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Montañismo y Exploración
Huertos tropicales y minas de oro
15 septiembre 2000

He preferido utilizar el término legua por varias razones. La primera es que esta medida es más antigua y da la idea de profundidad en tiempo y distancia. Hay otra más real: la gente de la sierra y de las barrancas miden las distancias en tiempo aproximado de recorrido, un tiempo muy personal y subjetivo que nosotros, malamente acostumbrados a la exactitud como si en ello nos fuera la vida, nos hace malas jugadas. Finalmente, pueden escucharse términos de medida como varas y fanegas en vez de metros y kilos; así pues, al hablar de leguas recorridas estoy refiriéndome de una manera sutil al hombre que vive en la sierra. Aunque varía de país en país, la legua en México equivale a 4,190 metros aproximadamente.







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El agua cae con violencia y en pocos minutos se forman grandes arroyos donde antes había solamente tierra sólida. A lo lejos, hacia el norte, los haces de luz que recortan las nubes se desmenuzan en lo alto de la sierra, en lo profundo de las barrancas. Así llueve aquí, en la Sierra Madre Occidental. Aquí, las múltiples direcciones a que estamos acostumbrados se reducen sólo a dos: arriba y abajo, sea en los ríos o en las montañas. Sólo dos direcciones.

Hace 12 días que salimos de La Ciudad, un pueblo situado en la carretera que une Durango con Mazatlán. Llevamos ese tiempo de caminar y todavía falta mucho para dar por terminada la Expedición UNAM-México Desconocido a la Sierra Madre Occidental del estado de Durango, cuyo punto final es el mineral de Topia, la histórica Topiamé, conquistada a fuerza de armas por los españoles del siglo XVI al mando de don Francisco de Ibarra. Era entonces el 3 de mayo de 1563.

Escurrimos agua y sudor por todos lados, pero mantenemos la marcha porque estamos cerca de San Miguel de Cruces, el fin de la primera etapa de un recorrido por la sierra que calculamos en 600 kilómetros. Pueden ser más, pueden ser menos.


Al filo de la barranca

A partir de La Ciudad caminamos unos trece kilómetros sobre una carretera sinuosa hasta Borbollones, un pueblo pequeño y —eso lo aprenderíamos pronto— característico de toda la sierra: casas hechas de madera lo mismo que los techos de donde salían columnas de humo a las horas de las comidas. En el camino adivinamos, más que ver, la presencia de una barranca. No la vimos porque era ya tarde y la neblina cubría hasta a la neblina misma, aunque de vez en cuando nos dejaba ver un poco más allá de los 10 metros. La adivinamos por el viento que subía, por ese sentir el viento que venía desde abajo. Allá, en algún lado que no alcanzábamos a ver, había una barranca de las legendarias de lo que los camioneros llaman "Espinazo del Diablo".

En Borbollones fuimos notados inmediatamente. "¿De dónde vienen?", "¿Qué hacen aquí?" Preguntas normales en una persona que ve llegar a su tierra a otros con pantalón corto y una mochila a la espalda. Eran hechas con mucha cordialidad y simpatía, pero precisamente por eso las preguntas requerían respuestas que satisficieran a todos los que estaban cerca del lugar al que llegamos: una tienda de abarrotes. También de madera.

El propietario nos aconsejó, ya que íbamos a la barranca, que siguiéramos hasta el rancho Arroyo del Agua, a una hora de camino, todo de bajada. De seguro ahí el ranchero nos daría alojamiento porque era muy buena persona. "Claro que sí: él les puede dar alojamiento". Y claro, una hora de caminar no es mucho. Si en realidad es una hora. Pero para nosotros la luz de día y todo vestigio de orientación se perdieron tres horas después sin haber llegado al rancho.

No sabíamos en qué lugar estábamos y ni siquiera teníamos idea del lugar en que el rancho podría estar. Sólo bajábamos. De todos modos, esa sería nuestra ruta del día siguiente. Más tarde, linterna en mano, escuchamos ruidos de hombres: Arroyo de Agua estaba cerca, justo bajo nuestros pies, tras un risco de cuarenta metros.

