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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO II

PREPARATIVOS



Así penetró en la mente humana la idea de ascender al Everest, se difundió poco a poco y fue adentrándose en ella más y más. El hombre no se contentaba ya contemplando pasivamente la montaña desde lejos. Debía ponerse en pie y luchar con ella. Había llegado el momento de la acción. Lo que narra este libro es la ejecución de aquella idea. Se divide, forzosamente, en tres partes. Durante la primera fase, la montaña fue objeto de una observación cuidadosa, pues hasta entonces nadie �por lo menos ningún europeo� se le había acercado a una distancia de setenta kilómetros. Fue la fase del reconocimiento. Luego, cuando Mallory descubrió una ruta practicable, vino el intento propiamente dicho de escalar la cumbre; la empresa fracasó, pero demostró que el hombre puede subir a una altura de 8.235 metros. Prodújose, por fin, el segundo intento, que tuvo tan trágico desenlace; pero en él los hombres, sin ayuda externa, alcanzaron una altitud de 8.578 metros.

Tales son las tres fases de la gesta. A la primera de ellas dedicamos el presente capítulo.

Para poner en práctica una idea noble, es preciso, generalmente, vencer obstáculos previos. En el presente caso las primeras dificultades fueron humanas. Los nepaleses cerraban el paso al Everest desde el Sur. Hasta entonces los tibetanos lo habían cerrado por el Norte. ¿Podría vencerse la obstinación con que estos últimos se negaban a admitir a los extranjeros? Tal era el primer problema que se debía resolver. Era cuestión de diplomacia Y, antes de lanzar la expedición, precisaba ejercer aquel difícil arte. Una delegación de la Real Sociedad Geográfica y del Club Alpino visitó al secretario de Estado de la India para manifestarle la importancia que ambas corporaciones concedían al proyecto y recabar su protección. Si se le otorgaba y no se oponía a que se enviase al Tíbet la expedición �previa la obtención del permiso de los Gobiernos de la India y del Tíbet�, ambas sociedades se proponían invitar al coronel Howard Bury para que negociase el asunto con las autoridades de la India. Tal es la propuesta que se le hizo.

Por singular coincidencia, esa delegación (encabezada por el presidente de la Real Sociedad Geográfica) fue recibida por lord Sinha, a la sazón subsecretario de Estado. Era bengalí, de una región desde la cual se divisa el Everest. Tal vez no sentía gran entusiasmo por la empresa, pero, en su calidad de portavoz del secretario de Estado, dijo que las autoridades de la India nada objetarían.

Era una barrera salvada y hubiera podido ser infranqueable, pues un anterior secretario de Estado se opuso formalmente a que los ingleses cruzasen el Tíbet. Afirmaba que los exploradores ocasionan siempre dificultades, por lo que debe disuadírseles de su empeño.

Para vencer el segundo obstáculo fue enviado a la India el coronel Howard Bury. Era un oficial del 6º regimiento de fusileros, recién pasado a la reserva, después de prestar servicio durante la Gran Guerra. Antes del conflicto, estuvo destacado en la India y tomó parte en una expedición de caza en el Himalaya. Como le interesara el proyecto del Everest, ofreció sus buenos oficios a la Real Sociedad Geográfica. Resultó un excelente embajador. Logró entusiasmar con la idea al Virrey, lord Cheimsford, y al comandante militar, lord Rawlinson, y obtuvo la promesa de su ayuda, a condición de que el delegado del Gobierno, míster Bell, opinase que los tibetanos no se opondrían al proyecto. El coronel Howard Bury se dirigió luego a Sikkim, donde visitó a míster Bell y logró también interesarle. Por fortuna, míster Bell (actualmente Sir) ejercía gran influencia sobre los tibetanos. Mas el resultado fue que a fines de 1920 se recibió en Londres la noticia de que el Gobierno del Tíbet autorizaba la expedición al Everest para el siguiente año.

Logrado por la diplomacia su objetivo y vencidos los obstáculos humanos, pudo ya organizarse con febril actividad la expedición. La ascensión al Everest interesaba igualmente a la Real Sociedad Geográfica y al Club Alpino. A la primera, porque le repugna admitir que existe en la Tierra algún lugar donde el hombre no haya intentado sentar sus plantas y al Club, porque las ascensiones montañeras son de su incumbencia especial. Decidióse, pues, que patrocinaran la expedición ambas entidades. Era lo más acertado, puesto que a la Real Sociedad Geográfica le resultaba más fácil organizar expediciones con propósitos de exploración, y el Club Alpino poseía mejores medios para elegir a las personas. Formóse, pues, un Comité conjunto, llamado del Everest, compuesto por tres miembros de cada una de aquellas asociaciones. Se acordó que durante la primera fase, en que se efectuaría el reconocimiento de la montaña, presidiría la Comisión el presidente de la Real Sociedad Geográfica y que en la segunda fase, o sea, la de la ascensión, el cargo correspondería al presidente del Club Alpino.

