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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Los portadores se habían instalado confortablemente sobre sus cargamentos y fumaban su inevitable pipa de groku. No podía contar con ninguna ayuda por este lado. Esto era, al menos, lo que yo creía. Pero iba a recibir una lección sobre las inestimables cualidades del portador yogistanés, sin el cual la expedición hubiera fracasado. El bang, que, hora es de decirlo, se llamaba Bing, se levantó súbitamente y se aproximó a la grieta, seguido de un portador de pequeña talla, pero muy ancho de hombros y poderosamente musculado, que se Llamaba Bung. Sin que una sola palabra hubiese sido cambiada entre los dos hombres. Bung se apoderó del extremo de una cuerda y se hizo descender por Bing. Apenas la cuerda comenzó a aflojarse, cuando un silbido taladrante Llego de las profundidades. Bing comenzó en seguida a izar la cuerda, y se imaginará mi sorpresa y mi alivio cuando vi reaparecer a Bung sano y salvo a la superficie, sosteniendo con mano firme a Burley por la chaqueta. A Burley, que se movía como una marioneta, cantando alegremente ¡Ohé los del barco, ohé! Todo ocurrió con una extraña simplicidad. Uno tras otro, mis compañeros fueron sacados a la superficie, y pronto nos encontramos todos reunidos. No me avergüenza confesar que me sequé una lagrima furtiva. Jungle, en su alegría, sin duda, de haber escapado por tan poco a la muerte —aunque, me complazco en creerlo, hubo también en su gesto un testimonio de sincero afecto—, me dio una tan vigorosa palmada en la espalda, que me tiró al suelo, y Wish, que parecía un poco loco después de esta prueba, creyó indispensable afirmarme que había medido la profundidad de la hendidura, que era de cincuenta y un metros exactamente. Lo que, no sé por qué, le pareció extraordinariamente divertido. Cuando hubieron todos, salvo Constant, sido devueltos a la superficie, Bing y Bung volvieron junto a sus camaradas. Habían olvidado a Constant, o bien es que no sabían contar hasta siete. Me aproximé a ellos y me esforcé en explicarles por señas lo que esperaba de ellos. No encontré más que rostros cerrados. Su inteligencia limitada no les permitía manifiestamente comprender lo que les quería decir. Alineé sobre una fila el resto del equipo, dejando un vacío en medio de la fila; designé entonces con un dedo este vacío; después, la grieta, y me entregué a una sabia mímica describiendo el descenso y la ascensión de una cuerda y, en fin, la recepción de un compañero salvado del abismo. Todos asintieron con aire de animarme —algunos incluso llegaron a aplaudirme—, pero nadie hizo un gesto. Recomencé mi pantomima; esta vez no me concedieron la menor atención; continuaron chupando sus pipas de groka, como si todo fuese perfectamente normal. Mis compañeros, sin embargo, se habían cogido de los hombros y se entregaban sobre el hielo a saltos y danzas como girls de music-hall, cantando el Lambeth Walk. ¡Pobres diablos! Aun no se habían recobrado del todo de esta horrible prueba. Yo estaba a punto de ceder a un pánico indigno de un hombre, cuando Bing se levantó, se aproximó a mí y, mirándome con una insolencia perfectamente inconveniente, hizo el gesto de rascarse el interior de la palma con el índice de la otra mano. Actuaba con una odiosa lentitud y descomponiendo cuidadosamente sus movimientos, como si tuviera una significación esotérica. Era horrible. Yo creí, durante un momento, que trataba de maleficiarme. No se sabe nunca lo que pasa por la cabeza de los primitivos. Después de todo, ¿no estábamos en el Oriente misterioso? Todo podía ocurrir. Mis compañeros, que habían terminado de danzar, se aproximaron. Les consulté: ¿que debía hacer?

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