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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XXIV

MOMENTOS CULMINANTES


Había llegado el día que decidiría el fracaso o el éxito. Antes de que el sol desapareciera en el ocaso, aquel 4 de junio, Norton y Somervell, o uno de los dos, pondrían la planta en la cumbre del Everest o se verían forzados a retirarse, frustrado de nuevo su intento.
El tiempo era tan bonancible como pudiera desearse. Era un día casi sin viento y de sereno esplendor. ¡Qué lástima! Ahora que el viento se mostraba favorable, los hombres estaban rendidos. No tenían ya las energías con que hubieran contado si, tras el necesario descanso, hubiesen partido del primer campamento y remontado sin prisa el glaciar, aclimatándose gradualmente en la ruta y dejando a los demás las rudas tareas físicas. Norton sostuvo siempre, antes de que los expedicionarios partieran de Inglaterra, que se necesitarían más alpinistas. Se hubieran enviado en mayor número, de no temer que con ello se heriría la susceptibilidad del Gobierno tibetano. La adición de cuatro escaladores hubiera significado, además de otras complicaciones, un aumento, en las primeras jornadas, de animales cargueros; y el Gobierno del Tibet se mostraba ya receloso ante el volumen de aquellas expediciones anuales.
Sin embargo, Norton y Somervell se levantaron henchidos de esperanza al alborear el 4 de junio. Al principio se produjo uno de esos insignificantes contratiempos que suelen molestar tanto en un viaje. Se soltó el tapón del termos, derramóse la bebida caliente que con tanta avidez se esperaba y tuvieron que dedicarse a la ingrata tarea de ir a buscar nieve y fundirla para lograr otro desayuno caliente. En teoría, los jefes de las expediciones al Everest deberían tomar las debidas precauciones para que no se soltaran los corchos de los termos. Pero los accidentes son inevitables aun en las empresas mejor planeadas.
Norton y Somervell emprendieron la marcha a las siete menos cuarto, dirigiéndose hacia la derecha y sesgando en dirección sudoeste a lo largo de la vertiente septentrional, hacia la cumbre, que estaría, en línea recta, a unos metros de distancia y a unos 660 de desnivel. Pudieron ascender directamente hasta alcanzar la cresta y seguirla luego, pero prefirieron avanzar a su abrigo, pues en lo alto tal vez el viento hubiera sido demasiado fuerte. El inconveniente de esa táctica era que, al empezar, cuando más necesitaban el calor del sol, ascendían en la sombra. Marcharon trabajosa y lentamente por una amplia giba rocosa, dirigiéndose a una zona iluminada por el sol. Al fin, jadeando, dando resoplidos y resbalando a veces sobre los pedruscos �lo que los obligaba a detenerse para cobrar aliento� alcanzaron la zona soleada y empezaron a reaccionar.
Cruzaron el trecho nevado, en el que Norton, que iba delante, excavó esforzadamente escalones, y, cuando estarían a una hora del campamento, llegaron al borde más bajo de una ancha zona de roca amarilla, que tan claramente se destaca al contemplar la montaña desde lejos. Tiene unos trescientos metros de anchura y ofreció a los escaladores una ruta segura y fácil al atravesarla diagonalmete, pues la forma una serie de amplias lajas, de una anchura de tres metros o más, paralelas a la faja y suficientemente quebradas para permitir el fácil acceso de una a otra.
La marcha era buena y el día perfecto, pero al alcanzar los 8,387 metros se sintieron muy mal. Norton refiere que experimentó un frío tan atroz y le agitó un temblor tan violento mientras se sentaba al sol en uno de sus numerosos altos, que empezó a temer la proximidad de un ataque palúdico. Sin embargo, llevaba ropa más que suficiente: gruesa camiseta y calzoncillos de lana; camisa de franela de mucho abrigo y dos jerseys, bajo un vestido de calzón corto, algo más delgado, de gabardina especial para proteger contra el viento; vendas elásticas de tela de Cachemira y botas de fieltro, con suela de cuero y refuerzos del mismo material, provistas de los clavos corrientes en el calzado montañero. Cubría toda esa indumentaria con una gabardina muy leve y en forma de pijama de las que fabrica Burberry con la marca "Shackleton". No llevaban pieles a causa de su peso, pero aquella ropa parecía suficiente para calentar a una persona. Se pulsó para ver si sufría un ataque de paludismo, y, con gran sorpresa, observó que tenía sólo unas setenta y cuatro pulsaciones, unas diez más que su lentísimo pulso normal.
