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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Nuestra comida aquella tarde no fue tan repugnante como me había temido; fue solamente indigesta. Pero Constant dijo que esto era, probablemente, porque Pong no se había acostumbrado aún a la cocina en grandes alturas: en su opinión, cuando se acostumbrara, sería mucho peor. Fuera lo que fuese, aquella cena nos impidió a los dos dormir, y yo lo aproveché para inquirir con bondad de la vida privada de Constant. Le dije que no había podido comprender muy bien cuales de entre nosotros tenían novia y cuales no la tenían, y le pregunté si había dejado una novia en Inglaterra. Me respondió que no. Le pregunté si sus padres vivían aún. Me respondió que sí. Le pregunté si tenía hermanos o hermanas. Me dijo que sí. Yo le confié que tenía tres hermanas. El me dijo: "¡Oh!" Algo no iba bien; bastaba tener antenas, como es mi caso, para comprenderlo. Estuve algún tiempo preguntándome cuál sería el mejor medio de establecer contacto con Constant y meditando sobre la soledad del alma humana, sobre todo en la aflicción. Sospechaba que el carácter taciturno de Constant escondía un corazón herido. Este es un género de situación que un jefe digno de este nombre tiene a veces que afrontar, y, sin duda, éste es uno de los casos en los que la caridad exige que no se tengan en cuenta los sentimientos de los demás. Por difícil que sea hablar de las propias desgracias, es siempre un alivio; generalmente, es más caritativo hacer hablar a alguien de sus propios sufrimientos que respetar su deseo superficial de dejarlos en silencio. El mejor medio de provocar las confidencias es comenzar por hacerlas. Adivinando que la reticencia de Constant tenía su origen en una historia de amor desgraciado, le conté una aventura por la que yo había pasado, y cuya herida, si un día me había hecho sufrir mucho, estaba hoy completamente cicatrizada. Esperaba animarlo así a esperar que su dolor también pasara. No hizo ningún comentario a mi historia; yo observé entonces que todos habíamos conocido experiencias semejantes. Ninguna reacción. Pero oí algo extraño, y al mirar a Constant vi que estaba sacudido de estremecimientos. ¡El desgraciado sollozaba! Conmovido, le puse una mano en el hombro. Los sollozos redoblaron. —Cuéntemelo, mi viejo —dije afectuosamente. Creí que iba a perder todo control de sus nervios. Pero poco a poco la crisis pasó. Y comprobé que sus mejillas estaban mojadas por las lagrimas. —Cuéntemelo —repetí. De nuevo metió el rostro bajo las mantas, mientras que algunos últimos sollozos le sacudían. Después permaneció perfectamente inmóvil. Yo sentía que ahora la atmósfera no era la misma y esperaba con impaciencia. No fui decepcionado. Se puso a hablar lentamente, primero con un tono vacilante; después, con una animación creciente. Desde su infancia Constant había sido siempre un apasionado por el circo, y, a pesar de los esfuerzos de sus padres por apartarle de él, esta pasión le había durado toda su vida, no haciendo más que afirmarse con los años. Los recuerdos más felices de Constant estaban todos ligados al circo; la mezcla tan particular de carácter, grandilocuencia y fantasía que encontraba en el circo respondía en él aún apetito novelesco sólidamente arraigado. Era —decía— esta misma tendencia la que le había guiado en la elección de carrera cuando había decidido a consagrarse a la diplomacia. La gente de circo era para él otra cosa que la gente corriente. Todos sus sueños de niño estaban centrados alrededor del circo. Y su primero y único amor había sido una artista de circo. Se llamaba Stella. Hacía un numero con una troupe de focas. Era —me aseguró Constant— la más encantadora criatura del mundo. Nobles y príncipes la adoraban; pero ella tenía un corazón sencillo, y rehusó a todos; había hecho la promesa de casarse con un hombre sencillo y darle hijos sencillos. Se amaron desde la primera mirada y fueron felices como sólo pueden serlo aquellos que se aman por primera vez. El asistía a todas sus representaciones; ella le enviaba besos dos veces cada tarde, más el miércoles y el sábado, en matinee. No había más que una sombra en la perfección de su paraíso privado. Travers, el viejo macho de la troupe de las focas, no amaba a Constant. Stella decía que era por celos. El ladraba cada vez que Constant se acercaba a ella, y durante las representaciones se aproximaba al borde de la pista y le hacia muecas que espantaban a los niños. Pronto se puso a rehusar todo alimento. La crisis estalló el día que Stella