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Montañismo y Exploración
En los confines de la Sierra
15 octubre 2000

He preferido utilizar el término legua por varias razones. La primera es que esta medida es más antigua y da la idea de profundidad en tiempo y distancia. Hay otra más real: la gente de la sierra y de las barrancas miden las distancias en tiempo aproximado de recorrido, un tiempo muy personal y subjetivo que nosotros, malamente acostumbrados a la exactitud como si en ello nos fuera la vida, nos hace malas jugadas. Finalmente, pueden escucharse términos de medida como varas y fanegas en vez de metros y kilos; así pues, al hablar de leguas recorridas estoy refiriéndome de una manera sutil al hombre que vive en la sierra. Aunque varía de país en país, la legua en México equivale a 4,190 metros aproximadamente.







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Al salir de Santa María de Otáez dejaba atrás dos etapas diferentes y atractivas del recorrido por la Sierra Madre Occidental de Durango. Realmente no sabía qué me esperaba en esta última etapa. La Expedición UNAM-México Desconocido seguía adelante.

La gente se sorprendió cuando crucé Otáez esa lluviosa mañana. "Espere a que escampe", me decían, pero como todavía faltaban muchas leguas por andar, seguí adelante barranca abajo. Perdí dos veces el camino a Cuanas, una ranchería asentada al lado del río donde se levanta el vado que encamina al viajero hacia San Pedro de Azafranes, mi siguiente objetivo. ¿Cuánto faltaba? "No está lejos. Yo una vez fui desde Otáez hasta San Miguel del Cantil y luego regresé ¡en un día! Lo más que puede hacer con esa mochilona a paso tranquilo serán cuatro horas".


El reloj de la Sierra

La gente del pueblo se sorprendió cuando crucé Otáez esa lluviosa mañana. Sabían que había llegado solo y que me iría solo. Pero también sabían que no conocía la sierra, que me había negado a aceptar guías y que en mi cabeza había una idea que ellos no lograban comprender. ¿Topia? Está muy lejos todavía y alcanzar ese punto a pie por donde no hay caminos transitables era precisamente la locura que ellos no entendían de mí.

"Espere a que escampe", me dijeron, pero delante de mí todavía quedaban muchas leguas por andar. Sin saberlo, me metía cada vez más en lo profundo de la Sierra Madre Occidental, ahí donde la información es escasa, donde los mapas más detallados marcan espacios vacíos. Espacios en blanco. Así que salí del pueblo en medio de la neblina y caminé. Cinco minutos después, el pueblo ya no se veía.

Santa María de Otáez representaba la división de mi recorrido. La primera parte la había hecho con dos amigos: Javier y Ubaldo. La segunda, más fuerte, más difícil, la hice solo a partir de San Miguel de Cruces. Otáez era como la madurez, un estadio en la expedición en que la soledad había pasado a segundo término. Era cierto que estaba solo, que seguiría solo hasta Topia, pero ahora todo era diferente. No sabía qué me esperaba en esta última etapa, como no lo sabía de las etapas anteriores, pero la soledad no me pesaba como al inicio y disfrutaba mucho más todo.

Durante dos días había estudiado los mapas y sabía que la población más próxima era San Pedro de Azafranes. Por las tardes escampadas lo veía desde Otáez, cercano como una naranja en el árbol. Pero primero debía bajar y subir una pequeña barranca. Cuanas era la ranchería por la que debía encontrar el paso hacia San Pedro. Eso me habían dicho porque en mis mapas no había señal de ningún tipo de vereda.

En medio de la niebla y sin conocer el camino, perdí por dos veces la angosta vereda que llevaba a Cuanas, pero me fue posible rectificar porque encontraba gente. Mientras más bajo en la barranca está uno, más depende de la gente del lugar... o de la exploración por ensayo y error, cansada y larga en extremo. Al fin, tras algunas horas de camino, llegué a Cuanas, una pequeña ranchería donde el nivel del río es bajo y uno puede pasar tranquilamente a pie. No había, me habían dicho, otro vado ni arriba ni debajo de ese punto.

Descansé en el río un rato y luego comencé a subir. ¿Cuánto faltaba? "No está lejos. Yo una vez fui desde Otáez hasta San Miguel del Cantil y luego regresé en un día. Lo más que puede hacer con esa mochilona a paso tranquilo serán cuatro horas". Eso me había dicho un hombre que transitaba mucho ese camino. Cuatro horas. No es mucho tiempo, así que tomé todo con calma.


Una subida interminable

Hacia el mediodía comenzó a llover. Como siempre, subí mi mochila y yo me dejé empapar. Llevaba tanto tiempo en la sierra que la lluvia se había convertido casi en la ducha diaria que tomaba. Agua limpia que mojaba el cuerpo y lo refrescaba. Lo único que no me gustaba era que con la lluvia perdía mucha visibilidad y si de por sí ya estaba hundido en un mar de nubes bajas y dentro de la barranca, perder de vista a Otáez era perder el único sitio conocido. Caminaba a ciegas, por decirlo así.

