John Muir. Viajes por Alaska. Ediciones Desnivel, Madrid. 2004. 240 páginas. ISBN: 84-96192-52-0
Nunca es agradable renunciar a la meta que uno se ha fijado, sea por el motivo que sea.
John Muir
Alaska, la tierra del lejano norte que Estados Unidos adquirió de Rusia por una simple compraventa, sería el destino de miles de buscadores de oro. Pero años antes de esa fiebre, un hombre se dirige a esa tierra prácticamente desconocida para explorarla. Se trata de John Muir, un hombre legendario ya en su tiempo: había recorrido la Sierra Nevada y principalmente Yosemite. Un caminante en el tercer cuarto del siglo XIX. Y por alguna razón sus pasos se dirigieron al norte, al “lejano norte”.
Alaska le sorprendió en todos aspectos y en su narración pueden verse trozos admirables de admiración mezclada con amor a la naturaleza:
“En esta naturaleza tan pura, las materias de interés son tantas y tan novedosas, que se quiera estudiar algo muy concreto o especial, poco importa adónde se vaya o lo a menudo que se visite el mismo lugar. Estés donde estés, siempre parece que sea el mejor lugar de todos en ese momento, y tienes la sensación de que quien no sea feliz allí, no podrá serlo en ningún lugar, ni de este mundo ni de otro.” (p. 65)
Un sitio agreste, con temperaturas bajas y sin prácticamente nadie alrededor, suele ser un medio razonablemente temido, pero no para John Muir, quien consideraba que “La vida llena de comodidades y de consumo que llevamos nos cierra los ojos ante los trabajos de Dios, aunque sean tan patentes que sólo haya que abrir los ojos para verlos.” (p. 183)
Es extraordinario imaginar que alguien pudiera incursionar solo en esa Alaska ignota, con un equipo excesivamente rudimentario, con tormentas, temperaturas bajas y todo por descubrir. Por supuesto, su primer contacto con esa naturaleza es con gente blanca, pero en el pueblo al que llega:
“Unos cuantos blancos del pueblo con los que entablé conversación me advirtieron de que los indios eran mala gente, nada de fiar, que los bosques eran casi impenetrables y que sin una canoa no podría ir a ningún lado. Pero son esas dificultades naturales las que hacen mucho más atractivo un terreno salvaje, y tomé la firme decisión de ver todo aquello de cerca, fuera como fuera, con una caja de galletas y confiando en mi proverbial buena suerte.” (p. 33)
Lectura a veces pesada (la escritura detallada de la época), sobresalen muchos pasajes, pero lo que sí es sorprendente es descubrir a un hombre (llámese Muir o no) que mencione:
“Por fin, siete horas después de partir, llegaba de nuevo a la orilla del lago, esta vez tan mojado como si hubiera estado nadando. Completaba así una fatigosa jornada de trabajo. Pero todo deliciosamente fresco, y las plantas amigas que encontré… hicieron que esa lección que recibí de la naturaleza sobre las morrenas de Alaska, resultara alegre y liviana… Cuando me desperté llovía intensamente, pero me mentalicé para ignorar el tiempo y me puse la ropa, que aún goteaba, contento por saber que estaba fresca y limpia.” (p. 95)
¿Quién puede aplastar a una persona con semejante optimismo? Así son sus incursiones en glaciares y a lo largo de ríos, sus pláticas con los indios, de quienes hace una muy personal apreciación y sus propias vivencias de explorador solitario. Y aquí cabe hacer mención que él mismo trata de disminuir su trabajo cuando menciona que “Disfruté mucho de mi paseo por ese majestuoso río de hielo…” (p. 90), cuando cualquier otra persona hablaría de una gran exploración. O se pone como un ser humano falible cuando menciona que “…no fui capaz de ver un solo detalle del paisaje que me permitiera orientarme.” (p. 94)
Sus exploraciones son importantes, abrumadoras, como su texto, y hacen que los indios digan de él que “—Muir debe ser un brujo si quiere aprender cosas en un lugar como éste y con un tiempo tan espantoso.” (p. 121)
Un brujo. Quizá. Lo cierto es que se trata de un ser humano a carta cabal que menciona lo que ve, que dice lo que piensa, que observa, platica, toma notas mientras descansa, hace dibujos mientras camina y deja un gran cuadro de lo que fue Alaska en ese tiempo.
“Embelesado con todo este mundo de plantas, casi olvidé mirar al cielo hasta llegar a la cumbre del pico más alto, cuando se abrió ante mis ojos uno de los paisajes de montaña más impresionantes y sublimes con que los que haya disfrutado mi vista: casi quinientos kilómetros de cumbres de la cordillera costera, esculpidas de la manera más inaudita que pueda imaginarse, con cimas desnudas y aristas oscuras, y los cañones, gargantas y valles que se abren entre ellas, cargados de glaciares y nieve.” (p. 83)
Quizá su texto sea pesado de leer a veces, mucho más al principio, pero es dinámico cuando debe y bello casi todo el tiempo. Lo que despista mucho al lector es no contar dentro del libro con un mapa de esa Alaska para poder ubicar los puntos que menciona o de una de sus ilustraciones o bocetos. Es puro texto y uno tiene el esfuerzo adicional de imaginar lo que Muir menciona con emoción:
“Un riachuelo ronroneaba monótono entre el bosque y parecía la propia voz de Dios, humanizada, bajada a la tierra, y que el corazón del hombre era un hogar preparado para recibirla. Vayamos a donde vayamos, en cualquier lugar del mundo, siempre nos parece haber estado allí antes.” (p. 60-61)
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