Calor. Sudamos mientras bajamos por esta pendiente de rocas de todos colores. Yo tengo que exprimir continuamente el paliacate que llevo en la frente porque el sudor lo satura y escurre a los ojos. Calor. Calor y mosquitos, los terribles y diminutos jejenes que de pronto se convirtieron en parte del viaje. Allá abajo, el río: café y ruidoso. Nos da gusto verlo después de tanto bajar. Allá arriba, ni lo intuíamos aunque sabíamos que lo encontraríamos.
Arriba... un mundo de nubes y llovizna que nos tapaba toda visibilidad hasta unos pocos metros. El terreno bajaba poco a poco hasta que llegaba a una terraza y se cortaba. Más abajo, las nubes. Y ni forma de encontrar el camino “de rocas” porque aquí todo es roca. Pero encontramos uno y lo seguimos. Una terracería amplia y mientras bajábamos, tenía la sensación de que estábamos desviados. ¿Cómo saberlo envueltos en nubes y rodeados de pinos?
Ahora estamos aquí abajo, a punto de llegar al río con agua fresca y lodosa. Hasta el enorme derrumbe que cayó en una barranca se nos ha olvidado. Aquí lo que nos agobia es el calor. Y los mosquitos.
VENTANAS
Sin puente, no había forma de cruzar al otro lado del río Presidio. Exploramos por varios lados y finalmente pasamos entre los rápidos, ahí donde nadie de la sierra se metería pero donde es más fácil encontrar pasos y vadear el río. Tomados de los hombros, pisábamos rocas que no veíamos mientras nos apoyábamos en el compañero. Estábamos ya todos del otro lado, a salvo, o al menos eso creíamos hasta que vi los pies de Ivonne apuntar hacia el cielo, como un escarabajo pelotero, mientras ella caía de espaldas al río. La barranca se llenó de carcajadas, empezando por las de ella.
Entramos a Ventanas, mojados y frescos. Un pueblo fantasma donde antaño habitaron cientos de personas. Ahora sólo hay ruinas y tres casas habitadas. Ventanas, con olor a mango y a trópico, a casi 600 metros de altitud.
La vista del pueblo era impresionante desde la colina por donde bajamos, pero aquí es abrumadora. Todo lo que antes daba vida al pueblo es ahora un trozo más del paisaje: una enorme rueda de metal y una más reciente de goma se mezclan. La única calle es larga, aprisionada por el calor y la falta de lluvia pese a estar en julio. Las casas, todas de adobe salvo unas pocas de cantera, se deshacían poco a poco mientras el ganado paseaba por ellas.
Ventanas era muy agradable pese a ser prácticamente un pueblo fantasma, principalmente por la gente que ahí nos acogió. Pero pasear por su única calle, entrar a la iglesia con esos venerados santos tan carcomidos por el tiempo, sentir el calor y llegar al cementerio con mausoleos y lápidas sencillas, era toda una experiencia. Ivonne salía a comer mangos a la huerta con las niñas y regresaba fascinada de poder comer tantos como quisiera.
Ventanas es también conocida también como Villa Corona y en el mapa está con este nombre. Ahí una familia nos dio alojamiento y amistad, traducida en ese compartir la comida, el café y la plática sabrosa hasta que hay que ir a dormir. A través de ellos conocimos a un personaje importante: José Aguilar.