas superiores, buscando a sus compañeros. Pero todo fue en vano. A la sazón ya habrían avanzado mucho en su descenso, mas, aun así, no podía esperarse distinguirlos a tal distancia y sobre un fondo tan quebrado, a menos, claro está, que cruzasen uno de los raros trechos cubiertos de nieve, como ocurrió por la mañana, o que se recortase su perfil sobre la cresta.
A las seis y cuarto pasó cerca del quinto campamento, pero no existiendo ningún motivo para quedarse en él, siguió su camino y le interesó comprobar que el descenso en aquellas elevadas zonas es apenas más fatigoso que en altitudes moderadas. Esto le hizo confiar en que, a menos que hubiesen agotado sus energías, los escaladores podrían bajar con rapidez superior a la prevista y así evitarían que los sorprendiera la noche. Deslizándose cuidadosamente, Odell cubrió la distancia que separaba el quinto campamento del cuarto en unos treinta y cinco minutos.
En aquel refugio lo esperaba Hazard, que le había preparado una prodigiosa sopa humeante y gran abundancia de té. Ya reconfortado, salieron ambos para ver si lograban descubrir a Mallory e Irvine. Era un claro atardecer y siguieron vigilando hasta muy entrada la noche, pero nada vieron ni oyeron. Según sus conjeturas, se habrían retrasado; seguramente, a la luz de la luna, que reflejaban las cumbres circundantes, encontrarían la ruta hacia uno de los campamentos superiores.
A la mañana siguiente �9 de junio� Odell examinó con sus anteojos las diminutas tiendas de aquellos dos campamentos, pero no observó allí movimiento alguno. Ya muy inquieto, decidió volver una vez más a la montaña. Convino con Hazard una clave para comunicarse desde lejos; durante el día utilizaría los sacos de dormir, que colocaría sobre la nieve para asegurar la visibilidad, y por la noche emplearía la luz del magnesio. No sin cierta dificultad, logró convencer a dos peones para que le acompañasen y a las doce y cuarto se pusieron en camino, Durante la ascensión tuvieron que luchar con el furioso viento del Oeste que suele soplar en aquellas zonas; más de una vez los peones titubearon ante su empuje, pero a eso de las tres y media llegaron al quinto campamento. Allí tuvieron que pernoctar, pues era imposible alcanzar aquella tarde el campamento inmediato. Como Odell temía, no se vio el menor rastro de Mallory ni de Irvine: las perspectivas eran muy sombrías.
En aquel atardecer también fue hostil el tiempo. Las ráfagas furiosas que barrían la vertiente amenazaban arrancar las minúsculas tiendas, rompiendo sus débiles cuerdas y lanzando montaña abajo los refugios y sus moradores. Entre las nubes vaporosas que arrastraba el viento en loca carrera, asomaba, de cuando en cuando, un tormentoso ocaso. Al cerrar la noche, arreció el vendaval y el frío se hizo intensísimo. Agravado por el viento, el frío era tan atroz cine Odell no pudo conciliar el sueño ni un momento; estaba aterido, a pesar de que se guareció, con toda la ropa puesta, en el interior de dos sacos de dormir.
Al amanecer seguía la ventolera y el frío era tan cruel como antes. Los dos peones se llegaban a despabilarse; parecían sufrir de un cansancio extremo o de náuseas y sólo explicaban con signos que se sentían mal y deseaban descender. Les era imposible arrostrar el avance envueltos en la borrasca y Odell tuvo que resignarse a su regreso. Pero él siguió adelante.
Cuando los trajineros hubieron ya avanzado un gran trecho en la ruta de descenso, se puso en marcha hacia el sexto campamento; esta vez llevaba oxígeno. Encontró en la tienda el aparato que transportó allí dos días antes; ahora se lo llevó, sólo con un balón de repuesto. No tenía mucha confianza en su empleo, pero esperaba realizar la ascensión más rápidamente si lo usaba. En esto s engañó. El viento tormentoso y helado, que soplaba, como siempre, desde el Oeste hacia la serranía, era extremadamente molesto y Odell sólo pudo avanzar con gran lentitud. De cuando en cuando, para reaccionar, se guarecía tras una roca o se acurrucaba en algún tajo. Al cabo de una hora, llegó a la conclusión de que no le beneficiaba mucho el oxígeno. Atribuyendo su escasa eficacia a la moderada cantidad de sus inhalaciones, tomó dosis cada vez mayores, inspirando largamente. Sin embargo, el efecto fue casi nulo; sólo un vago alivio en el cansancio de sus piernas. Estaba ya suficientemente aclimatado a las grandes altitudes para que le hiciera falta el oxígeno, por lo que cerró la espita. Decidió seguir avanzando, con el aparato a cuestas, pero sin la molesta boquilla en los labios, y respirar únicamente el aire de la atmósfera; aquel método, al parecer, le dio un feliz resultado, a pesar de que la frecuencia de su respiración hubiera sorprendido hasta a un corredor de marcha atlética.
En ese trabajoso avance llegó, al fin, al sexto campamento. Allí lo encontró todo tal como lo había dejado. Ni rastro de Mallory ni de Irvine. Odell tuvo entonces la certidumbre de que habían muerto en la montaña.
