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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Jungle telefoneó de nuevo. No estaba en Cockfosters, explicó, sino en Richmond. Había visto “Cockfosters”, pero es que el autobús iba a Cockfosters. Este error el había conducido a seguir una equivocada dirección, pero esperaba llegar de un momento a otro. Shute nos describió entonces el material fotográfico, lo esencial del cual estaba constituido por una cámara para film en colores y a tres dimensiones. Esperaba poder filmar así la historia de la expedición bajo todos sus aspectos. La Compañía que había provisto el aparato añadiría los elementos de una intriga sentimental y algunas secuencias de accidentes. Con esto y la introducción de una canción patriótica y la reducción al mínimo de las vistas de la montaña propiamente dichas, se obtendría un film que sería difundido en el mundo entero como una epopeya del heroísmo británico. En caso de que la expedición tuviera éxito, los dos miembros de la misma que hubieran alcanzado la cima, bajo condición de que fuesen fotogénicos y que tuviesen menos de sesenta años, se verían obligados a suscribir un contrato de cine para el film titulado Tarzán y los abominables hombres de las nieves. En aquel momento nos trajeron un telegrama que declaraba: “Barking Creek a la vista diecinueve horas treinta. Rumbo Oeste—Norte—Oeste. Llegada pronta. Tiempo fría, pero bello —Jungle”. El telegrama venía de Hounslow. Barley se despertó de un bostezo formidable, y declaró que era irrazonable embarazar a una expedición himalayense que tenía por fin llevar dos hombres a la cima del Khili—Khili, con todo un revoltijo de material científico. Según él, un sabio en una expedición era aún más estorbo que los instrumentos que llevaba, lo que no era poco decir. Nos contó la aventura de su amigo Groag, que compartía una tienda con un sabio cuando la expedición de 1923 al Thara—Tatah. Como todos los sabios, éste era muy distraído. Un día preparó, por descuido, el té utilizando, en lugar de agua, una solución de sulfato e cobre. Durante quince días Groag y él se quedaron azules y ciegos a los colores, incapaces particularmente de distinguir el azul del blanco. Este mismo sabio cayó por un campo de nieve, pues había tomado el cielo azul por la prolongación del tapiz de la nieve. No fue salvado, tras de muchos esfuerzos, más que gracias a la abnegación de Burley, que había tenido la mala suerte de estar ligado a él por una cuerda. Burley afirmó que cualquier otro hubiera abandonado a este triste compañero a su suerte. Wish replicó que no creía una sola palabra de esa historia. El mismo había bebido litros de té al sulfato de cobre, sin sufrir la menor alteración. El azulamiento era debido a la cardiosíntesis del flujo sanguíneo provocado por la rarificación de la atmósfera. Y negaba eso de que todos los sabios sean distraídos. En aquel momento llamaron a la puerta. Era un sargento de la comisaría del barrio. Un policía de Lewisham había visto a un extranjero que rondaba por la proximidad de la fábrica de gas. Se le había encontrado en posesión de mapas y de instrumentos de navegación, y había sido detenido como espía. Había declarado llamarse Forest y dado esta dirección como referencia. Tranquilizamos al sargento y le rogamos que transmitiera a Jungle un mensaje diciendo que lo esperábamos incesantemente. Constant nos habló del Yoguistán, el país que tendríamos que atravesar antes de llegar al pie de las montañas. Los indígenas —dijo— eran gente vigorosa, de carácter independiente; tenían un natural amable y una imperturbable dignidad, que no excluía grandes disposiciones para la alegría. Su dialecto, que él había estudiado especialmente, era una rama de la lengua aneroido—megalítica. Este dialecto no comprendía verbos, y se pronunciaba enteramente con el estómago. Prone arguyó que esto era absurdo; si esa gente hablaba con el estómago, deberían sufrir una gastritis permanente. Constant repitió que ésta era, en efecto, la enfermedad nacional, puesto que era hipodérmica en el noventa y cinco por ciento de la población. Prone dijo entonces que, si esto era exacto, no veía cómo podían ser alegres. Constant replicó que esto se debía a su fuerza de carácter. Añadió que no estaba acostumbrado a ver su palabra puesta en duda, y que si Prone persistía en esta actitud poco comprensiva, él, Constant, se vería obligado a dirigirle un ultimátum. Prone nos habló seguidamente del problema de mantener la buena forma física que era indispensable para nuestros logros. Nos rogó que siguiéramos al pie de la letra los consejos que había elaborado a este respecto para nosotros, y nos dio a cada uno unas cuantas cuartillas mecanografiadas en pequeños caracteres. Nos afirmó que, si seguíamos sus consejos, podía garantizarnos que estaríamos al abrigo de la enfermedad. En este momento de su discurso se vio interrumpido por un violento ataque de tos, y hubo que palmearle la espalda. Fue Constant quien le administró grandes palmadas, que me parecieron ser ejecutadas con más vigor, quizá, del que fuera necesario. Fuera como fuese, Prone le devolvió las palmadas, y esto hubiera podido ser el principio de un molesto incidente si Prone no hubiera sufrido justamente un ataque de estornudos que le puso en total imposibilidad de defenderse. Yo aproveché para agradecerles a todos su colaboración; yo tenía la firme convicción —declaré— de que estas pequeñas divergencias de opinión que podían manifestarse entre nosotros no eran más que la prueba de la loable franqueza que debiera presidir nuestras relaciones, y que esperaba, desde luego, que formaríamos un equipo unido y perfectamente a la altura de su tarea. Les recordé las palabras de Totter: “En una expedición de este género, los deseos del individuo deben ser subordinados a la causa común.” Constant dijo “amén”, y sobre esta nota solemne, despertamos a Burley, que se había dormido de nuevo, y echamos la última mano a nuestros preparativos para la partida al día siguiente.
* * *
Al día siguiente embarcamos en Tilbury. En el momento en que yo subía a bordo, me dieron dos telegramas. El uno decía: “Mis mejores deseos. Recuerden que no es el Mont Blanc— Totter”. Y el otro: “Avería en Aberowmsopanfach. Me reuniré vosotros por avión. Enviad cien libras. —Jungle”

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