Con la noche encima, llegamos al rancho y llamamos a voces. La gente no salía. Comenzó a lloviznar y entonces pasé el cerco alambrado para llegarme hasta la puerta de la casa y tocarla. Había una columna de humo, había aroma de comida. Tenía que haber gente. Finalmente, tras algunas ocasiones en que toqué y no contestaron, se escuchó una voz. "No va a pasar nada", decía a otras personas que no hablaban. Un hombre de estatura regular y de amplio bigote abrió la puerta y después de un rato sonrió.


Silencio y sorpresa

En nuestra búsqueda del camino hacia Tayoltita, el lugar en donde tendríamos claro por primera vez el camino que habríamos de recorrer hacia el norte, nos enviaron barranca abajo. El bosque de pinos y encinos fue quedando atrás y aparecieron árboles tropicales entre los cuales serpenteaba una vereda llena de hojas cafés de tan secas.

La subida por los innumerables cerros de la sierra es bastante pesada, pero se aligera un poco cuando llueve como si cayera el mismo diluvio universal, como entonces nos sucedía. íbamos empapados, con sólo las mochilas cubiertas por las mangas para que no se mojara la ropa que nos pondríamos al dormir. Es el atardecer y el frío aumenta, pero nuestro ánimo no disminuye.

La meta es El Palmarito, un reducido caserío enterrado en el fondo de la barranca que no dista del rancho "más de cuatro o cinco horas para ustedes, que llevan buena carga". Nuevamente el tiempo, un tiempo que no es aquel con el que estamos acostumbrados. Comenzamos a andar a las siete de la mañana por un camino de herradura que a veces pierde su claridad y a la una de la tarde nos detuvimos en un arroyo. Javier y Ubaldo, mis compañeros en esta parte de la expedición, se adelantaron en algún sitio, mientras yo tomaba fotografías. Ellos ya sabían que yo los alcanzaría porque me detenía constantemente a fotografiar el paisaje, la tierra.

Cuando guardé la cámara, me senté a descansar recostado en la mochila. Todo estaba mojado, menos la roca donde la había puesto para fotografiar libremente. De repente me descubrí inmerso en un profundo silencio. El ruido que llegaba a nuestros oídos era el que hacíamos al caminar o el de nuestra conversación. Incluso la respiración se escuchaba. Pero cuando me quedé solo, el silencio me abrumó. En realidad no sabía qué era lo que me tenía extasiado, sentado bajo un gran cedro. Sólo escuchaba. Ni las voces ni los pasos de mis compañeros se escuchaban. Estaba solo. ¿Era el preludio de lo que debería pasarme cuando mis compañeros se fueran? ¿Así de fuerte sería la sensación?

Silencio. Delante de mí, la gran tajada en la tierra. Una inmensidad que no acababa de abarcar con los ojos. Vertiginosa toda ella, vestida con el silencio era más inasequible aún. Así que me quedé mudo, con el oído atento. A lo lejos, escuché a un caballo y un minuto después, ruidos en la hojarasca. Voces de personas platicando.

No son serranos. La gente de la sierra no habla cuando camina. Tomé todo con calma. Eran voces que se acercaban a mí, que bajaban por la misma vereda que nosotros estábamos usando. Traté de adivinar el tiempo que tardarían en llegar hasta el lugar en que estaba. Como yo estaba oculto por un par de rocas (había ido hasta ahí para colocar la mochila sobre rocas) y la vegetación, esperaba que no me vieran y pasaran de largo. Era, claro, un juego que siempre llevo a cabo con algunos amigos en el bosque para aprender a rastrear. No había que hacer ruido, uno debía confundirse con el paisaje de ser necesario. Así era como había podido burlar un par de veces a quienes me "perseguían" mientras yo permanecía quieto y silencioso sobre el árbol bajo el cual pasaban.

Los ruidos llegaban cada vez más fuertes y en diez minutos estaban junto a mí.

Eran soldados.

Soldados novatos, por lo que parece. Hacen mucho ruido.

