Reinhold Messner. La zona de la muerte, terreno fronterizo. Ediciones Desnivel, Madrid. 1994 (segunda edición, 2001) 232 páginas. ISBN: 84-87746-40-3
La vida-la muerte, sólo hay un guión entre ellas. Pero quien ha regresado ya no vuelve a ser como los demás.
Francè Avòin
Experimentarse a uno mismo significa vivir, o bien la vida no es otra cosa que una vital y continua experiencia de uno mismo. Quien no experimenta continuamente cosas nuevas termina estancándose. Quien no tiene sus propias experiencias, sino que se deja conducir por las experiencias de otros, acaba vegetando.
Reinhold Messner
La zona de la muerte fue definida por el médico suizo Edourad Wyss-Dunant en 1953 como la zona por encima de los 7,500 metros en la cual el hombre ya no puede aclimatarse: "Aquí, sólo es posible adaptarse durante un cierto tiempo limitado, ya que no se compensa del todo el gasto de energía durante el tiempo de reposo." (p. 15) y uno esperaría que un libro con este título hablara precisamente de esa zona. Sin embargo, Messner se dedica a tratar de resolver preguntas que a él le parecen vitales:
"Ya que no se trata de alcanzar la cumbre, el éxito, ¿dónde se encuentran las motivaciones? ¿Necesita acaso el "Yo" que se desarrolla en los límites de la muerte un continuo aporte de nuevo "combustible"? ¿Es una dependencia? ¿Soy un adicto? He tratado de dar respuesta a estos interrogantes, y así nació este libro." (p. 17)
Por supuesto, este tipo de preguntas son difíciles de entender a primera leída y la respuesta es mucho más complicada aun. Así que Messner recurre a un paralelismo: si la Zona de la Muerte es un terreno donde las vivencias son muy intensas, ¿dónde más se puede hallar información de experiencias reales que puedan servir de marco de referencia? La mina la encuentra en los reportes de accidentes donde los alpinistas han sufrido una caída donde ellos mismos se han dado por muertos. Así, los relatos de los supervivientes de esas experiencias están distribuidos a lo largo del libro. Un informe del profesor Albert Heim es notorio por su agudeza:
"¿De qué naturaleza han sido las sensaciones que experimenta en los últimos segundos de su vida la persona que sufre un repentino accidente mortal? Estas se suelen imaginar frecuentemente como algo horrible. Se piensa en la desesperación extrema, en el mayor sufrimiento y en terribles dolores, y a continuación se intenta encontrar en las expresiones desfiguradas de los muertos la deformación producida por el miedo. ¡Pero sin embargo, esto no es así!
"La muerte producida por un accidente súbito origina en casi todos el mismo estado espiritual, completamente diferente al que se produce ante una causa de muerte menos repentina...
"No se siente ningún dolor, tampoco miedo paralizante, tal y como puede aparecer en el caso de un peligro menor (incendios, etc.). Ningún miedo, ni el menor rastro de desesperación, ningún sufrimiento, más bien una seriedad reposada, una profunda resignación, una controlada seguridad y agudeza espiritual. La actividad intelectual es enorme, multiplicándose por cien la intensidad y la velocidad del proceso. Las circunstancias tales como la eventualidad de una escapatoria se contemplan con absoluta objetividad, de ningún modo se cae en la confusión. El tiempo parece dilatarse. Se actúa con una velocidad fulgurante y se toman las decisiones correctas. En muchos casos, a continuación se produce una visión súbita del propio pasado en su totalidad. Por último, el que sufre una caída escucha con frecuencia una música agradable para caer a continuación en un cielo azul tachonado de nubecillas rosas. Entonces se extingue la consciencia sin dolor —habitualmente en el momento del impacto, el cual puede oírse pero nunca ocasionar dolor. Probablemente el oído sea el último de los sentidos en desaparecer." (Albert Heim, cit. en p. 39-40)
Eso sucede a la persona que cae y sabe que su vida terminará en pocos segundos, mientras que al espectador de tal caída:
"No cabe duda que presenciar la caída de otra persona es incomparablemente más penoso en cuanto a la momentánea sensación subjetiva y del recuerdo... Los espectadores quedan frecuentemente paralizados por el pánico, temblorosos en cuerpo y alma, llegando incluso a una absoluta incapacidad para actuar o sufrir daños perdurables a causa del susto, en tanto que el caído, si no se ha herido gravemente, está más allá del sufrimiento y del terror." (Albert Heim, cit. en p. 50)
