Después de una frugal cena de lentejas y pemmicam, me encontré suficientemente repuesto y sentí deseos de tener una franca conversación con Wish. Wish era un sabio acostumbrado a mirar de frente a la verdad; por ello vi natural el confesarle que me interesaba mucho en el estado amoroso del equipo y el preguntarle si por su parte tenía novia. Me respondió que esta era una cuestión muy interesante, en efecto. Le dije que esa era mi opinión, y entonces permanecimos por unos instantes silenciosos. Al cabo de algunos instantes, le recordé que no había respondido a mi pregunta; yo esperaba —añadí— que él interpretaría rectamente mi interés. Él me aseguro que desde luego, que estaba conmovido del interés que le manifestaba. Pero que él mismo no tenía sobre la cuestión una opinión bien definida. Le afirmé que me encantaría el que se confiara a mí. Me contó entonces su historia, pero lenta y penosamente. ¡El pobre! Tan viva era su emoción, que las palabras le llegaban difícilmente a sus labios. Había tenido siempre deseos de una novia, me dijo. Ya desde cuando era niño este deseo llenaba su corazón. Pedía siempre al Papá Noel le enviara una, y sus decepciones repetidas le habían llevado a conocer, a una edad muy tierna, un sentido de la desilusión que más de un hombre hubiera podido envidiarle. Cuando descubrió que el Papá Noel no existía, decidió en su pequeña cabeza que no podía tener confianza en sus padres. De ahí a dudar de todo lo que se le decía no había más que un paso. A los seis años ya era un perfecto escéptico. Me preguntó si yo podía comprender sus sentimientos. Le dije que sí; un niño sensible e inteligente podía muy bien reaccionar de esa forma. Yo tenía, por mi parte, desde hacía largo tiempo, dudas sobre la conveniencia de la creencia en el Papá Noel, y la experiencia de Wish me interesaba vivamente. Le rogué que prosiguiera su relato. A la edad de siete años había pedido a su padre que le revelara los misterios de la vida, especialmente en lo que concernía a las novias. Pero él juzgó perfectamente increíble lo que se le enseñó; eso le pareció más inverosímil aún —me dijo— que la existencia del Papá Noel. En su confusión, consultó a algunos de sus pequeños amigos que, igualmente desconcertados, interrogaron a sus padres sobre esta cuestión. Las explicaciones que le dieron eran tan variadas y contradictorias, que el pobre niño se encontró confirmado en su opinión de que todo eso no eran más que mentiras. Estaba convencido de que las novias no existían más que el Papá Noel. Los padres de sus pequeños amigos se habían emocionado de ese súbito interés por un tema tan delicado. Habiendo descubierto quién era el origen de ese movimiento, se reunieron en consejo y, después de madura reflexión, escotaron para comprar al joven Wish una honda, con la esperanza de que eso desviaría sus preocupaciones hacia otros temas. Aparte de los gastos de vidrios rotos, se mostraron muy satisfechos del resultado. El placer bien natural que experimentaba el niño en poseer un aparato de destrucción desvió efectivamente su atención del problema de las novias, suprimiendo así una tensión interna que hubiera si no podido provocar —¿quién sabe?— quizá una carrera política. Algunos años más tarde, cuando era estudiante, el interés que había dedicado a este tema se encontró reavivado por una observación hecha de paso por una sirvienta. Consultando obras de referencia y dirigiéndose a las autoridades en la materia, adquirió muy pronto un conocimiento exhaustivo de las creencias establecidas sobre la cuestión. Pero su escepticismo era aún más robusto que su credulidad. A pesar de un vivo deseo de creer, era incapaz. Tenía la impresión —me dijo— de ser el único de toda la raza humana en ser capaz de percibir la penosa verdad y en escapar al confortable espejismo de la ilusión. Llegó a creer que su misión en la vida era revelar a la Humanidad la luz que él solo había sido capaz de distinguir. Era elocuente, hábil en las discusiones, y fundó un grupo titulado "¿De dónde venimos?", cuya divisa era: "¿Adónde vamos?" Escribió incluso una monografía que llevaba por título “Las novias: un mito patético”, que fue publicada por las "Ediciones de la Razón" y cuyas diez ediciones fueron sucesivamente agotadas. Su negativa obstinada a no creer nada de lo que se le enseñase