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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Pasamos en la sala de espera de la estación una noche muy incómoda y hambrienta, pues mientras que no se arreglara la situación con el bang, no se podía proceder a la descarga de nuestro equipo, y en la ausencia de Constant no nos atrevíamos a aventurarnos en el hotel del poblado. Al alba volví al anden, donde Constant proseguía su discusión con el bang. Nuestro amigo me explicó que, en yogistanés, la palabra que significa tres era idéntica a la que significaba treinta, con la diferencia de una especie de relincho en el medio. Era, evidentemente, imposible significar este relincho por telegrama, y el bang había interpretado el mensaje como una demanda de treinta mil portadores. Los treinta mil hombres en cuestión hacían mucho ruido ante la estación, y Constant me dijo que ellos reclamaban comida y un mes de paga. Si rehusábamos, temía que nos robaran todo. No había otro remedio que satisfacer sus exigencias. Se alimentó, pues, a los treinta mil portadores —al precio de muchos esfuerzos y de grandes gastos—, y tres días más tarde pudimos partir para nuestro viaje de ochocientos kilómetros con los tres mil hombres que habíamos escogido. Los trescientos setenta y cinco muchachos que completaban nuestros efectivos fueron reclutados sobre el lugar. Los muchachos no faltan en el Yogistán, y parece que sus madres están encantadas de deshacerse de ellos. El viaje hasta el macizo del Khili-Khili se desarrolló sin incidentes. Seguimos una serie de ríos encajados en gargantas profundas, entre paredes abruptas que se elevaban hasta alturas de diez mil metros, y aún más. Pasábamos, a veces, de un valle a otro por puertos situados a siete mil metros sobre el nivel del mar, para después ir por lechos de ríos a menos de cincuenta y un metros de altura. Tan abruptas eran las pendientes de estos valles, que la vegetación pasaba de las especies tropicales a la flora ártica en una distancia de mil quinientos metros; es decir, que nuestros botánicos estaban en su elemento. Yo no soy naturalista, pero me esforcé en manifestar un interés comprensivo ante el trabajo de mis compañeros, animándoles a venir a mostrarme sus descubrimientos. Yo les debo los pocos conocimientos que poseo ahora en este dominio. Las pendientes bajas estaban amenizadas por espesuras de facetias y persiflajes, entonces en plena floración, y la brisa traía sin cesar a nuestro olfato el perturbador aroma de las rodencias. La nostalgia, que florece en todas partes, excepto entre nosotros, se encontraba en abundancia, así como la universal gogueta. Más arriba, los sombríos parterres de sospechas y melancolías cedían la plaza a los últimos taludes herbosos ante las nieves eternas, donde no crecía nada, salvo, a veces, un excentricular solitario o una vanidad marchita. La fauna tenía también con qué regalar al ojo. El chivo emisario estaba naturalmente muy extendido. A veces, en la noche, yo veía una sombra furtiva que Burley identificó como perteneciente a un patibulario tibetano. Una tarde, Shute, en el colmo de la excitación, me designó una criatura de aspecto poco animador, asegurándome que era un perro de aguas. Burley juró que no era un perro de aguas, sino un horror peludo; quizá había querido bromear. Burley tiene un sentido del humor bastante pobre. Me contó un día que él había sido seguido por una vaga sospecha, lo que era evidentemente absurdo. Todos estábamos, no hay que decirlo, ávidos de ver al abominable hombre de las nieves, que ha hecho correr tanta tinta. Esta criatura fue vista por vez primera por Thudd en 1928, no lejos de la cima del TrahLalah. Thudd le describe como una criatura de apariencia humana, de unos dos metros diez de altura, cubierto de piel azul y con tres orejas. El hombre de las nieves emite un pequeño silbido y huye corriendo a una velocidad asombrosa. El segundo encuentro con el hombre de las nieves tuvo lugar cuando la expedición de reconocimiento emprendida en 1931 por los Bavarois hacia la barrera del Hi. En esta ocasión fue visto por tres miembros de la expedición a una altura de ocho mil metros; sus testimonios son bastante contradictorios, pero todos están de acuerdo en afirmar que la criatura llevaba un pantalón. En 1933, Orgrind y Stretcher descubrieron huellas de pasos sobre una pendiente nevada debajo del Youpala, y al año siguiente, Moodles oyó gruñidos a diez mil metros. Después, nada hasta 1946, fecha en la que Brewody tuvo la fortuna de ver al monstruo desde muy cerca. Según Brewody, no tenía pelos ni piel de ninguna clase, y se parecía a un ser humano de estatura normal. Llevaba un paño y hablaba sólo en rudistanés con un fuerte acento de Birmingham. Al ver a Brewody, el monstruo saltó sobre una roca y desapareció. Tales eran los escasos informes recogidos hasta entonces, y nosotros sentíamos deseos de aportar a nuestra vez nuestra cosecha de informaciones. El más ansioso de entre nosotros era Wish, que alimentaba, quizá, la secreta esperanza de añadir el Eanthropus Wishi al árbol genealógico de la familia humana. Wish pasaba largos ratos por encima del límite de las nieves eternas, examinando toda cosa susceptible de ser una huella de pie; pero aunque oyó gruñidos, silbidos, suspiros y borborigmos, no descubrió ningún indicio válido. Su entusiasmo se enfrió considerablemente cuando, después de haber seguido durante toda una semana las huellas de unos pasos sobre una vertiente de montaña muy escarpada, comprobó que era la pista trazada por un portador enviado por Burley. Los portadores parecían poco entusiasmados. La montaña, para ellos, era la oficina. Habíamos convenido una jornada de ocho horas, por la cual recibiría cada uno cinco bohees (1 peseta 80 céntimos). Nada en el mundo podría persuadirles a trabajar más allá de esas ocho horas, a no ser el dinero. Cuando parábamos la marcha, se ponían en cuclillas en grupos, fumando un horrible tabaco llamado groku. Tenían un aire en extremo avinagrado. Su aspecto contrastaba tanto con la descripción que de ellos nos había dado Constant, que me vi obligado a preguntarle discretamente. El me explic6 que tenían la costumbre de vivir por encima de los siete mil metros; sus cualidades no comenzaban a manifestarse mas que a esta altura. Me afirmó que irían mejorando a medida que fuéramos ascendiendo, y que a trece mil trescientos metros alcanzarían el summum de esa imperturbable dignidad que no excluía la alegría. Esto me alivio grandemente. En su trabajo de portadores no había nada que reprocharles. A pesar de su pequeña talla —raros eran los que sobrepasaban el metro cincuenta—, eran casi tan anchos como altos y muy robustos. Cada uno de ellos llevaba una carga de cuatrocientos cincuenta kilos. No se podría encomiar demasiado a los portadores, sin los cuales la expedición hubiera conocido el fracaso.

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