Todo el día llovió. Todo el día seguí el camino hacia arriba. No había otro. Pasaron dos horas de subida. Me encontré a un muchacho que bajaba por donde yo subía. "Adelante hay dos caminos. No tome el de la derecha y llega a San Pedro". Una hora más. A diferencia de la caminata sin lluvia, ahora no podía escribir porque se mojaría el cuaderno. Estaba, ahora sí, solo. Al fin encontré la desviación pero no fueron dos sino tres las desviaciones. "¿Cuál tomo?" "...la de la derecha no." Así que elegí la que parecía mejor. Caminé media hora y hallé a un hombre trabajando su tierra.

Como a mí, la lluvia le corría por el cuerpo. Se agachaba, arrancaba yerbas, metía la coa (¡la coa hasta acá!) y seguía trabajando. De alguna manera, la experiencia de cuando bajamos la barranca del río Presidio se me había quedado muy grabada en la mente y no hacía ruido. Había aprendido a andar silencioso, a no romper las ramas secas de los árboles que estuvieran tiradas, a ver el piso y lo alto del follaje casi al mismo tiempo para ver aves de cientos de colores que volaban calladas, sumidas en la niebla. Así que el hombre no me notó sino hasta haberlo saludado. No. No era por este camino, sino por el otro que había dejado detrás hacía rato. Y regresé.

Cinco horas. La lluvia no era fuerte, pero mojaba toda la tierra. El camino por donde andaba se convertía a veces en un pequeño arroyo en el que mis pies se sumergían en agua que a veces bebía. No había manera de saber la hora por medio del sol, de saber si estaba en el camino correcto, de poder vivaquear en un lugar seco o de ver un punto visible a lo lejos. Seis horas. Seis de subida y dos de bajada. Eso ya duplicaba el tiempo que me habían pronosticado. No me debía desesperar, así que comencé a contar el número de pasos que daba. Primero, cada quinientos, después cada mil y al final llegaba hasta los dos mil pasos, aunque sintiera que las piernas me reventaban. No debía desesperarme pero tampoco debía quitarme de la mente que era extremadamente importante llegar a San Pedro. Si quería realmente descansar. Por supuesto, me quedaba el recurso de dormir bajo la lluvia, completamente mojado. Pero no era precisamente mi idea.

Siete horas. No sabía ni por qué consultaba el reloj. Sería preferible no verlo, no saber cuánto había caminado. Después de todo, llegaría cuando tuviera que llegar. Pero entonces no lo había asimilado bien: apenas llevaba un mes en la sierra. Un mes. Siete horas. Las siete horas más largas que hubiera tenido hasta entonces. Y la lluvia seguía cayendo.


Senda borrada

Hice una exploración en los alrededores de San Pedro buscando más cuevas de gentiles. Hallamos Â?me acompañaba el juezÂ? una enorme cueva de la que extraje un cráneo de vaca que explicaba la desaparición de algunos de estos animales en los alrededores: nadie entraba ahí por el miedo milenario a lo desconocido.

Un poco más cerca del pueblo, arriba de una peña alta y cubiertos ya por la vegetación, hallamos los cimientos bien delineados de una casa de gentiles. Alrededor había cerámica muy vieja y metales fragmentados; fue todo. Mientras admirábamos ese pasado roto, me explicaron lo que hasta entonces no había entendido: "Sí, se hacen cuatro horas, pero si anda a caballo y siendo criollo."

Al tercer día enfilé a las partes altas de la sierra, siempre al norte. Me condujeron a una vereda por la que desde hacía muchos años que no se transitaba y me recomendaron tener mucho cuidado para no perderme. En efecto: el camino se borra a un par de cientos de metros del último rancho. A partir de ahí todo consistía en adivinar por dónde había discurrido. Con frecuencia me encontraba ante riscos que no podía bajar y tenía que regresar un tramo considerable a probar suerte por otro lado. Tuve que dormir una noche en un refugio que construí junto a una roca.

Esa senda fue la más silvestre de toda la sierra. En el suelo había hojas de todos colores, desde las verdes hasta las del color ocre ya carcomidas por el agua y el viento; una tierra azul (estoy seguro del color) contrastaba de una manera admirable con el entorno y creaba fantasía junto al colorido de las aves y su orquestal canto. Era excepcional.

En la tarde del día siguiente llegué a San Mateo y me ofrecieron llevarme a Santiago de Bosos. Alguna impresión particular debió causar un jinete en pantalón corto, con una mochila a la espalda, montado en un pequeño burro que seguía a dos briosos caballos, en medio del crepúsculo, a través de los innumerables vados de un río crecido.


San Miguel del Cantil

El ascenso por la barranca de San Gregorio fue largo y lento. Dos días tardé en llegar a San Miguel del Cantil, un lugar que deseaba conocer por lo sugestivo del nombre. Debía estar rodeado de murallas rocosas, de algo misterioso que se traslucía en el nombre mismo. Y no me equivoqué. Con alrededor de 50 casas, todas diseminadas a lo largo de una sola calle que transcurre por el cerro mismo, El Cantil, como se le conoce, sólo tiene 10 casas habitadas. Tiene correo y telégrafo y sirve de puente entre el mundo exterior y todos los ranchos y pueblos de alrededor.

Al atardecer presencié la eterna lucha entre la luz y la sombra: un crepúsculo que se extendía desde el occidente más lejano y visible: Sinaloa. Una hora más tarde, una increíble granizada caía sobre el pueblo y nos dejaba sin habla dentro de las casas, techadas con lámina; el ruido era ensordecedor.

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