Además de esa intensa sensación de frío, Norton empezaba a notar molestias en los ojos. Veía la imagen doblada y en los pasos difíciles no sabía a veces cómo sentar el pie.
También Somervell pasaba sus apuros. Llevaba ya algunas semanas con dolor de garganta; ahora, la respiración en el aire intensamente frío y seco afectaba el fondo de la laringe y tuvo desastrosos efectos para su garganta, ya muy dañada. Con gran frecuencia se veía obligado a detenerse para toser.
También empezaban a sentir ambos los efectos de la altura. A unos 8,400 metros, según dice Somervell, se notó un cambio casi repentino. Algo más abajo podían avanzar con relativa comodidad, haciendo tres o cuatro inspiraciones a cada paso; pero ahora necesitaban siete, ocho y aun diez respiraciones completas entre paso y paso. A pesar de ese promedio tan lento de avance, a cada veinte o treinta metros se imponía un descanso de uno o dos minutos. Norton dice que cifraba su ambición en dar veinte pasos consecutivos montaña arriba, sin pausa alguna para descansar, jadeante, con el codo apoyado en la rodilla; pero no recuerda haber logrado ese límite. A lo sumo, pudo dar trece pasos.
Hacia el mediodía, cuando estarán a unos 8,500 metros sobre el nivel del mar, se acercaban ya al límite de su resistencia. estaban cerca del borde superior de la faja de roca amarilla y próximos al amplio barranco que corta verticalmente el Everest y separa del gran ramal nordeste la base de la última pirámide. Allí sucumbió al fin Somervell a su dolor de garganta. Estuvo a pique de morir por su causa, y si hubiese avanzado algo más es seguro que le hubiera costado la vida. Dijo a Norton que si seguía avanzando no sería más que una rémora v le insinuó que continuara solo la ascensión; luego se acomodó en un saliente soleado para contemplar su marcha.
Pero también Norton tocaba al límite de sus bríos y sólo pudo luchar un corto trecho. Siguió exactamente el borde de la faja rocosa, que, con escasa pendiente, conducía al tajo y lo cruzaba. Pero para alcanzar este último debía doblar la punta de dos pronunciados contrafuertes que llegan hasta muy abajo en la vertiente del Everest. Allí, el avance se hizo mucho más difícil. El declive era muy pronunciado y los salientes donde podía sentar el pie menguaron su anchura hasta tener sólo escasos centímetros. Al acercarse al cobijo del barranco encontró mucha nieve en polvo, que disimulaba traidoramente lo precario del paso. Todo aquel flanco de la montaña está formado por lajas parecidas a las tejas de un techo, y con un ángulo de inclinación muy pronunciado. Por dos veces se vio obligado a volver sobre sus pasos y a seguir una faja distinta de la estratificación. El propio tajo estaba cubierto de nieve en polvo, donde se hundió hasta la rodilla y, a trechos, hasta la cintura; la nieve no tenía consistencia suficiente para sostenerlo si daba un traspié.
Pasado el barranco, la marcha empeoró cada vez más. Tuvo que avanzar de teja en teja, por decirlo así; todas eran lisas y se inclinaban mucho hacia el abismo. Norton empezó a reflexionar que dependía demasiado de un fortuito resbalón de un clavo de sus botas sobre las lajas. Dice que no era un avance difícil en el estricto sentido de la palabra; pero el lugar resultaba peligroso para un escalador solo y sin cuerda, pues un simple resbalón lo hubiera precipitado, según toda probabilidad, al fondo de la montaña.
El esfuerzo de ascender con aquel cuidado empezaba a hacer mella en Norton, que estaba ya rendido. Además, el trastorno de su vista empeoraba y era un serio impedimento. Debía seguir andando aún unos 6o metros por aquella fea zona antes de salir a la cara septentrional de la última pirámide y alcanzar un sitio seguro y la fácil ruta que lo llevaría a la cumbre. Pero era ya la una de la tarde. Su promedio de avance resultaba demasiado lento �sólo ganó una altura de unos 30 metros en una distancia de unos 280 desde que dejó a Somervell� y no tenía probabilidad alguna de escalar los 260 metros que faltaban si quería regresar sin peligro. Volvió, pues, sobre sus pasos a una altura que se precisó posteriormente con el teodolito: 8,578 metros.