El Comité del Everest quedó constituido en esta forma:

























Real Sociedad Geográfica


Club Alpino

Sir Francis Younghusband Norman Collie
Míster Edward Sumers-Coks Capitán J. P. Farrar
Coronel Jacks Míster C. F. Meade


Míster Eaton y míster Hinks fueron nombrados secretarios honorarios.

Como siempre ocurre, lo primero que se necesitaba era dinero (y las expediciones al Everest son empresas costosas). En aquellos momentos ninguna de las dos sociedades poseía medios económicos; todo debía confiarse a las suscripciones privadas. En este aspecto, el Club Alpino mostró una extraordinaria generosidad, o, por lo menos, el exigente capitán Farrar la logró de los socios. Todos ellos, presionados por Farrar, viéronse obligados a soltar sus más ocultos ochavos. En la Sociedad Geográfica persistía aún la opinión de que escalar el Everest era empresa sensacional, pero no "científica". Si se trataba de hacer un mapa de la región, debía prestarse apoyo al proyecto, pero si sólo se proponían escalar la montaña, era preferible dejar el asunto en manos de los montañeros y no distraer la atención de una corporación científica como la Real Sociedad.

Ese mezquino concepto de las funciones de la Sociedad Geográfica era enérgicamente defendido por algunos de sus miembros, entre los que figuraba un ex presidente. Era vestigio de una época en que la confección de mapas se consideraba como principio y fin de la actividad de los geógrafos. Pero, ya desde los comienzos, se declaró entonces que conquistar la cumbre del Everest constituía el supremo objetivo de la expedición y que todos los demás serían secundarios. Escalar la montaña no era simple proeza sensacional. Era poner a prueba la capacidad humana. Si se lograba conquistar la cumbre más elevada del mundo, podría también ascenderse a todas las demás que no ofreciesen obstáculos físicos insuperables; así, los geógrafos extenderían sus investigaciones hasta regiones del todo inexploradas.

Claro que no dejaría de confeccionarse el mapa. Como se trataba de una grandiosa aventura, ofrecerían su colaboración buen número de cartógrafos, geólogos, naturalistas y botánicos. Tal fue el criterio que se expuso a la Sociedad Geográfica y el que se adoptó.

Mientras allegaba recursos, el Comité del Everest se ocupó también en elegir a los expedicionarios y adquirir el equipo y las provisiones. La composición del grupo de exploradores se supeditó al principal objetivo de la primera expedición: el reconocimiento de la montaña. Debe tenerse en cuenta que entonces se sabía de ella muy poco. Su situación y altitud se precisaron mediante observaciones realizadas en puestos militares de las llanuras de la India, a más de ciento sesenta kilómetros de distancia. Pero desde el llano sólo se divisa el vértice de la cima. A lo más se domina desde los alrededores de Darjiling, si bien a una distancia de ciento veinte kilómetros. Por el lado del Tíbet, Rawling y Ryder llegaron a unos noventa y seis kilómetros de la majestuosa sierra, y tal vez Noel se acercó algo más. Sin embrago, este conjunto de observaciones poco ilustraba acerca de la montaña. La parte alta parecía relativamente accesible, pero nadie sabía las características de la zona contenida entre los 4,880 y los 7,930 metros.

Douglas Freshfield y Norman Collie, que realizaron ascensiones en el Himalaya y poseían certera visión de la topografía montañera, defendieron con calor la conveniencia de dedicar toda tina estación del año a un minucioso reconocimiento, de modo que no sólo se descubriese una ruta hacia la cumbre, sino la indiscutiblemente mejor. Era indudable que sólo podría alcanzarse la cima por el camino más fácil, y hubiera sido lamentable que un grupo expedicionario, tras pugnar penosamente con las dificultades de una ruta sin lograr su objetivo, descubriese luego que existía un paso mejor.

Siendo el reconocimiento el objetivo de la primera expedición, era preciso que su jefe fuese un avisado juez en lances montañeros, hombre de larga experiencia alpinista, capaz de aportar una autorizada opinión sobre la cuestión vital de la ruta. Harold Raebún poseía tal experiencia, y precisamente el año anterior realizó ascensiones en Sikkim. Era hombre muy maduro, pero no tendría la ilusión de llegar a altitudes considerables y se confiaba en que con la experiencia compensaría las deficiencias propias de la edad.

