"Fue tal el espanto al descubrir los despeñaderos, que luego pregunté al gobernador [de Cerocahui] si era tiempo de apearme. Y, sin aguardar respuesta, no me apeé, sino que me dejé caer de la parte opuesta del precipicio, sudando y temblando de horror todo el cuerpo, pues se abría, a mano izquierda, una profundidad que no se le veía fondo y, a la derecha, unos paredones de piedra viva que subían en línea recta. A la frente estaba la bajada de cuatro leguas por lo menos, no cuesta a cuesta, sino violenta y empinada; y la vereda tan estrecha que a veces es menester caminar a saltos, por no haber lugar intermedio en que fijar los pies."