Norton, como Somervell, tuvo que abandonar la lucha cuando estaba ya a unas tres horas de marcha de la cumbre. �sta se erguía a más de medio kilómetro, pero, uno tras otro, tuvieron que retroceder. Tenían casi al alcance de la mano una inmarcesible gloria, mas estaban demasiado débiles para conquistarla. Sin embargo, su flaqueza no era precisamente desánimo. Nunca existió hombre de mejor temple ni de más indómito valor que Somervell, ni más sereno y tenaz que Norton. La verdadera causa de haber llegado irremisiblemente al límite de sus fuerzas se hallará mejor en las palabras de su antiguo camarada, el doctor Longstaff. �ste, además de sus conocimientos profesionales ordinarios, posee especial experiencia en exploraciones himalayas y llegó a una altura de 7,000 metros. Con la expedición de 1922 ascendió hasta el tercer campamento (6,400 metros), de modo que, además de conocer a Norton y a Somervell, sabía las circunstancias en que se realizó su intento. Dirigiéndose, en 1925, a los socios del Club Alpino, pronunció estas palabras: "Cuando Norton, Somervell y Mallory subieron hacia el Collado Norte para salvar a los peones, ya estaban derrotados. El pésimo tiempo y los esfuerzos que realizaron en los campamentos III y IV acabaron con sus energías. Su único recurso era regresar sin demora a la base principal para recobrar la "forma". Pero en vez de eso, tuvieron que dedicarse a la agotadora y peligrosísima tarea de salvar a aquellos hombres. Esto, más que otras causas, explica el fracaso. Si Somervell hubiese podido bajar en seguida, acaso se hubiera curado su garganta... La doble visión que sufría Norton no tenía relación alguna con la ceguera que sufrió mis tarde a consecuencia de la nieve: era un síntoma de trastorno de los centros cerebrales superiores, debido a la falta de oxígeno. Pero, a mi ver, su causa no fue tanto la extraordinaria altitud como el absoluto desgaste de energías producido por largas semanas de desmedido esfuerzo: así un corredor se desmaya al llegar a la meta. Las penalidades anteriores causaron la lentitud de su avance en la etapa suprema. Lo que realizaron en aquellas condiciones me convence plenamente de que, en circunstancias de veras favorables, hubieran conquistado la cumbre."
En suma: fue la inesperada adición de las penalidades sufridas al salvar a los trajineros lo que impidió a Norton y Somervell alcanzar la cima, las fatigas que soportaron además de los ordinarios sufrimientos ocasionados por el frío, el viento y la nieve. Al llevar a cabo el salvamento, reafirmaron ese principio de leal compañerismo que debe ser la base de todo el deporte montañero. Pero, a causa de tal acción, perdieron el galardón preciadísimo que hubieran conquistado.
Sin embargo, lo alcanzado por ellos es mucho: demostraron la posibilidad de escalar el Everest. Después de lo que hicieron en circunstancias tan adversas, no podía ya dudarse de que, en condiciones normales, el hombre puede llegar a aquella cima. Alcanzaron una altura casi equivalente a la del Kangchenyonga; los millares de personas que han tenido ocasión de contemplar esa montaña, famosa el todo el mundo, comprenderán lo que representa tan estupenda altitud.
Los que suben al Everest no lo hacen por el simple placer de contemplar el panorama, pero quienes permanecemos en tierra baja quisiéramos saber cómo es el espectáculo que desde allí se domina. Por fortuna, Norton y Somervell poseen sensibilidad de artista y nos hablan de ello. ¿Qué nos dicen ? No gran cosa, es cierto, pues en su estado de agotamiento físico no eran capaces de ese hondo sentir que es factor esencial en la apreciación de la belleza. Sin embargo, sus observaciones poseen indudable valor.
He aquí lo que refiere Norton: "El panorama que se domina desde la formidable altura causa desilusión. Desde tina altitud de 7,600 metros, la inhóspita maraña de picachos nevados y de serpenteantes heleros, cada cual con sus líneas paralelas de morenas, como roderas en una carretera nevada, impone, hasta cierto punto, por su grandeza. Pero ahora nos encontrábamos a una altura muy superior a la de todas las montañas circundantes, y cuanto se extendía más abajo empequeñecíase tanto que se esfumaba en gran parte la belleza del perfil. Hacia el Norte, sobre la gran meseta del Tibet, la vista reseguía cordillera tras cordillera de sierras menores, hasta que se perdía el sentido de la distancia; sólo se recobraba al descubrir una línea de cumbres elevadas que asomaban por el horizonte como minúsculos dientes. El día era notablemente claro y, en un país que posee la atmósfera más límpida del mundo, se enardecía la imaginación a la vista de esas cimas infinitamente lejanas, arrebujadas sobre la curva del horizonte."
