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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Le rogué me dijera algo mas, afirmándole que una preocupación compartida pesaba menos sobre el corazón. El pobre me manifestó estar de acuerdo en esto con alguna reticencia. Pero terminé por vencer al tímido y me contó su triste historia. Era de una familia pobre. Su padre era un descubridor de yacimientos de petróleo en paro, uno de esos artesanos de antiguamente, orgulloso de su estado y al que horrorizaba pedir limosna. Para enviar a su hijo a la Facultad debió meterse el orgullo en el bolsillo y tragarse muchas afrentas. Prone me dijo que la vista de su padre tragando afrentas todos los días era el recuerdo más vivo de su adolescencia. Percibía socorros de seis obras de caridad bajo ocho identidades diferentes; escribía cartas solicitando limosnas, cartas llenas de amenazas y cartas anónimas; robaba, atacaba a los repartidores de los giros, se apoderaba de los bolsos de las señoras, birlaba los caramelos a los niños y escribía artículos de arrepentimiento en los periódicos salvacionistas. Sacrificios tan obstinados habían decidido al joven Prone a consagrarse enteramente al cumplimiento de los deseos de su padre. Resolvió que ningún obstáculo le impediría alcanzar este lejano ideal: llegar a ser médico de barrio. Su primer cliente fue una viuda a quien la lectura de los periódicos de su hijo había completamente pervertido. Desde su primera visita odió al joven médico y concibió el horrible proyecto de casarlo con ella. Ella le dijo que si no la tomaba por esposa, le acusaría públicamente de haber extraviado su tarjeta de seguridad social. Antes que arriesgarse al deshonor y ver rotos los sueños de su padre. Prone consintió. Se casaron en Gravesend la víspera del día de Todos los Santos. Su vida conyugal había sido un largo martirio. Su mujer era un monstruo de aspecto humano. Encantadora con los extraños, era demoníaca en la intimidad. Lo que ella le hacia sufrir era demasiado horrible para que se pudiese contar. Sus hijos —tenían ocho, y esperaban un noveno— eran dignos herederos de tal monstruo, y cada uno de ellos era más antipático que su precedente inmediato; tanto, que por un proceso bien comprensible de extrapolación, el que no había nacido aún le parecía a Prone una criatura salida de un film de horror. Nadie —me sonrió Prone— podía tener la menor idea de lo que él había sufrido. Sus sábados por la tarde eran verdaderas pesadillas. Su patético relato me conmovió. Aseguré a Prone que gozaba de toda mi simpatía, y le propuse ayudarle en la medida de mis fuerzas. Me dijo que esto era muy amable por mi parte y que había algo que podría hacer por el: deseaba experimentar un suero contra la peste. ¿Vería yo algún inconveniente en que lo ensayase sobre mí? No hay que decir que me mostré encantado de hacerle este pequeño servicio. Cogió su jeringa hipodérmica y me administró una generosa inyección. Me confió después que le había encantado el resultado. El pinchazo debía tener por efecto hundirme rápidamente en un profundo sueño, y así terminó la única conversación a corazón abierto que he tenido con Prone.

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