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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO IX

NUEVOS PREPARATIVOS


Podría ya intentarse realmente la conquista de la cumbre, el esfuerzo decisivo. Se había reconocido la montaña; los precursores abrieron la senda; se descubrió una ruta practicable, la única tal vez. Ahora concentrarían sus fuerzas para el supremo objetivo de escalar la cima.
Para tal propósito procedía organizar una nueva expedición. Se solicitó otra vez permiso al Gobierno del Tibet; cuando se recibió y Howard Bury y su grupo hubieron regresado, se hicieron a toda prisa los preparativos. No había tiempo que perder, pues de las informaciones de Mallory resultaba evidente que debía escalarse la montaña artes de la época de los monzones. Estos vientos se inician a primeros de junio. En la última quincena de mayo y la primera de junio los escaladores deberían hallarse en la montaña. Esto implicaba partir de Darjiling antes de fin de marzo y, para que fuese posible, las provisiones y equipos debían salir de Inglaterra en enero de 1922. Al hacerse tales proyectos mediaba el mes de noviembre del año 1921. Se imponía acelerar las cosas.
Pero, ante todo, debía decidirse la importantísima cuestión de la jefatura. Howard Bury realizó una labor tan intensa y excelente que resultaba espinoso proponerle su abstención. Demostró tal eficiencia y tacto en los preliminares diplomáticos de su primera misión en la India y luego en la dirección general de la empresa; en el modo como supo vencer las dificultades surgidas en los transportes; en la adquisición de provisiones y pertrechos; en las delicadas relaciones con los tibetanos y en la estrategia de toda la labor de reconocimiento y esperaría con tal ilusión recoger el supremo fruto de tantos esfuerzos, que sufriría, sin duda, una cruel decepción al ver que se prescindía de él. Pero la conquista del Everest exige, de cuando en cuando, el sacrificio del individuo en aras del bien común. Se contaba con un hombre que poseía títulos eminentes para la jefatura y Howard Bury aceptó caballerosamente lo que, en interés de la empresa, resultaba a todas luces deseable.
El general de brigada C. G. Bruce, al dejar de prestar servicio en la India, obtuvo un cargo en el Ejército metropolitano y no pudo unirse a la primera expedición, pero ahora podría lograr el necesario permiso. Era demasiado maduro para acompañar a los escaladores y es dudoso que en alguna época de su vida hubiese podido alcanzar la cumbre, pues la experiencia ha demostrado que los que más alto llegan en el Everest son hombres de constitución más espigada y ágil. Pero no podía hallarse mejor guía para la expedición, pues poseía una experiencia sin par del Himalaya y de sus gentes. Perteneció a un regimiento de "gurkhas" y estuvo destacado en el Himalaya durante casi todo el período de su servicio; y los "gurkhas" son habitantes del Nepal, país donde se halla enclavada la mitad del Everest. Había tomado parte en numerosas expediciones himalayas, a partir de la que realizó sir Martin Conway en 1892. Aprendió el arte de escalar montañas en diversos puntos de los Alpes, donde también se hizo acompañar por "gurkhas", y poseía tal conocimiento de aquellos pueblos de las serranías nepalesas, los comprendía tanto y sabía manejarlos con tal habilidad, que nadie hubiera sacado mejor partido de los indígenas. Sentía por ellos viva dilección y era correspondido con el más rendido afecto. Y como los escaladores ingleses deberían confiar en esas gentes para transportar un pequeño campamento hasta una altura que permitiese efectuar la marcha final hacia la cumbre, la influencia de Bruce sobre los indígenas era un factor de valor incalculable para la empresa. Además, los rasgos de su carácter, que le permitían ejercer tal influjo entre los ingenuos montañeros lo convertían también en jefe ideal para cualquier expedición.
Bruce posee, en singular combinación, las peculiaridades de un corazón de muchacho y la recia energía de un hombre maduro. Al hablar con él, es difícil precisar si conversamos con un adolescente o con una persona entrada en años. Aunque Bruce llegue a cumplir la centuria, es seguro que seguirá siendo un mozo; y debió de tener indudables rasgos varoniles en su mocedad. Es un muchacho bullicioso, en cuyo espíritu vibra continuamente el buen humor propio de la adolescencia. Por otra parte, es hombre perspicaz y competente, que no tolera ni la más leve insensatez. Su temperamento constituye, en verdad, una armonía eficacísima. Posee una invencible resolución, que lo hace invulnerable al desánimo; su brío resulta contagioso e inspira a cuantos forman su grupo. Por eso es tan deseable como guía. Un grupo dirigido por Bruce tendría como característica la jovialidad, base indispensable de las buenas tareas.