El enigma era cómo y cuándo perecieron y si llegaron o no a la cumbre. Con la esperanza, leve pero ansiosa, de encontrar algún vestigio de los desaparecidos en el breve tiempo con que contaba, Odell dejó en el suelo el aparato de oxígeno y se puso en marcha sin demora por la ruta que Mallory e Irvine habrían seguido probablemente en el descenso �la cresta de la sierra secundaria� y donde los vio por última vez cuando trepaban. Pero el Everest estaba hosco como nunca. Una sombría atmósfera ocultaba sus rasgos y el vendaval se lanzaba locamente sobre su rostro cruel. Tras luchar dos largas horas, buscando en vano una clave, Odell advirtió que las probabilidades de hallarla en aquella vasta extensión de barrancos y lajas rotas eran, en realidad, insignificantes. Para una búsqueda más amplia hacia la pirámide final sería indispensable organizar un nuevo grupo de socorro. Con tan escaso margen de tiempo, no podía seguir buscando; muy a pesar suyo, tuvo que regresar al sexto campamento.
Aprovechando una pausa del viento, arrastró, con no poco esfuerzo, los dos sacos de dormir desde las tiendas hacia lo alto de las abruptas rocas que se erguían detrás, hasta alcanzar una empinada zona de nieve que ponía su blanco manchón en un risco. Tan fiero era el vendaval, que Odell hubo de emplear todas sus energías para hacer escalones en la pronunciada pendiente nevada y colocar debidamente los sacos de dormir. Puestos en forma de T, anunciaron a los que estaban 1,200 metros más abajo que no se había encontrado ningún rastro de sus compañeros.
Hecha la triste señal, Odell volvió a la tienda. Tras recoger en su interior la brújula de Mallory y el aparato de oxígeno ideado por Irvine �los únicos objetos que valía la pena rescatar�, cerró la tienda y se dispuso al regreso.
Pero antes de partir tendió la mirada hacia la poderosa cumbre que se erguía frente a él. De cuando en cuando se dignaba mostrar sin velo sus facciones ceñidas de nubes. Parecía mirar con fría indiferencia al intruso, al hombrecillo endeble y enano, y aullar su burla en fieras ráfagas al suplicarle éste que le revelara el secreto de lo que acaeció a sus amigos. Y, sin embargo, al volverlo a contemplar Odell, pareció insinuarse una nueva expresión en aquel rostro espectral y un raro hechizo envolvió la altanera presencia. Odell se sintió casi fascinado y advirtió que ningún montañero podrá mostrarse inmune a aquel embrujamiento; quien se acerque al gigante se sentirá atraído más y más y, olvidando todas las barreras, sólo anhelará alcanzar el lugar más alto y misterioso del mundo.
Le pareció a Odell que también sus amigos habrían caído en el hechizo: sólo así se explicaba su demora. Y tal vez ese encanto de la cumbre sea la solución del misterio. Toda montaña lanza, a un tiempo, invitación y reto; cuanto más se acerque el hombre a la cumbre, mayor será el atractivo. Antes de rendirse a su obstinado esfuerzo, la montaña le exigiría una total entrega de sus energías y hasta la suprema e incierta llama de su valor. Obligará al hombre a mostrar toda su grandeza y a dar más y más de sí. Pero precisamente por eso se siente hechizado: la montaña, al cincelar su ánimo, derrama en él nuevas perfecciones.
Y en esto se parece a otras realidades. Uno de los grandes misterios de la existencia es que lo más pavoroso y terrible no suele repeler al hombre, sino que lo atrae: lo atrae, acaso, a su ruina temporal, pero logra, al fin, un júbilo intenso que nunca conociera sin exponerse al peligro.
También Odell sintió esa atracción y, a no ser por la ansiedad que hubiera causado entre sus compañeros, se habría quedado allí aquella noche, para emprender al día siguiente la ruta hacia la cumbre. Y quién sabe si la hubiera alcanzado, pues era el más robusto y preparado de los que hasta entonces escalaron el Everest.
No se hizo, empero, el intento y de nuevo inició el camino montaña abajo. Embarazado por el equipo de oxígeno (que no necesitaba usar, pero quería recobrar en memoria de sus amigos) y azotado por las tempestuosas ráfagas que le penetraban hasta el tuétano, debía concentrar toda su atención al pasar por las saledizas lajas de la sierra secundaria, para evitar un resbalón en las superficies sembradas de pedruscos. Más abajo, en ruta menos difícil, aceleró el paso, pero de cuando en cuando se veía obligado a guarecerse bajo una roca para evitar los embates del viento helado y asegurarse de que no tenía síntomas de congelación. Llegó, por fin, al Collado Norte y le alivió el encontrar allí una nota de Norton y advertir que se había anticipado a sus deseos de que no prolongase la estancia en la montaña, por razón de la inminencia de los monzones. Acaso hubiera podido alcanzar la cumbre, pero las tormentas habrían, quizás, impedido su regreso. No podía contarse con ningún grupo de socorro y sólo hubiera aumentado la ya crecida lista de bajas.
Sólo quedaba una alternativa: volver sobre sus pasos. Era un deber que le incumbía si pensaba en sus compañeros. Sin embargo, sentiría desde entonces el hechizo de la cumbre y más de una vez pensaría que acaso la hubiera alcanzado.

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