El hecho de colocar un conjunto de experiencias que hubieran podido ser mortales, pero que no lo fueron, toca inmediatamente la fibra del lector, quien realmente puede ser uno de esos protagonistas más que un escalador de ochomiles:
"…esa oportunidad única para experimentar este incremento de la capacidad de ver y de sentir en el límite, es lo que hace que el alpinismo sea tan "vitalmente" importante para mí. Sin embargo, la "zona fronteriza" es algo muy relativo... Frecuentemente, un pequeño e inesperado incidente puede conducir a una intensa experiencia del ser y de uno mismo." (p. 141)
Pero, ¿este es un libro que habla de la muerte y condena al alpinismo a ser considerado un deporte suicida? Eugene Guido Lamer lo expresaba así:
"Aquel que esté cansado de vivir debería emprender una aventura seria en las montañas. Primero atravesar la suave y conciliadora soledad de los valles, para luego, ante la grandeza intemporal de este mundo elevado, percatarse de lo pequeño que resulta su yo y de lo in[a]preciables que son sus preocupaciones y padecimientos. Entonces habrá de hollar la vía realmente peligrosa: sorprendido, experimentará por sí mismo cómo ante la violencia del viento huracanado le asaltan de nuevo las ganas de vivir. Cómo lucha y se defiende, cómo moviliza continuamente nuevas tropas de refresco para sus fuerzas físicas y espirituales, sólo para no morir. El alpinista deportivo es el polo opuesto del suicida." (Eugene Guido Lamer, cit. en p. 159)
Por su parte, Messner lo dice más abiertamente:
"...yo soy un alpinista temeroso, y sé que nunca me podría suicidar en una pared o en un pico alto y lejano. Esto no quiere decir que yo esté convencido de que no voy a perder la vida allí. No ignoro los peligros, pero en mi opinión, la muerte voluntaria no sólo no es posible en absoluto en el territorio fronterizo de la muerte. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que allí arriba me aferro más a la vida que en el valle, y no he encontrado ningún caso en el que una persona que se encuentra en una situación peligrosa en la montaña haya abandonado la vida voluntariamente." (p. 157)
Esta postura ante la vida (el haberse encarado a la muerte como una realidad) logra algo muy importante: "El alpinista no busca alcanzar la muerte a través de la "locura calculada" de sus escaladas, sino más bien a la vida y a sí mismo." (p. 161)
Un deporte biofílico más que necrofílico donde las experiencias personales son más importantes que la meta física misma porque el alpinismo está saturado de estereotipos muy marcados:
"Contiene toda una serie de clichés sobre el alpinismo extendidos desde hace ya más de un siglo, mucho fulgor de la aurora, mucho ser felices, pero muy pocas impresiones personales o espirituales. Creo que hay muchos alpinistas atrapados por esta suerte de cursilería alpina. De puras ansias de conquista. "¡He de llegar a la cumbre!", no son capaces de encontrarse a sí mismos, o bien por una vergüenza mal entendida, "eso no cuenta", lo silencian todo respecto a su mundo interior." (p. 193)
El libro es interesante por sí mismo y llega más lejos que el que escribiera Saint-Loup bajo el título La montaña no quiso. En éste, se relatan sólo las anécdotas y se deja al lector en manos de su propias convicciones. Messner extrae sus conclusiones no de las caídas sino de las actitudes tomadas en ella y posteriores a ella.
Publicado en 1978 después de haber subido al Everest en solitario, su nombre todavía necesitaba alguna presentación pero su ideología sigue siendo la que se encuentra a lo largo de sus escritos.
Algo importante que rescatar de entre todos los documentos citados es una estadística:
"Una parte de los alpinistas accidentados abandona el alpinismo a causa de un accidente. Pero esta parte sólo supone una proporción mínima. Mis encuestas estadísticas sobre este punto revelan que sólo se dejó aterrorizar el 2.4% de aquellos alpinistas que sufrieron un accidente grande o pequeño, no volviendo a las montañas. Del 97.6% restante, un 11% reconoce que tuvo que pasar un lapso de tiempo considerable hasta que consiguieron superar en su interior la experiencia de la caída. Pero ya que la mayor parte de este 11% sólo sufrió un accidente de carácter muy leve con un final previsible, se demuestra que los accidentes leves tienen un efecto traumático mucho mayor que los graves y que su experiencia gravita con un peso mayor." (Klaus Mohrmann, cit. en p. 89)