le llevó a ser expulsado de la Universidad. Los adheridos a su grupo le hicieron una escolta triunfal y le proclamaron primer mártir de la nueva falta de fe. Pero no debía tardar, como muchos jóvenes antes que él, en comprender que el mundo de los hombres y los negocios se parecía muy poco al mundo de sus sueños. Su primero y brutal despertar se produjo un sábado, por la tarde, en el bar "La Ardilla Psíquica". Wish acababa de arengar a los consumidores, como de costumbre, después de haber expuesto, estimaba él, de una forma particularmente brillante y clara, su teoría del escepticismo. Apenas había terminado, cuando un señor de cierta edad, y de un género más bien excéntrico, pronunció algunas frases que tuvieron el don de hacer perder a Wish toda su suficiencia. El desconocido declaró que no negaba a Wish ciertos vagos resplandores prometedores en tanto que escéptico. Pero tenía aún mucho camino que recorrer. Le era preciso aprender la verdad fundamental, a saber: que el verdadero escéptico es escéptico por disposición de espíritu más bien que por convicción; que el ropaje intelectual con que viste su escepticismo no tiene más importancia que las demostraciones del creyente; es decir, que sirve para violar más la verdad que para revelaría toda desnuda. Además, sabiendo que su espíritu le permitirá poner todo en duda, el escéptico desprecia el método que consiste en formular su incredulidad; debe contentarse con viviría. Pero incluso —declaraba el viejo señor— esto era ir demasiado lejos. El verdadero escéptico rehusaba incluso creer en sí mismo y en su propio escepticismo. Guardaba una amplitud de ideas indiscernible de la ausencia de ideas; su escepticismo encontraba su última expresión en la aceptación de los prejuicios ciegos como sana base de existencia y como la forma más penetrante de filosofía. He ahí —dijo— cual era la última fe, pues ella despreciaba el pretexto intelectual. Y concluyó afirmando que el verdadero escéptico tenía una fe más robusta que cualquier creyente. Wish dejó el bar "La Ardilla Psíquica" en un estado de completa confusión. Pasó una noche horrible; se despertó con una violenta jaqueca y un gran disgusto por las bebidas alcohólicas y por las discusiones con señores excéntricos. El nacimiento de esta obsesión marcó en su vida un punto decisivo. No había que discutirlo —me dijo—; absurdo o no, sería en lo sucesivo para él una convicción establecida. Concluyó que puesto que debía vivir aceptando los prejuicios, escogería los más agradables. Se puso a buscar a su alrededor, examinando atentamente todos los prejuicios que encontraba. Inspeccionó así millares: los unos, confortables y tranquilizadores; los otros, penosos y extenuantes; prejuicios vigorosos o débiles; prejuicios personales, nacionales, inofensivos, temibles, antiguos, modernos, científicos, supersticiosos, plebeyos, aristocráticos, prácticos, inútiles, ortodoxos, heréticos... Tenía la impresión —me dijo— de ser un explorador que hubiera caído sobre un cofre que contuviera un tesoro atiborrado de las piedras más raras y más preciosas. Picoteaba aquí y allá. Terminó por seleccionar una colección completa de prejuicios que le durarían toda una vida y le permitirían afrontar cualquier situación. Eligió una carrera y se inscribió en un partido político. El orgullo de su colección era ese deseo que le había cobijado siempre su corazón: el deseo de tener una novia. El prejuicio había dado vigor a lo que la razón había casi destruido. Con una alegría matizada de respeto, también con el sentimiento de un milagro cumplido, quiso devolver a su lugar este viejo deseo. Pero no entraba. Ensayó en un sentido; después, en otro. Lo examinó bajo todas las costuras. Lo razonó. Leyó largos pasajes de los clásicos. Se mintió. Tomó consejo de todos lo que podrían decirle lo que el deseaba oír. Todo fue en vano. Wish dijo que se preguntaba si yo podía comprender sus sentimientos. Había llegado —me dijo— a la convicción de que la opinión popular estaba fundada. Podía probárselo por todos los procedimientos intelectuales conocidos. Además, él no pedía más que compartir esta opinión. En una cierta medida, él creía en ello también, pero no completamente. Había siempre una reserva en el fondo de su espíritu, y, a medida que el tiempo pasaba, la convicción poco a poco