Así que permanecí callado. Uno de ellos giró su cabeza un poco más hacia mí por ver una roca que le había llamado la atención y se asustó al verme. Llevó su mano al rifle y gritó a sus compañeros. En segundos, estaba rodeado por los soldados y tenía apuntados hacia mí al menos tres rifles. Y montones de preguntas. Todo se solucionó cuando mostré mi identificación de la universidad y el oficio dirigido a las autoridades del estado explicando lo que nosotros hacíamos ahí.

—¿Pero por qué se quedó callado, amigo? No lo vuelva a hacer porque pa' la otra se puede encontrar a un soldado raso que no tenga experiencia y entonces ni va a preguntar.

Por supuesto, estuve de acuerdo y marchamos todos barranca abajo, hacia donde corría el río Presidio. Ellos también aprendieron la lección porque caminaron silenciosos.


Huertas de mangos

A las cinco llegamos a Palmarito. Don Emilio Hernández y su esposa nos dijeron que podíamos pasar la noche en su casa. Vino entonces la plática alrededor de los árboles de mango a los cuales nos llevó don Emilio para que comiéramos. Por supuesto que no tuvimos ningún remordimiento en deleitar nuestro paladar con jugosos mangos que podíamos elegir de entre cientos que pendían del árbol más cercano. Inclusive de cualquiera de los muchos árboles de mango que había. Porque eran cientos y los vecinos de Palmarito nos invitaron a llevarnos tantos como pudiéramos cuando partiéramos al otro día.

Si pudiéramos vender todo este mango, las cosas para nosotros serían mejores, pero no hay caminos y uno tiene que sacar la fruta a lomo de bestia. Aquí los comemos cuando hay, todos los que podemos porque es una fruta muy buena. Pero con todo, son muchos y las vacas, los cerdos y las mulas también se los comen.

Tuve la certeza de que así era porque en ese momento un cerdo pasó cerca de nosotros y comió dos de ellos. Hasta el hueso se tragó.

Según don Emilio, cada año se echan a perder noventa toneladas de mangos de buena calidad que podrían venderse en borbollones o La Ciudad, incluso hasta El Salto. Pero con el hambre, no pensábamos en otra cosa que comer mangos: cinco, diez, quince. Los que fueran antes que echarse a perder porque "es un pecado dejar que la comida se eche a perder". "Ustedes dispensen que sean de los corrientes, pero no hemos plantado los finos porque no tiene caso".

Y luego, una comida: frijoles, tortillas y un huevo frito para cada uno. Café endulzado era el complemento. Así es la gente en la sierra: nunca preguntan cuántos son ni cuánta hambre tienen; siempre le dan de comer a todo viajero. Y además, su casa y su amistad.

Las laderas áridas

Al día siguiente, caminamos con lentitud tanto por la cantidad de mangos que añadimos a nuestras provisiones como por lo adoloridos que teníamos los músculos de las piernas: bajar una barranca no es tan sencillo como parece. Se cansan todos los músculos de las piernas porque el esfuerzo es completamente diferente al que estamos acostumbrados a hacer. Sin embargo, estos dos inconvenientes desaparecieron de nuestra mente cuando cruzamos el río Presidio por un puente colgante bastante viejo, con los cables de acero muy flojos y los maderos ya podridos; abajo, un caudal tremendo de agua sucia por las lluvias que caían en lo alto de la sierra. Era verano.

Una vez que pasamos a la otra orilla, nos enfrentamos a la parte más ardua de toda la barranca: la subida. Ã?sta, como la mayoría de las pendientes que dan al sur en la Sierra Madre Occidental, era bastante árida, a comparación de las pendientes de la otra vertiente: verdes, tropicales y frescas. Si la bajada nos había costado varias horas de caminar, la subida sería un esfuerzo bastante prolongado, que trataríamos de atenuar con el jugo de los mangos. Pero no podríamos evitar el sol, a menos que lloviera todo el día y ya sabíamos que después de un par de horas querríamos evitar estar empapados sin lograrlo.

