Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998
La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.
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Continuamos nuestros esfuerzos, pero no llegábamos a coordinarlos. Ya tirábamos cada uno hacia nuestro lado del mismo extremo de la cuerda, ya rodábamos por el suelo, enredándosenos las piernas; a veces, también, en una valiente tentativa para liberarnos un brazo, nos enviábamos mutuamente un puñetazo al ojo. Los dos estábamos al borde del jadeo. Estabamos llenos de cardenales y de dolores de estómago que nos hacían retorcemos por el suelo, complicando aún más la situación. Y no cesábamos de caer dormidos y de despertamos en medio de las más horribles pesadillas. Para terminar de arreglar la noche, la tienda se cayó sobre nosotros. Nos resignamos. Nos quedamos donde estabamos esperando el día. Cuando hubo claridad, logramos levantar la cabeza y miramos. —Esto no puede continuar— dijo Constant. No se podía resumir mejor la situación, estimé yo. Había que descender, como fuera, al campamento I. Pero debíamos antes salir de la tienda, lo que a nueve mil seiscientos metros no era una cosa tan fácil. Después de algunos instantes de esfuerzos, tuvimos que parar a recobrar el aliento. Teníamos las manos heladas, y tuvimos que ponernos los guantes, lo que hizo prácticamente imposible nuestros trabajos de desembrollamiento. En mi desesperación, estuve tentado por un momento de abandonar. Estaba tumbado, jadeante, con Constant sentado sobre mi cabeza, los brazos atados a la espalda por un extremo de la cuerda, las piernas aprisionadas en el saco de dormir y bajo los pliegues de la tienda. Por tercera vez creí en la posibilidad de un fracaso. ¿La montaña iba, después de todo, a revelarse demasiado fuerte para nosotros? Para agravar más las cosas. Pong llegó con el desayuno. Después de una lucha breve y viril contra la náusea, Constant envió a Pong a buscar a So Lo y Lo Too. Estos pusieron en seguida manos a la obra y, después de lo que nos pareció una eternidad, fuimos de nuevo hombres libres. Dimos la orden a los portadores de instalar de nuevo nuestra tienda y nos retiramos a la suya, donde pasamos un largo momento haciendo hervir nuestros zapatos, a fin de deshelarlos. Pong nos siguió con el desayuno, preparado a partir de los restos de la víspera, hechos más incomibles aún, pues se habían quemado. Nos forzamos a tragar algunos bocados, tapándonos la nariz y cerrando los ojos, repitiéndonos que todo por la expedición. Tomamos después algunos comprimidos para el estómago y discutimos nuestros planes de campaña. Eran muy simples. Teníamos que ganar el campamento I lo más rápidamente posible y repartir sobre el mayor numero posible de estómagos el fardo de Pong. Avisamos a nuestros compañeros por radio diciéndoles que nos esperaran. No les dijimos nada de Pong, por temor a provocar el pánico. Jungle me respondió que nos esperarían. Burley —nos anunció— acababa de aclimatarse; pero estimaba que un día más en el campamento I no podría hacerle más que bien. Los demás también pensaban que un día de reposo suplementario les sería conveniente. Partimos de madrugada. Nuestros zapatos mojados se helaron rápidamente; aparte de una elevación —poco probable— de la temperatura, sólo la amputación podría separarnos de ellos. Tropezábamos sin cesar y nos dormíamos a veces donde caíamos. So Lo y Lo Too nos salvaron muchas veces la vida; pero, sin duda, terminaron por cansarse, pues nos echaron encima de su carga y nos llevaron así hasta el final de la jornada. A nueve mil metros recomenzamos a buscar el campamento I, y una vez más, a pesar de las instrucciones que se nos transmitían por radio, no conseguimos encontrarlo. Desesperados, decidimos seguir hasta la base avanzada. Llegamos allí al caer la tarde, en un estado de completo agotamiento. Nuestro primer cuidado fue deshelar nuestros pies. Para esto, metimos los pies en un cubo lleno de nieve fundida, que hicimos en seguida hervir sobre un hornillo de gasolina. Afortunadamente, teníamos zapatos de repuesto. Tuvimos después de esto una breve conversación con el campamento I y nos fuimos a acostar, rehusando beber nada ni comer nada.
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