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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Esto ponía la situación bajo otra luz. Me arrepentí de mi juicio demasiado precipitado. He discutido después este asunto con Totter, quien me ha confirmado en mi opinión primera, a saber: que el primer mensaje no respondía a la mejor tradición. Quiero hacerme perdonar las sospechas injustas y sin fundamento que me habían llevado a pensar que la demanda de una segunda botella no se justificaba. La demanda de mis compañeros estaba perfectamente motivada, no se puede negarlo; nosotros no incriminábamos —nosotros, es decir. Totter y yo— mas que la forma en que estaba redactado, que no tenía en cuenta la delicada posición en que me encontraba. Pero me es difícil a mí, que al menos estaba sobre terra firma, enjuiciar los sentimientos de mis camaradas en el fondo de la grieta. Quizá, después de todo, me haya mostrado injusto hacia ellos; en este caso, les renuevo aquí mis excusas más sinceras. No perdí, naturalmente, tiempo en responder a su última y urgente demanda, y les dirigí el champaña con una nueva nota en solicitud de instrucciones. Su mensaje siguiente declaraba: "Jungle, presa de convulsiones. Envíe a Prone con cinco botellas." Esta noticia llevó al colmo mi inquietud. Me parecía que el champaña era lo último que se podía recomendar en caso de convulsiones. Pero Prone, que por enfermo que estuviera se había virilmente dominado al tomar conocimiento del mensaje, me afirmó que era exactamente lo que hacía falta. Descendió, pues, a su vez. Les di tiempo para examinar la situación y después subí el cable. Recogí una botella vacía, con una nota alrededor del cuello de la botella portadora de una sola palabra: Yupi. En aquel mismo instante, sonidos extraños comenzaron a llegarme de la grieta. No pude, al principio, dar crédito a mis oídos; pero me fue forzoso concluir, al fin, que mis camaradas cantaban. Mi conocimiento del folklore de la lengua inglesa me permitió incluso identificar, con una casi seguridad, el aire de Oh, my darling Clementine! El resultado no era desagradable, y me alegré de comprobar que mis compañeros no habían perdido el coraje; pero, a menos que en su espíritu esta canción no constituyese un mensaje en código, este recital no era de ninguna ayuda en el dilema en que yo estaba sumido. A pesar de su presencia de ánimo, mis compañeros se encontraban en una situación muy peligrosa. Tal parecía ser también la opinión de Constant. —Tienen necesidad de mí ahí abajo—dijo. Y sin dejarme tiempo para comprender que es lo que iba a hacer, mi intrépido compañero había metido en sus bolsillos algunas botellas, amarrando la cuerda alrededor de una roca y deslizándose por el abismo. Pasó el tiempo; los cantos continuaban. Descendí y remonté varias veces el cable, pero ningún mensaje llegaba. Yo estaba al borde de la desesperación. Seis vidas humanas dependían de la claridad de mi razonamiento y de mi espíritu de decisión, pero yo estaba desamparado. Me invadió el deseo de descender a mi vez, aunque fuera para perecer con mis compañeros; pero me contuvo la consideración de que entonces estaríamos privados de todo medio de comunicación con la superficie.

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