Suave cantar del río Munérachi al amanecer, es el canto del río en una temporada de lluvias, de esas lluvias que casi no llegan al fondo del barranco porque hace tanto calor que el agua se vuelve a evaporar antes que dar de beber a la tierra, a las plantas, a los seres todos. Más abajo, Munérachi y Batopilas, los grandes ríos, se unen para juntarse más allá con el San Miguel y desembocar, más lejos aún, en el río Fuerte. Desde lo alto de la sierra se desprenden pequeños arroyos de agua transparente que forman pozas y tinajas pequeñas donde la vida es más tranquila que en el río, pero también más bulliciosa.
Lejos de las veredas, huellas de animales que han bajado a beber durante la noche y que algún cazador seguirá con sus perros y su rifle calibre 22 a la espalda para cobrar un venado. Siempre es sobre esa superficie sin forma, sobre esa pendiente indefinida, por donde se escurren todas las veredas, como agua de arroyo. Volvemos a estar en uno de esos lugares vertiginosos e inenarrables, aferrados a la superficie llena de rocas y escarabajos peloteros, un tanto ajena a nosotros, un tanto conocida.
En los oídos adormilados por el murmullo del río, retumban todavía las conversaciones que tuvimos la noche pasada, a la luz de un candil.
CONVERSACIONES
Es una habitación oscura con paredes de madera y techo de lámina. La parpadeante luz que ilumina el interior es débil mientras el aguacero allá afuera es sumamente recio, como cortinas de agua.
"Usted es tarahumar, ¿verdad?" Y los ojos de la persona aludida adquieren un brillo extraño, de desafío, como esperando ser despreciado por su origen. "Sí...", contesta, "...y tú eres un chabochi".
Es muy claro: es él quien domina la situación; es él quien marca las diferencias fundamentales que lo hacen superior a cualquier hombre que no sea, como él, tarahumar. Después de todo, ¿por qué no habría de ser así? Es su tierra, la tierra de sus padres y la de los padres de éstos hasta perderse en la historia velada de su memoria. También es su derecho, porque está en la heredad de sus hijos y de los hijos de sus hijos hasta... ¿hasta dónde? Si estuviéramos en su casa sería, a no dudar, el hombre diplomático y cortés que todo tarahumar es, pero todos somos meros pasajeros de la casa donde nos guardamos de la lluvia.
Hombre de treinta años y manos surcadas por el trabajo con la tierra y los animales, su cara, como la de todo indígena, es un enigma. "Nosotros envejecemos más rápido que los chabochis porque el trabajo en la tierra nos gasta más." Su boca habla palabras de centurias y discurre sobre veredas, lluvias, siembras, animales de carga... sobre cualquier cosa que uno pregunte de su mundo, aquel en el que ha crecido, vivido y donde seguramente morirá, porque para él no hay vida fuera de la sierra.
"Aquí, la vida será dura, pero uno no se muere de hambre. Aunque sea un poco de frijoles y tortillas, o aunque sean yerbas del monte, pero siempre hay algo que comer hasta para los viajeros". Conoce todas las veredas de la barranca, conoce todo lo que un buen serrano, sea tarahumar o chabochi, debe conocer, porque ha bajado de esa parte de la sierra que se angosta hasta apenas unos cientos de metros porque otros dos grandes ríos, el Batopilas y el Urique, están por unirse.
Al día siguiente subirá nuevamente a su casa, en lo más alto, con las bestias que alguno de sus vecinos le alquiló o prestó, quizá con las propias, pero esta vez irán llenas de maseca, sal para el ganado, manteca...
Por la puerta abierta que nos mantiene en contacto con el exterior aparece un hombre, saluda y pide una cerveza. ("La venta de cerveza está prohibida", me dicen después) Nadie lo conoce, pero comienza a platicar con nosotros chabochi y tarahumar como si apenas un minuto antes hubiéramos interrumpido la conversación. Es un individuo alto que ha hecho en diez horas, reloj en mano, el recorrido desde Urique hasta Batopilas con una carga de doce kilos.
"LA IMAGEN VIVA DEL INFIERNO"
El camino... siempre el camino... ¿Cuántos pasos se dan por él? ¿Cuántas veredas recorren los pies? El marcapasos y el cronómetro funcionan continuamente pero parece cada vez más irreal querer medir estas distancias en kilómetros o minutos con un aparato. ¿Acaso no existen las leguas y las varas o, más cuerdamente, los pensamientos o las telarañas en el camino, para hacer de ellos la medida exacta de la sierra? Las nubes se forman en lo alto cada vez más grises, cada vez más altas, y amenazan con desgajarse violentamente. Los colores pardos y rosáceos del amanecer han ido cambiando por colores diferentes y por tonos más densos, como si el puro color llenara la forma.
Y para recordarnos quiénes son los verdaderos asaltantes de toda la zona, los mosquitos hacen su botín de sangre y de agua.
Para llegar a Urique, hemos escogido la ruta más larga, pero también la más espectacular. Ayer llegamos a Cerro Colorado y descansamos ahí. A un par de horas más de caminata río arriba está Munérachi, un poblado de tarahumares que, aunque puros, son cada vez menos numerosos. Es un pueblo lleno de vida, de gente que sube y baja continuamente por la margen del río para bañarse o pescar, que entra y sale de las casas de adobe levantadas sobre los montículos rocosos que están alrededor de su iglesia, que viaja a otras rancherías de lo alto de la sierra...
Es un lugar donde también se hace fiesta en Semana Santa, su fiesta más importante. Entonces, la tranquilidad de la sierra se ve resquebrajada por algo más que el sonido monótono y continuo, como un rezo, de los tambores que anuncian la celebración. De todas partes del mundo llegan turistas y hacen una verdadera Torre de Babel de varios idiomas, incluyendo el rarámuri, español, inglés, alemán, francés, italiano y a veces hasta representantes de Japón. Después de dos días, todos parecen entenderse, quizá debido a la magia del tesgüino, quizá se debe a la magia del hombre mismo.
Pero el camino real que escogimos para ir a Urique no pasa por Munérachi y en lo que las piernas hacen el esfuerzo de elevarse cada vez más, el sonido del río va quedando lejos y la mente viaja hacia otros tiempos:
"En este camino, siendo ya tarde, fuimos a dar a una profundidad de unas peñas que, estando como una pared de un muro, puestos desde arriba, aun antes de llegar, desde algo lejos desvanecía la cabeza. Y se vían [sic] montes abajo que parecían a la vista más azules por la distancia, que verdes por la cercanía... pero era tanta la profundidad, que ni casas , ni milpas, ni rastro de gente vimos; que no parecía que era sino la imagen viva del infierno."(3)