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Montañismo y Exploración
En el imperio de Gengis Kan
14 febrero 2006

La enorme estepa donde los numerosos pueblos nómadas mongoles viven actualmente no es lo que Gengis Kan, el hombre que unió a todas esas tribus y que hizo temblar a la Europa medieval, dejó como legado: un imperio donde se consideraba a cualquier rey europeo como vasallo. Stanley Stewart cruza Asia en busca del principio y final de ese gran imperio ya desaparecido.







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Stanley Stewart. En el imperio de Gengis Kan. Adventure Press-RBA, Barcelona. 2003. 324 páginas. ISBN: 84-7871-057-4

Los nómadas están más cerca del mundo creado por Dios y se apartan de las costumbres censurables que han contaminado el corazón de los sedentarios.

Ibn Jaldun, historiador y filósofo árabe. Siglo XIV.



Gengis Kan fue el único hombre capaz de unir a todas las tribus de Mongolia. Su mayor éxito. Después de eso, sus huestes llegaron hasta las puertas de Viena, causando terror en toda Europa, pues nadie había podido detenerlos. Fue entonces que se retiraron pues la muerte de su jefe había llegado a todas partes. Sin embargo, la fama de los mongoles no cesó durante mucho tiempo.

“Los mongoles efectuaron una espléndida entrada en el escenario mundial, surgiendo de improviso de las oscuridades de la remota Asia y colocándose bajo el foco de la historia en el transcurso de una sola estación del año. Pero su partida estuvo rodeada por el mismo misterio. Durante dos siglos fueron esenciales en la política mundial; sin embargo, cuando se marcharon, ya nunca más se supo de ellos. No dejaron nada suyo tras de sí.” (p. 281)

Pero sí que dejaron algo: el miedo y la leyenda de los mongoles.

Stanley Stewart decide recorrer el imperio mongol de Gengis Kan, desde Estambul hasta Dadal, siguiendo el camino que había seguido el franciscano Guillermo de Ruysbroeck hasta el corazón de Mongolia, en 1253-1254. “Anhelaba viajar a Mongolia y, una vez allí, cruzar el país montado a caballo, un recorrido de más de mil quinientos kilómetros.” (p. 22)

Quizá fue el comentario de su abuela que le decía de niño que parecía un verdadero mongol, quizá fue que en un viaje anterior convivió con un nómada y le dijo que “En el pasado, las tribus fueron muy poderosas en Irán. Pero aquellos días han pasado ya. Ignoro lo que el futuro depara a los nómadas, aunque me temo que estamos asistiendo al final de un estilo de vida… Durante siglos hemos migrado por estas montañas. Vinimos a estas tierras siguiendo los pasos de Gengis Kan” (Kan de Irán, cit. en p. 19-20)

El caso es que se puso en marcha en barco, auto, jeep y caballo, por esa enorme extensión de Asia, dibujado desde el siglo XIII en un mapamundi:

“En la Europa del siglo XIII, el conocimiento geográfico estaba en su nivel más bajo; por tanto, el Mappa Mundi no es tanto un elemento cartográfico como un relato de historias diversas, una especie de compendio de todos los relatos y las maravillas extraídos de la Biblia, de los autores clásicos y de las mitologías medievales, desarrollados a través de todos los continentes.” (p. 23) “Aquel era mi destino: unas pálidas marcas en el extremo más lejano de Asia, en un atlas creado por la imaginación.” (p. 25)

Así va conociendo de primera mano lo que dejó la desaparición del comunismo en Rusia y las consecuencias en todas las personas que habían nacido y vivido en un sistema que ya no existía. Pero eso es sólo la introducción a un mundo que no imagina más que a través de los comentarios que le hacen:

“Los nómadas —murmuró, con un encogimiento de hombros—… Gente sin preparación. No saben planificar para el futuro… ¡Mongolia! —resopló—. ¿Para qué hablar de los bárbaros?” (p. 86)

Un recorrido a caballo nada menos que con los mongoles, algo así como moverse punto a punto en un espacio sin referencias: “En la inmensidad del lugar, nuestro avance semejaba tan lento que cualquiera diría que estábamos parados. La llanura rielaba. Hacia el este, los camellos extraviados habían aparecido chapoteando en medio de fantasías de agua. Y cuando llegamos al pie de las montañas nos encontramos con un nuevo viento, frío y diáfano, que olía a piedra.” (p. 185)

Así, a lomos de un caballo, descubre una Mongolia que no esperaba:

“Yo creía que cruzar Mongolia a caballo sería un empeño más solitario. Imaginé paisajes melodramáticamente vacíos, abundancia de esplendores físicos, pero escasas oportunidades de vida social. Me preguntaba cómo podría conocer a los mongoles en aquel espacio inmenso.

“No tendría que haberme preocupado. En Mongolia, mi agenda social estaba repleta. De todas partes me llegaban invitaciones para almorzar, reuniones para beber y compromisos para cenar. Había ocasiones en que cruzar la estepa de Mongolia era como una gira real, en la que yo fuera el improbable centro de atención. Siempre había manos que apretar, bebés a los que acariciar, gers que visitar, rebaños que inspeccionar, tazones de airag que aceptar, brindis por lanzar y paisajes que fotografiar… Pero en Mongolia la gente se materializa de forma tan misteriosa como las nubes.” (p. 208)

Y se materializaban en forma de bibliotecarios, de parejas recién casadas, de borracheras, de borrachos y gente sabia, de niños y un anciano lama de casi cien años que le habló de cuando en Mongolia se prohibió el budismo, de todos sus guías e intérpretes y de los espacios abiertos de la estepa.

En una narración impresionante donde se mezcla una cantidad impresionante de información, Stewart plasma la historia del pueblo mongol en diferentes etapas, desde su origen hasta las etapas más importantes.

“…La historia secreta de los mongoles… se habla de un lobo azul y de un gamo que llegaron a estas regiones después de cruzar los mares. De su unión nació una criatura humana, Batacaciqan, el primer mongol, que vio la luz junto a la cabecera del río Onon.” (p. 300)

Pero más que eso, hace una excelente semblanza del pueblo mongol.

“En Ulan Bator [capital de Mongolia] vive actualmente medio millón de mongoles, la cuarta parte de la población de todo el país. Sin embargo, el flujo hacia la ciudad no ha comportado el habitual desdén por la vida menos refinada que han dejado atrás. Los mongoles echan de menos las estepas. El paisaje, los caballos, el ganado y el vientre hinchado de las gers les proporcionan su identidad, por grande que sea el divorcio con todo esto que comportaba vivir en la capital. Todo el mundo es consciente de que Ulan Bator no es Mongolia y de que viviendo en esta ciudad no pueden ser auténticos mongoles.” (p. 289)



 



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