Así que como la subida se presentaba bastante pronunciada y con el inconveniente del sol, pensamos en pasar la noche en Malanoche que, según nos decían, estaba bastante arriba del río. Eso haría que nuestro ascenso fuera cortado en dos etapas menos pesadas. Subimos por una vereda que se doraba al sol y quedamos exprimidos en poco rato. El calor seco contrastaba notoriamente con el de Palmarito, húmedo y sofocante. Poco después de una hora desembocamos en una terracería y la seguimos hacia arriba; una hora más tarde, nos detuvimos en un mirador desde el que se divisaba Malanoche a 300 metros bajo nuestros pies. Nos resistimos a regresar por donde habíamos subido y descendimos por una vereda empinada que desembocaba en una mina abandonada. Nos habíamos preguntado el porqué del nombre del pueblo y nuestra curiosidad se vio satisfecha esa misma noche: los jejenes estaban hambrientos y sus armas tan puntiagudas que por la mañana parecíamos enfermos de sarampión.

A pesar de haber pernoctado en Malanoche, la cuesta la subimos en dos días más. El primero fue el más pesado a causa del calor. Tuvimos que escondernos en la sombra de arbustos raquíticos de hojas durante las horas más cálidas. Sobrevivimos a base de los mangos que cargábamos desee Palmarito. Por la tarde llegamos a un excelente mirador natural. Ninguno sabíamos cuánto nos faltaba ni por dónde había que andar, así que decidimos acampar para tomar fotografías al día siguiente. Poco después, el agua de lluvia rebotaba contra el toldo de la tienda. Salimos y nos bañamos a cuerpo desnudo: debíamos aprovechar la ocasión.

El amanecer fue grandioso. Nos levantamos cuando todavía era de noche. Doblamos la tienda y guardamos todo en las mochilas. Después, nos sentamos a esperar el amanecer. Hacia el oriente, vimos crecer poco a poco la luz y las peñas de toda la barranca fueron matizándose de colores hasta descubrirnos un paisaje impresionante.

"Era como si la tierra se hubiese dejado morir y viésemos sólo las costillas de ese gran cadáver que era la Sierra Madre, todas cubiertas con un pliego delgado verde y café que las uniera. Es un espacio donde vive el hombre, aferrado a sacar el sustento de ese cadáver viviente. Pero no era cadáver. La residencia del hombre lo demostraba: la Sierra vivía con mucha fuerza y nuestra apreciación demostraba lo poco que la podíamos comparar con algo majestuoso. Todo aquello era hermoso, muy hermoso."

El segundo día de ascenso fue extenuante. La ladera de la barranca no ofrecía una sola gota de agua y nuestra reserva se fue agotando poco a poco, conforme pasaba el día. Comenzamos a medir el calor por la rapidez con que se mojaban nuestras playeras después de secarse en cada descanso. Poco a poco, me quedé atrás, más atrás que ninguna otra ocasión. Tomaba fotos y caminaba. Pasó una hora, dos, tres sin ver a mis compañeros. Sabía que iban delante de mí por sus huellas, pero me inquietaba la distancia que pudiera haber entre nosotros.

Era la una de la tarde. Caminaba y platicaba con mi amigo y él me contestaba o platicaba algo más cuando podía. Era el calor, el esfuerzo de estar ahí. Sabíamos que platicar, aunque fuera a intervalos, nos haría la caminata más ligera y avanzamos con mayor rapidez. Pero llegó el momento en que me cansó la mochila y nos detuvimos a descansar bajo un árbol. Me acerqué, como de costumbre, a una roca donde puse la mochila después de quitármela. Extraje el bidón y di tres tragos. Cada uno lo dividía en ocho pequeños tragos. Había aprendido que así era como se aprovechaba más el agua. Después, le ofrecí a mi amigo... En ese instante se esfumó. No estaba ya cuando dos segundos antes me platicaba todavía algo sobre la Zona del Silencio. No estaba... Me di cuenta que comenzaba a alucinar por el calor. Debía hacer algo y lo hice: a partir de ahí caminé por toda la vereda mientras me hablaba. No podía dejar que me sucediera otra vez.

Cuando alcancé a los muchachos estaba muy cansado y tenía mucha sed. Había bebido de un charco lodoso que encontré entre varios arbustos. Sabía a lodo, pero me mantuvo despierto. Lo curioso fue que mantenía un estado de lucidez que aparece con frecuencia en las personas que están llegando al límite de sus fuerzas. Un estado al que había llegado varias veces.

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