Muchas anécdotas se refieren acerca de Bruce. Durante cierta expedición surgió una disputa sobre el grado de autoridad de sus miembros, y él zanjó el caso diciendo: "Bueno, yo no soy más que un simple peón"; tras lo cual cogió un pesado fardo y siguió avanzando monte arriba. Es una historia muy parecida a la que se cuenta de otro ilustre montañero, el duque de los Abruzzos. Por tierras de Alaska, en cierta ocasión en que sus hombres se negaban a transportar la carga, los convenció con el ejemplo, echóse un fardo al hombro y lo llevó durante toda una etapa.
Tal era el hombre a quien se ofrecía el mando de la expedición; él intervendría también en la elección de los escaladores, Por fortuna, podría contarse otra vez con Mallory, pero Bullock tuvo que reintegrarse a los servicios consulares: se contentaría con seguir las incidencias de la empresa desde el cómodo refugio del Havre. Finch estaba ya restablecido, y sería un excelente colaborador, pues era alpinista de gran experiencia: en su juventud pasó largas temporadas en Suiza y realizó ascensiones tanto en invierno como en verano. Ni siquiera el propio Mallory le aventajaría en ardor y decisión al intentarse la conquista del Everest. De ambos se trató en primer término. Se invitaría también a otros dos alpinistas ingleses: Norton y Somervell.
El que fue comandante E. F. Norton, y luego teniente coronel, era muy conocido en el Club Alpino y poseía grandes conocimientos montañeros. Tenía, además, la ventaja de haber prestado servicio en la India y haber cazado en diversos puntos del Himalaya. Hablaba el indostaní y sabía cómo manejar a la población indígena. Hombre firme y parco en palabras, sereno, franco y habituado al mando, inspiraba confianza en seguida. Poseía un trato bondadoso y suave, que confirmaba la primera impresión. Lo adornaban, en verdad, múltiples prendas. Como oficial de la Real Artillería montada, se distinguió por el valor de su batería; prestó brillantes servicios durante la Gran Guerra; se graduó en la Academia Militar de Estado Mayor; durante siete años tomó parte en la competición de la "Copa de Kadir", la gran cacería de jabalíes con venablo que se celebra en la India; era concienzudo ornitólogo y pintor aficionado de no escasa destreza. En todo se mostraba metódico y seguro y le enorgullecía su puntualidad: jamás llegaba con excesiva antelación ni se demoraba. Al partir para la India, llegó a la estación Victoria como un minuto antes de que saliera el tren; despidióse con gran calma de sus amistades, subió, sin prisa alguna, cuando el tren estaba ya en marcha, Y siguió conversando. En su compañía, no se produciría la menor vacilación en caso de apuro, pues habría ya previsto toda posible contingencia. Y podía tenerse la seguridad de que, al llegar el momento supremo, brindaría a la acción decisiva sus energías pacientemente acumuladas.
Howard Somervell poseía tal vez más facetas que Norton. Cirujano de profesión, era, además, diestro y osado montañero y pintor y músico de no despreciable talento. Como habitante de la región de los lagos ingleses, siempre vivió entre montañas y fue un enamorado de las cumbres. Era hombre decidido, de gran fortaleza y energía. Pero era, sobre todo, magnánimo y poseía un corazón sereno y bondadoso; pertenecía a esa clase de hombres serviciales, francos y acogedores que nos brindan una inmediata amistad. Diestro y seguro, su ayuda resultaría preciosa en los momentos difíciles. Aunque no fuese un atleta, era recio de espíritu y estaba siempre jovial y animoso. Nada llamaba la atención en su físico; no poseía el aplomo de Norton ni la tremenda robustez de Bruce. Tampoco era hombre enjuto. Tal vez su principal característica fuese la flexibilidad �y lo era también de su espíritu�: una flexibilidad de resorte, presto a ceder, pero tenaz en recobrar la primitiva forma.