Y Somervell escribe: "El espectáculo que se domina desde los puntos más elevados que alcanzamos y aun durante toda la ascensión, es de tal grandeza y magnificencia que no pueden expresarse con palabras. El Gyaching y el Choyo, dos de las montañas más elevadas de la Tierra, estaban a algo más de trescientos metros bajo nosotros. En torno suyo se extendía un prodigioso mar de bellos picachos, todos ellos gigantes entre las montañas, pero enanos bajo nuestros pies. La espléndida cúpula del Pumori, el más hermoso satélite del Everest, era un simple eslabón en la formación vastísima de cumbres y más cumbres. Sobre la llanura del Tibet resplandecía una lejana cordillera a más de trescientos kilómetros. El panorama era, en suma, indescriptible y nos parecía dominar toda la Tierra y poseer casi un atisbo de la visión propia de los dioses."
Casi un atisbo, dice Somervell. ¿Qué hubiera ocurrido de haber logrado llegar a la cima? Hasta entonces sólo vio una de las vertientes y el Everest se erguía aún a cerca de trescientos metros sobre él. Pero desde la cumbre hubiera podido tender la vista en torno suyo; su visión habría sido realmente la de un dios. El propio Everest se habría humillado a sus plantas, estableciéndose, al fin, el señorío del hombre sobre la montaña. Menudo como es, hubiera demostrado que posee mayor grandeza que la titánica serranía. Contemplaría sus dominios hasta los más apartados horizontes: las llanuras indias y la meseta del Tibet ; hacia el Este y el Oeste, a lo largo de la vasta formación de las más poderosas cumbres de la Tierra, tendidas a sus pies.
Tal es la gloria que hubiera conquistado; en gran parte, gracias al sacrificio de otros y a la lealtad de sus compañeros, pero también por su tremendo esfuerzo personal. Y al contemplarlo en el esplendor de esa gloria lograda en tan rudo empeño, en el pináculo del mundo, es seguro que muchos hubieran cobrado nuevos bríos y que en las diversas esferas de la actividad humana hubiera estimulado al espíritu emprendedor.
Ni Norton ni Somervell lograron contemplar esa visión, aunque bien la merecían y sólo la perdieron a causa de su devoción y lealtad hacia sus camaradas. Pero surgiría a menudo en su imaginación cuando el perfil del Everest apareció por vez primera a su vista, al cruzar el Tibet, y fue sin duda el supremo incentivo de todos sus esfuerzos.
Ahora, al saber que nunca conquistarían esa gloria y al volver sobre sus pasos, definitivamente vencidos, ¿qué impresiones sentirían ? Por fortuna, el mismo estado que menguó su capacidad de avanzar, en ruda pugna, hasta la última pirámide, embotó también sus sentimientos y atenuó la decepción. Dice Norton que debiera consignar en sus impresiones el acerbo desengaño que era de esperar entonces, pero no pudo afirmar a conciencia haberlo sentido en gran medida. Por dos veces tuvo que volver la espalda, en un día favorable en que el éxito pareció posible; sin embargo, en ninguna de tales ocasiones experimentó los apropiados sentimientos. Considera el fenómeno como un efecto psicológico de la altitud. En aquellas zonas "las mejores cualidades de ambición y afán de dominio parecen embotarse hasta el aniquilamiento, y se da media vuelta para iniciar el descenso, sin otro sentimiento que el de alivio al ver terminados la tensión y el esfuerzo de trepar".
Sin embargo, el sentimiento de decepción llegó, al fin �y aquel mismo día�. Regresados al Collado Norte, les dieron la bienvenida Mallory y Odell. "No regatearon sus felicitaciones �comenta Norton� por el hecho de que alcanzamos una altitud que estimábamos en más de 8,500 metros, pero sólo sentíamos decepción ante nuestro fracaso."
Estaban desilusionados, pero no les dolía haber realizado el esfuerzo. Somervell, escribiendo el 8 de junio desde el campamento principal, dice así: "Ambos estamos muy maltrechos, pero nos produce gran contento el haber gozado de buen tiempo y de una excelente oportunidad para medir nuestras fuerzas con el enemigo. No tenemos ningún motivo de queja. Instalamos los campamentos. Los peones representaron a maravilla su papel. Logramos conciliar el sueño aun en la zona más alta, a cerca de 8,200 metros. Para la última etapa gozamos de un día esplendoroso, casi sin viento y con sol radiante. Sin embargo, no logramos conquistar la cima. No tenemos, pues, ninguna excusa: hemos sido vencidos en leal combate; nos derrotó la altura de la montaña y la insuficiencia de nuestra respiración.
"Pero valía la pena la lucha; valía la pena cada vez."

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