Para las grandes ascensiones y el intento de escalar ]a cumbre, que se proyectaba para el siguiente año, los socios del Club Alpino sugirieron enseguida un nombre: el de Mallory. Todos lo proclamaban su mejor alpinista. George Leigh Mallory era, a la sazón, profesor en Charterhouse. Su aspecto nada tenía de particular. Era un tipo de joven corriente, como los que se ven a millares todos los días. No era ningún forzudo gigante, henchido de tremendas energías, como Bruce a la misma edad. Tampoco poseía el aspecto enjuto, vivaz y activo frecuente en Francia y en Italia. Era, eso sí, bien parecido y tenía un aire sensitivo y culto. A veces hablaba inesperadamente, de modo impaciente y seco, revelando que en lo íntimo poseía una vibración no aparente a primera vista. Pero quien no lo veía en la montaña era incapaz de observar en él ningun rasgo especial. Si un profano se le hubiese encargado de elegir a los expedicionarios seguramente hubiera escogido a una persona de aspecto un tanto más vigoroso que el de Mallory.

Tampoco parecía Mallory muy entusiasmado con la expedición. Cuando el Comité lo eligió, Farrar le indicó que el presidente deseaba almorzar con él. Hablaron del tema, y el presidente le invitó a unirse a los expedicionarios; Mallory aceptó sin dar muestras de emoción. No era exageradamente modesto, pero tampoco trataba de imponer sus opiniones. Se daba cuenta cabal de sus facultades y del puesto conquistado por sus proezas, y, en consecuencia, poseía un orgullo deportivo nada indiscreto, mas perfectamente obvio y justificado.

Sólo un momento dejó traslucir su ardor íntimo. Se habló de incluir en el grupo a otro escalador que, como tal, poseía todas las facultades apetecibles; pero, a causa de otros rasgos suyos, algunos miembros del Comité, que lo conocían a fondo, opinaron que podría originar roces y molestias, capaces de dañar la cohesión, tan vital e indispensable en una expedición al Everest. Ya es sabido que, al pisar una considerable altitud, la gente se vuelve irritable. Y muy bien pudiera ser que en las alturas del Everest resultase imposible a los expedicionarios contener su irritación; un explorador inadaptado podía deshacer el grupo. Era asunto urgente; y, para apurar la prueba, el presidente consultó a Mallory, preguntándole si estaría dispuesto a compartir el saco de dormir con aquel alpinista de difícil carácter, a 8,000 metros de altitud. Mallory, con su hablar rápido y tajante, que le era peculiar cuando el tema le interesaba mucho, contestó que "nada le importaba la persona con quien dormiría, con tal que alcanzasen la cumbre".

Por el modo de decirlo, era indudable su interés. No poseía el tipo de Bulldog; no era hombre decidido ni de recias mandíbulas. Pero, aunque no mostraba un bullicioso entusiasmo, era evidente que, en lo íntimo, le interesaba la empresa; tal vez más que a los vocingleros.

Contaba entonces treinta y tres años. Había estudiado en Winchester y, ya en su época escolar, el conocido profesor Irving, tan amante de las montañas, le contagió su pasión de alpinista. Desde el primer momento se mostró sensible a aquella inspiración y fue luego montañero diestro y entusiasta.

Después de él se eligió a George Finch. Poseía fama de competente y decidido alpinista. Desde el principio demostró su interés por la empresa. Cuando el Comité acordó elegirlo, se le pidió que se entrevistara con el presidente, y fue éste quien lo invitó de modo oficial. Finch permaneció unos momentos sin despegar los labios, invadido por una intensa emoción. Luego exclamó: "Sir Francis: me abre usted las puertas del cielo". Era un atleta alto y bien proporcionado, con aspecto de hombre resuelto, pero se echaba de ver que no poseía una salud robusta. Al ser examinado por el médico �como todos los miembros de la expedición� fue desechado, lo que representó para Finch un trago muy amargo. Pero al año siguiente estuvo ya en condiciones de unirse a la segunda expedición.

Tuvo que hallarse con urgencia un substituto, y Mallory sugirió a Bullock, su antiguo compañero de escuela y de ascensiones, que entonces seguía la carrera consolar (en la que sigue aún), pero se hallaba en Inglaterra disfrutando de unas vacaciones. Una simple indicación a lord Curzon, a la sazón, ministro de Asuntos Exteriores, bastó para lograr la, accesoria, prórroga del permiso, y Bullock pudo unirse a la expedición. Tenía mucho más que sus compañeros el aspecto que e1 lego supone en un escalador del Everest: poseía anchas espaldas y era más fuerte que Mallory y Finch; cuando estudiaba practicó el atletismo y mostró excepcional resistencia. Le adornaban otras cualidades preciosas: un temperamento apacible y la posibilidad de conciliar el suelto en todas partes.

