Carlos Lazcano. Explorando un mundo olvidado. Editorial México Desconocido. México. 1998. 160 páginas. ISBN: 968-6520-37-6.
La Sierra Madre Occidental es la mayor cordillera de México, con una superficie mayor que la península de Baja California y con una orografía mucho más complicada que cualquiera de las sierras del resto del país. Es un mundo al que no se está acostumbrado, tanto por las dimensiones como por algo que sólo pertenece a ella.
Una leyenda cora dice refiriéndose a la génesis de la sierra:
En el principio, la tierra era una llanura llena de agua, y por lo tanto se pudría el maíz. Los antiguos habitantes tuvieron que pensar, trabajar y ayunar mucho para conseguir un mundo en forma. Bajaron todos los pájaros á ver si podían poner en orden la tierra para que se sembrara el grano. Rogaron primeramente al zopilote de cabeza roja, la principal de todas las aves, que lo arreglara todo, pero dijo que no podía. Llamaron á todas las aves del mundo, una tras otra, para inducirlas á la obra, pero ninguna quiso emprenderla. Por último llegó el murciélago, muy viejo y muy arrugado. Tenía blancos los cabellos y la barba de tanto que había vivido, y llevaba la cara llena de polvo porque nunca se baña. Se apoyaba en un palo, porque era tan viejo que apenas podía andar. Él también dijo que no era competente para llevar cabo tal tarea, pero consintió al fin en emprender lo que ejecutó. Esa misma noche se lanzó a volar precipitadamente, abriendo salidas para las aguas; pero tan profundos hizo los valles que era imposible recorrerlos. Las personas principales se lo reprocharon y contestó:
"Volveré, entonces, a ponerlo todo como estaba".
"No, no!", dijeron ellos. "Lo que queremos es que las laderas sean un poco más inclinadas, que nos quede alguna tierra pareja y no todo sean montañas."
El murciélago consintió en hacer lo que pedían, y las personas principales le dieron las gracias. Así ha quedado el mundo hasta el presente.
Al ver las quebradas, uno duda de que el murciélago cumpliera su palabra de moderar las pendientes, pero desde entonces los hombres han vivido en ese mundo casi vertical y se rigen por un sistema de orientación muy sencillo que a nosotros nos puede confundir: sólo arriba o sólo abajo. Río arriba o río abajo; cerro arriba o cerro abajo. Difícil de entender hasta que uno está ahí, metido en los barrancos días y más días.
Allí vivieron y allí viven todavía. Sólo que las cosas han cambiado en ese puñado de años que va desde la labor del murciélago a nuestra época electrónica. Lo que uno ve en la actualidad son grupos indígenas que se resisten a la dominancia de una cultura diferente a la suya, una cultura que no comprenden ni quiere comprenderlos.
Hace cien años, la existencia de estos hombres en cabañas de madera y hasta en cuevas hizo pensar a Carl Lumholtz que esa enorme sierra encontraría a los últimos hombres de las cavernas. La verdad es que encontró más que un puñado de hombres y mujeres que vivieran sólo en cuevas y retrataran fielmente el estereotipo que todos tenemos de la época de las cavernas. Encontró Hombres, en el sentido más amplio de la palabra. Amigos o, como él los llamó, "mis amigos morenos". Por este importante hallazgo abandonó su búsqueda de habitaciones con cuevas y de entierros en cavernas y se lanzó a través de la toda Sierra Madre Occidental para seguir con ese encuentro.
Su libro El México Desconocido se publicó en México en 1902 y desde entonces su búsqueda primaria tras los "últimos hombres de la edad de piedra" se había desvanecido pese a mostrar hallazgos importantes y sorprendentes para tratarse de un europeo de fines del siglo XIX. Es necesario recordar que Lumholtz contaba con el apoyo económico de instituciones de investigación y con el apoyo directo de Porfirio Díaz. De esta forma, la Terra Incognita que era entonces la Sierra Madre, se presentaba como es, sin obstáculos humanos.