apareció llevando en el dedo por primera vez el anillo de pedida. Al ver el anillo, Travers lanzó un grito que desgarró el corazón de todos los que lo oyeron. Se lanzó al suelo y metió la cabeza debajo de sus aletas. Stella estaba desesperada. Se sentía muy ligada a sus focas, y su dolor la hacía sufrir como si se hubiera tratado de un hijo. Declaró a Constant que no podía soportar la idea de apenar durante más tiempo a Travers. Además, ella tenía una gran confianza en el juicio de la foca; la aversión que Travers experimentaba por Constant era, quizá debida a algún grave defecto que veía en éste y que ella misma no había sabido descubrir. Si Constant no podía hacerse simpático a las focas, todo debía terminar entre ellos. Constant juró que ganaría su amistad. Esta era una empresa hecha para seducir su alma novelesca. Se fue a los puertos más lejanos para traer a Travers chucherías frescamente pescadas y se pasó muchas tardes ante la foca intentando conquistarla. Pero la bestia permanecía insensible. Travers no aceptaba alimento más que de la mano de Stella, y aún muy poco. Se puso tan delgada como una anguila. Constant estaba desesperado. Consultó autoridades en materia de psicología focuna, y fue a ver a viejos lobos de mar a los cuatro rincones del mundo. Se pasaba las horas muertas en su bañera ensayando, tratando de ponerse en el lugar de Travers. Los dedos de los pies se le quedaron definitivamente arrugados, pero el secreto del afecto de la foca le seguía resultando un misterio. Un día que, presa de la más negra desesperación, erraba por el West End de Londres, fue acometido de un irreprimible deseo de justificar su triste condición entregándose a un acto que le envilecería para siempre. Lanzando un grito que conmovió la existencia de tres peatones, se precipitó como un poseso a un cine que no proyectaba más que cortometrajes. Acababa de comenzar un dibujo animado. Las primeras imágenes mostraban una ribera rocosa en la que una bonita sirena encantaba con sus canciones a las criaturas del mar. Entre su auditorio se encontraba una gruesa foca, estallante de salud, que escuchaba con una expresión de completo éxtasis. Gimiendo, Constant se dio cuenta de que esta foca era el retrato mismo de Travers cuando aún era feliz. Salió del cine corriendo, saltó a un taxi y se hizo conducir a toda velocidad al circo. Allí se precipito donde Travers y, poniendo su corazón al desnudo, dio una interpretación vibrante de pasión al Te he dado mi corazón. El efecto fue asombroso. Los leones se pusieron a rugir; los perros, a aullar; los elefantes, a barritar y a patear el suelo. Un acróbata cayó sobre su partenaire y tres clowns plantearon su dimisión en el cuarto de hora que siguió. Pero Constant no se preocupaba apenas de estos menudos incidentes, pues Travers estaba sentado en el agua, exhibiendo una sonrisa de perfecta beatitud, y acompañaba a Constant con una voz de bajo bien timbrada. El director del circo corrió para ofrecer a Constant un contrato fabuloso. Constant le apartó y se precipitó hacia Stella. Volvieron los dos en seguida, y Constant reemprendió su dúo con Travers. Stella lanzó un grito de amor y se echó en los brazos de Constant. Travers entonces emitió un rugido cavernoso. Estupefacta, ella se volvió hacia el animal e intentó acariciarle la cabeza. Ante el horror de Stella, la foca le mordió la mano. Aquello fue el fin. La foca había transferido su afecto a Constant y experimentaba hacia Stella unos celos rabiosos. Furiosa y con el corazón roto, ella dijo a Constant que se fuera llevándose al animal cuyo corazón le había robado. El cogió a Travers en sus brazos y huyó, sollozando, a la calle, donde cogió un taxi hasta el Zoo. Durante todo el trayecto, Travers no ceso de acompañarle cantando Te he dado mi corazón. Constant había de nuevo estallado en sollozos, el rostro hundido en su saco de dormir. Yo esperé a que pasara la crisis; después le aseguré que contaba con mi profunda simpatía, y le dije que sabía cuán grande habría sido el alivio que habría sentido al contarme todo esto. El movió la cabeza. Ya —afirmó— se sentía mejor. Comenzaba incluso a creer que había terminado por vencer su pesar. Me volví para enjugarme una lágrima furtiva. Las recompensas del oficio de jefe no son siempre tan inmediatas ni tan intensas. Cuando hube dominado mi emoción, le pregunté qué había sido de Travers. El desgraciado animal —me dijo— había formado una coral entre las focas del Zoo. Constant iba a cantar con ellas todos los sábados por la tarde.

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