Somervell posee un talento de escritor comparable a sus demás cualidades. Es aconsejable que los editores estén al acecho, pues escribirá, sin duda, un excelente libro sobre el Everest dentro de veinte años, cuando las formidables impresiones de aquella �gesta se hayan sedimentado en su espíritu. Como hombre de ciencia y artista, corazón comprensivo y de intensos sentimientos religiosos, tendrá mucho que decir cuando se desvanezca el recuerdo de los sufrimientos físicos y haya madurado en su mente el núcleo espiritual de la gran aventura.
Mallory, Finch, Norton y Somervell: tales eran los escaladores con que se contaba para conquistar la soñada cumbre. Figuraban en segundo término el coronel E. I. Strutt, el doctor Wakefield, el capitán Geoffrey Bruce y C. G. Crawford, funcionario público de la India; por tener ya demasiada edad para el esfuerzo supremo o por no poseer suficiente preparación en lances montañeros, se encargarían de las tareas auxiliares.
Strutt era experimentado alpinista y hubiera podido aspirar a la cumbre de haberse realizado algunos años antes la expedición al Everest. Su colaboración sería preciosa en calidad de segundo jefe; se encargaría de la expedición cuando los exploradores partiesen del campamento principal, donde permanecería Bruce.
Wakefield, como Somervell, era oriundo de la región de los lagos ingleses y en su juventud realizó prodigiosas hazañas como alpinista. A la sazón estaba haciendo prácticas profesionales en el Canadá; pero eran tales sus deseos de unirse a la expedición, que abandonó en seguida sus tareas para presentarse.
Geoffrey Bruce era primo del general Bruce, y algo más joven; no se había adiestrado en el deporte montañero, pero conocía el Himalaya y perteneció a un regimiento de "gurkhas". Podría, pues, prestar excelente ayuda al tratar con nepaleses y tibetanos y, en caso de apuro, se uniría a los alpinistas de mayor experiencia.
Crawford era un osado escalador. Mientras prestaba servicio militar en la región montañosa de la India, empezó ya a entusiasmarse con la idea de ascender al Everest. También resultaría útil su conocimiento de la lengua y costumbres de los indígenas.
En último término figuraba el doctor T. G. Longstaff, en calidad de médico y naturalista. Había logrado una "marca" por haber alcanzado una cumbre más alta que las conquistadas por los demás. Los otros llegaron a puntos más elevados en las vertientes, pero nadie ascendió a un pico más alto que el Tisul, de 7,138 metros, escalado por él en 1907. También descubrió una maravillosa región de glaciares en la zona himalaya de Karakoram, y su larga experiencia, tanto en los Alpes como en el Himalaya, hacía preciosa su opinión sobre las situaciones y circunstancias con que la expedición se enfrentaría. Su temperamento cordial y entusiasta acrecentaba el valor de su colaboración.
Esta vez los expedicionarios contarían con un fotógrafo oficial. El capitán J. B. Noel efectuó un viaje desde Sikkim en dirección al Everest en 1913, y desde entonces le interesó la idea de escalar la montaña. Era muy aficionado a la fotografía y llegó a ser un experto en ese arte, sobre todo en la cinematografía. Dejó, pues, su puesto del Ejército y se unió a los expedicionarios. Su rasgo principal era, acaso, la oportunidad. Noel aparecía en el instante en que más se le necesitaba, y no precisamente en su especialidad de fotógrafo. Era hombre de gran firmeza y un entusiasta de las cumbres.