se establecía en el de que todo eso no era más que un complot destinado a engañarle; un vasto complot que englobaba en su seno a los autores de libros y a los propios amigos de Wish. Me preguntó si yo no encontraba que él pecaba por exceso de imaginación. Le dije que, bien al contrario, su relato me apasionaba, pues yo mismo había conocido una experiencia muy semejante a la suya, aunque menos intensa. Me había ocurrido cuando fui a Escocia a reunirme con unos amigos para hacer alpinismo. A medio camino, en la carretera —iba en bicicleta—, comencé a poner en duda la existencia de Escocia; me pregunté si no había sido inventada para ponerme en ridículo. Todos los libros que yo había leído, todos los chistes de escoceses avaros, el Macbeth de Shakespeare, las canciones del Loch Lomond y de Bornie Charles, todo eso formaba parte de un vasto complot. Las gentes del Norte que pretendían venir a Escocia entraban en la conjuración; su acento había sido inventado por la circunstancia. Yo estaba cerca de Berwick, sobre el Tweed; iba a ponerme en ridículo ante millares de bromistas que habían consagrado su vida entera a sostener esta broma. Llegué a un tal grado de aprensión, que muy pronto fui incapaz de seguir rodando en bicicleta. Me dije que si tomaba el tren evitaría ser descubierto, pues si Escocia no existía verdaderamente, la Compañía de Ferrocarriles lo sabría, ciertamente, y no vendería billetes. Pero cuando llegué a la agencia de viajes comprendí, de repente, que tan en ridículo me pondría queriendo comprar un billete como queriendo ir a Escocia en bicicleta. Me di cuenta igualmente de que si había efectivamente complot en aquello, la Compañía de Ferrocarriles participaría en él y tendría falsos billetes dispuestos en todas las ventanillas, en el caso de que yo me presentara en ellas. Pero era demasiado tarde para retroceder. Compré un billete para Berwick, y hubiera jurado que el empleado que me lo vendió tenía un aire decepcionado. Una vez en el tren, me entregué a una discreta encuesta cerca del personal y de mis compañeros de viaje, examiné las etiquetas de los equipajes y concluí que si todo eso formaba parte de un complot, estaba notablemente organizado. Decidí que Escocia constituía un riesgo calculado que valía la pena de acometer. En Berwick descendí del tren y franqueé la frontera en bicicleta. Wish declaró que este era exactamente el género de sentimientos que experimentaba en lo que concernía a las novias. Desgraciadamente, no había podido encontrar solución tan fácil como la mía. Había conocido a una joven que era exactamente el género de mujer que hubiera deseado tener por novia si hubiera podido persuadirse a creer en su existencia. Tan vivos eran sus sentimientos, que decidió correr todos los riesgos pidiéndole relaciones. Ante su gran encanto, ella accedió. Eso había ocurrido justamente antes de nuestra partida de Inglaterra. Durante algunos días Wish había sido el alpinista más feliz de la tierra. Su más caro sueño de la infancia se había realizado. Por un poco, hasta hubiera podido creer en el Papá Noel. Después vino la duda. ¿Era esto verdad? ¿Podía ser eso verdad? ¿Su novia no era del complot? ¿No iba él, a nuestro regreso, a exponerse al ridículo ante toda la nación? Desde entonces había estado desgarrado entre el amor y el temor, y no había conocido un momento de paz. Nadie podía imaginar los tormentos por que había pasado. Lanzó un gemido muy afligido. ¡Pobrecillo! Traté de tranquilizarle diciéndole que sus temores no eran más que imaginarios; pero ¿qué podía yo contra toda una vida de escepticismo? Le dije que yo no sería feliz hasta que no le hubiera tranquilizado. Le supliqué me dejara compartir sus preocupaciones, a fin de poder ayudarle en esta lucha. Él me testimonió un reconocimiento patético, pero no quiso oír hablar de eso. Yo ya tenía —me dijo— bastantes responsabilidades. Tendría que soportar él su fardo del mejor modo posible y afrontar sin concesiones la situación a nuestro regreso a Inglaterra. Me agradeció el haberle escuchado, pero añadió que las cosas serían más fáciles para él si no volviéramos a hablar nunca de todo eso. Se lo prometí, la garganta apretada, y me hice el voto de en lo sucesivo pensar menos en mis propias preocupaciones.
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