Como naturalista y consejero médico se contaba con un hombre excelente: el doctor A. F. R. Wollaston. Había ya cobrado fama de explorador en Nueva Guinea, en el Ruwenzori y en otras regiones. Era, además, buen montañero, experto naturalista, camarada jovial y capaz de tratar con comprensión a los indígenas.

Los demás que se unirían a la expedición en la India eran el doctor Kellas y los agregados militares: el mayor, H. T. Morshead y el capitán E. 0. Wheeler.

Kellas había tomado parte en diversas expediciones efectuadas en Sikkim y en otros puntos del Himalaya. Era catedrático de química y durante largos años se dedicó a estudiar el empleo del oxígeno para escalar grandes alturas. Era una de esas personas infatigables a quienes nada logra apartar de su apasionada investigación. El verano anterior ascendió hasta 7,015 metros y se proponía descansar durante el invierno, pero se lo pasó escalando en Sikkim, donde se alimentó de modo insuficiente.

Morshead era conocido por su exploración �realizada en compañía del mayor F. M. Bailey� del río Tsang-po o Brahmaputra, en el trecho en el que atraviesa el Himalaya. Tanto él como Wheeler poseían extraordinaria competencia para confeccionar el requerido mapa del Everest y de sus contornos, pero Morshead no se había adiestrado en la técnica de la escalada, ni poseía el conocimiento de la nieve y del hielo, experiencia tan necesaria a los montañeros.

Tal era el grupo expedicionario, y para jefe fue elegido el coronel C. K. Howard Bury. Sólo había realizado excursiones; no era un verdadero alpinista, en el sentido que da a esta palabra el Club Alpino, pero tomó parte en numerosas cacerías, tanto en los Alpes como en el Himalaya, y �cualidad más necesaria aún para el jefe� sabía cómo tratar a los asiáticos; podía confiarse en que conduciría sin tropiezo la expedición por el Tíbet.

Mientras se elegía a los componentes del grupo, se recibieron muchas solicitudes. Personas de las cinco partes del mundo escribían pidiendo que se les alistara para cualquier cometido. Muchas de esas peticiones eran curiosos documentos encarecían con la mayor elocuencia las aptitudes del interesado y precisaban también sus limitaciones. Una de ellas, rara de veras, que recibió el presidente pocos días antes de finar el plazo, fue sometida al Comité y causó gran regocijo; pero la hija del presidente le indicó que se fijara en la fecha de la carta. Era del día primero de abril (día de los santos inocentes en Inglaterra). Salvo ésta, las demás eran genuinas y demostraban la pasión que despierta en los humanos la aventura. También sirvieron para patentizar el valor del adiestramiento y de la experiencia. Al lado de hombres como Mallory y Finch, pocos eran aceptables. Los inexpertos no poseían la menor probabilidad de ser admitidos junto a los curtidos montañeros.

El allegamiento de fondos y la selección del personal debían completarse con la adquisición de provisiones, equipos e instrumentos. Farrar y Meade cuidaron de los víveres y equipo; Jacks e Hinks se encargaron de los instrumentos.

De no contar más de sesenta años, Farrar hubiera sido la persona más adecuada para alcanzar la cumbre del Everest. De maravillosa energía, animoso y activo, dotado de una larga experiencia y de esa combinación de prudencia y osadía que es indispensable para las grandes empresas, hubiera logrado, indudablemente, la conquista de la tremenda montaña. No pudiendo unirse a la expedición, dedicó sus energías a recoger dinero y asegurarle un buen equipo. En su labor le asistió Meade, que el año anterior había ya alcanzado los 7,015 metros en el Himalaya y sabía perfectamente lo que se necesitaba.

Jacks, jefe del Departamento Geográfico del Ministerio de Guerra, e Hinks, secretario de la Real Sociedad Geográfica, poseían calificaciones especialísimas para elegir las cámaras fotográficas, el teodolito, las brújulas y demás instrumentos requeridos y para cuidar del aspecto geográfico de la expedición.

El Comité contó con excelentes consejos en todos los problemas. Como se trataba de alcanzar lo más elevado, y para tal empresa sólo serviría lo mejor, tanto en hombres como en material, se interesó en la aventura a los más reputados especialistas. Figuraba entre ellos el doctor De Filippi, dotadísimo y experimentado explorador y hombre de ciencia italiano que acompañó al duque de los Abruzzos. Nadie mostró más interés en la empresa que SS.MM. los Reyes de Inglaterra y S. A. R. el Príncipe de Gales.

La expedición que se ponía en marcha era, pues, la mejor dotada de personal y equipo que hubiese penetrado en el Himalaya y contaba con la simpatía de las más altas personalidades del país.

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