Se acarició también la idea de invitar a un artista de fama para que se uniese a la expedición y recogiese en el lienzo los maravillosos panoramas de las sierras. Cierto es que, desde el campamento principal, el Everest no resulta más majestuoso que el Mont Blanc desde determinados puntos de vista. El campamento se halla a tal altitud, que el Everest no se yergue sobre él más que el Mont Blanc o el Monte Rosa sobre los valles bajos, pero posee el hechizo de ser la montaña más alta del mundo. Por otra parte, contemplados desde el valle de Kama, el Everest y el Makalu deben de ofrecer un aspecto sin posible comparación con el de las montañas de Europa. Y si las llanuras y las vertientes inferiores de las montañas del Tibet son áridas y monótonas, con los monzones llega esa neblina que transfigura llanadas y sierras y que más tarde hizo perder a Somervell la esperanza de encontrar en su paleta un azul de suficiente brillo e intensidad para reproducir el matiz de las sombras tendidas a treinta o cuarenta kilómetros de distancia. La región del Everest ofrecía, sin duda, ámbito propicio para un pintor de gran talento, y camino del Tibet, por la región de Sikkim, existen montañas y bosques de insuperable majestad. Sin embargo, no pudo hallarse ningún artista de primer orden dotado de las condiciones físicas indispensables para tal travesía, y los expedicionarios tuvieron que contentarse con las fotografías de Noel y los apuntes pictóricos de Somervell �realizados en los breves momentos de descanso que permitía la ascensión� para reproducir el espectáculo de las montañas.
Mientras se efectuaban esos preparativos surgió una cuestión espinosa. ¿Por qué no usar el oxígeno? Kellas había ya iniciado sus experimentos en el empleo de ese gas en las ascensiones montañeras. ¿Por qué no proseguir sus trabajos? El único obstáculo serio camino de la cumbre era la falta de oxígeno en el aire. Si se corregía esa deficiencia, los escaladores conquistarían la cima al día siguiente.
Hasta entonces el Comité del Everest no pensó en equipar con oxígeno a los expedicionarios, pues se tenían dudas sobre la posibilidad de proporcionarlo en forma portátil. Además, los alpinistas abrigaban en su subconsciente la sospecha de que usarlo no era muy deportivo. Podía objetarse que inhalar oxígeno no constituye una violación más grave de las reglas del deporte que tomar un sorbo de coñac o una taza de extracto de carne. Pero lo cierto es que a quien conquistara la cumbre sin usar oxígeno se le consideraría un héroe más cumplido que al que escalase el Everest empleando ese gas. Nadie le preguntará a un alpinista si ha buscado el estímulo de unos sorbos de té mientras ascendía, con tal que alcance la cumbre. Pero si echa mano del oxígeno, daremos menos importancia a su proeza que si sólo hubiese empleado los estimulantes al uso. Existía un prejuicio contrario al oxígeno, y el Comité lo compartía. Ulteriormente prescindieron de esa preocupación, pero era preferible que siguieran con ella, pues, absteniéndose de usar oxígeno, pudo concretarse que el cuerpo humano se adapta a condiciones insólitas. El hombre llega a "aclimatarse" y puede alcanzar los 8,500 metros, como ha demostrado la experiencia.
Sin embargo, esto se ignoraba en 1922, en la época en que se hacían los preparativos. Hasta entonces nadie alcanzó una altitud superior a 7,500 metros. Numerosos hombres de ciencia opinaban que no podría llegarse a la cumbre sin una ayuda excepcional, y muchos alpinistas �entre ellos los nuevos miembros de la expedición y especialmente Finch� patrocinaban el uso del oxígeno y afirmaban que era indispensable para asegurar la conquista de la cima. Cuando Somervell reclamó su uso con persuasiva elocuencia, su criterio fue, al fin, aceptado unánimemente por el Comité.
Sin embargo, precedieron al acuerdo ciertas vacilaciones y la prudencia de la decisión tal vez sea dudosa. La mayoría de los expedicionarios no mostraba grandes deseos de emplear oxígeno. El aparato era pesado y de difícil manejo; ni siquiera Somervell llegó a usarlo. Y, al parecer, si no se tenía verdadera fe en el oxígeno no se lograría el éxito apetecido.
Lo que más pesó en el ánimo de los componentes del Comité fue la esperanza de que una pareja de escaladores provistos de oxígeno prepararía la ruta para otros dos alpinistas que no usaran el gas. Empleándolo, sería más fácil llegar a los 7,900 u 8,200 metros o a la altitud que fuera; una vez trillado el camino, seguirían los demás sin obstáculo. En realidad, ocurrió precisamente lo contrario. Siempre los que iban delante eran los exploradores que no usaban oxígeno.
A veces se muestra excesiva confianza en la ciencia y escasa fe en el espíritu humano. La conquista del Everest es una osada aventura del espíritu y acaso hubieran ido mejor las cosas si la confianza en él hubiese sido mayor.

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