El libro que ahora nos ocupa —Explorando un mundo olvidado— ha retomado esa búsqueda pero con un cambio sustancial: no se trata de encontrar hallazgos líticos, sino de encontrar las raíces del mundo chihuahuense, labor no poco ambiciosa. Diría Juan Rulfo:
Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque según tú ya estuvo bueno de aguantar hambres y necesidades. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
Un vistazo al libro basta para darse cuenta de ello: hay quien, como en Luvina, se preocupa de los muertos que no se han ido... o que no se han llevado. Esto es un mérito en sí. La exploración de una tierra lata y con horizontes interminables es cosa de mucho tiempo, medido en soles, lunas y estaciones.
Habría que preguntarse cómo es que alguien que no es arqueólogo puede presentar a un público general un libro sobre descubrimientos de esta clase. La respuesta es escabrosa: México fraguó leyes que protegieran su patrimonio arqueológico del saqueo y la destrucción, pero con el tiempo esas leyes se han anquilosado de tal forma que uno no es libre de descubrir nada si no se es arqueólogo.
Así de sencillo.
Gente que vive en Veracruz y que encuentra continuamente estatuillas de barro de los olmecas tienen que guardarse de decirlo sin perderlas ni volverlas a ver nuevamente ni siquiera en un museo. Por otro lado, ha fomentado la aparición de un mercado negro. También en Veracruz, muy cerca de Jalapa, hay buscadores profesionales que reciben llamadas del extranjero pidiéndoles alguna pieza cuyo costo está marcado en miles de dólares y que son entregadas siempre a uno de muchos intermediarios.
No hablaré del enamoramiento de la tierra chihuahuense que Carlos tuvo. El mismo se encarga de explicarlo en la página 154:
"No todo el mundo se emociona con una cultura muerta, pero nosotros no dejamos de conmovernos al contemplar la belleza de sus pinturas y sus ollas, al tocar sus herramientas de piedra, al ver sus muertos y al dormir en sus casas."
Es la misma emoción que sintió Howard Carter al encontrar la Tumba de Tutankamón o la de tantos otros que han encontrado ventanas por las cuales pueden asomarse al pasado y tratar de encontrar explicaciones de cómo vivieron quienes habitaron ahí. Después de todo, la exploración es la expresión física de la pasión intelectual.
Pero si este enamoramiento no fuera suficiente, hay algo que, en mi opinión, es uno de los logros más importantes de Carlos: el haber librado batallas seguramente feroces contra la burocracia que trataba de impedirle pisar un suelo al que no estaba asignado un solo arqueólogo por falta de preparación , de interés o de presupuesto.
Hay otro punto importante que quiero hacer notar: dar a conocer todo aquello que se ha encontrado pudiera ser un arma de dos filos y dar origen a un saqueo mayor de la zona. ¿Qué hacer? ¿No divulgarlo? ¿Quedarse callado? La solución fue simple, aunque no fácil: educar a la gente del lugar para que comprenda la importancia de cada uno de los sitios. La inclusión de uno o varios guías en cada exploración ha tenido como efecto el que cada ranchero comprenda un poco más lo que ve y no piense en ollas llenas de oro enterradas en algún sitio por los antiguos.
Sólo me falta agradecer a Carlos Lazcano ese enorme espacio de agradecimientos. Ahí aparecen las instituciones patrocinadoras, presidentes municipales, guías rancheros, amigos, secretarias... todos aquellos que le han acompañado en esa exploración que todavía no termina. En esas páginas se nota la grandeza del esfuerzo y del hombre que no ha querido quedarse él solo con la gloria. Y aunque nadie lee esa página, uno puede imaginarlo con su sombrero negro sentado frente a una fogata y platicando con los rancheros, preguntando por cuevas —su pasión desde siempre— o escuchando leyendas, siempre, en pos de un mundo olvidado.