follow me
Montañismo y Exploración
Huertos tropicales y minas de oro
15 septiembre 2000

He preferido utilizar el término legua por varias razones. La primera es que esta medida es más antigua y da la idea de profundidad en tiempo y distancia. Hay otra más real: la gente de la sierra y de las barrancas miden las distancias en tiempo aproximado de recorrido, un tiempo muy personal y subjetivo que nosotros, malamente acostumbrados a la exactitud como si en ello nos fuera la vida, nos hace malas jugadas. Finalmente, pueden escucharse términos de medida como varas y fanegas en vez de metros y kilos; así pues, al hablar de leguas recorridas estoy refiriéndome de una manera sutil al hombre que vive en la sierra. Aunque varía de país en país, la legua en México equivale a 4,190 metros aproximadamente.







  • SumoMe

Sierra y selva

Anochece y debemos apurarnos. Sin embargo, vamos a un ritmo más lento. No es por la lluvia por lo que estamos disminuyendo la marcha, porque desde hace rato ya no cae. Tampoco es por cansancio. Se trata de una razón especial y personal: Javier pierde la noción de las tres dimensiones en la oscuridad y todo le parece un retrato que no tiene profundidad. Un árbol, un charco o un agujero puede estar a diez o a cincuenta metros para él en el crepúsculo. Tenemos que apurarnos. Bien podríamos pasar la noche en pleno bosque, pero sabemos que ya estamos cerca: a lo lejos se escuchan los perros ladrando y ya percibe nuestro olfato el humo de los "calentones".

Caminamos todo un día lluvioso por La Mesa. Así es como llaman a la parte alta de la sierra. "Mesa". No tiene mejor palabra con qué describir la planicie de bosque donde uno se siente muy extraño después de haber caminado por horas o días en las pendientes de las barrancas. Pasamos pueblos y aserraderos que están detenidos porque no hay gente que los trabaje. "Es la época en que todos se van al monte de troceros o leñeros; ganan más".

En Cebollas nos quedamos extasiados por la extrema nitidez con la que divisamos la barranca Tayoltita. Al fin Tayoltita a la vista. Estábamos nuevamente al filo de la barranca, pero ésta era más impresionante que la del río Presidio. Bajamos tranquilamente porque nos habían dicho que sólo necesitábamos seguir la carretera hasta el pueblo, así que lo hicimos con calma porque el camino estaba en muy buenas condiciones y era inconfundible. Podíamos caminar por él de noche si era necesario. Tan ancho era.

Frente a nosotros, a varios kilómetros de distancia, estaba un pueblo a mitad del barranco. A mitad del barranco implicaba que por ahí habría gente. Quizá mucha. Ubaldo se adelantó y dos horas después lo encontramos sentado en mitad del camino.

—¿Cansado?

—No. Adelante se acaba la carretera y sigue una vereda.

¡No era posible! Desde arriba, de lo alto de la mesa, se nota muy claramente el camino que gira y rodea entre cerros hasta llegar al río, al fondo de la barranca, a Tayoltita. No habíamos cambiado de camino. El mapa (a partir de ahí ya podíamos tomar alternativas con los mapas que llevábamos) tampoco indicaba desviación ni interrupción.

La verdad era que nos habíamos engañado con el mapa. Airosos de salir de una zona que no conocíamos y de la cual no teníamos noticias topográficas, creíamos que con tenerlo y usarlo en la región tendríamos todo. Nos olvidamos de los muchos errores que pueden contener. Nos olvidamos de pedir detalles más precisos a le gente. Por eso creímos en la existencia de un camino que no estaba terminado, creímos que nos faltaba poco para llegar y que incluso de noche podríamos caminar. La realidad era diferente y nos encontró cara a cara, desconcertados. Había que caminar por una pequeña vereda que poco después se transformó en el camino más difícil que habíamos andado hasta entonces: lleno de rocas y hojas sueltas que ocultaban agujeros donde podía caer un pie o un animal pequeño, fui quien probó por dos veces esas trampas. Todo se resumía a dolerme un rato, caminar poco a poco y en minutos estaba nuevamente normal.

Eso creía yo. La verdad es que deseábamos llegar pronto a Tayoltita y hacíamos lo posible por llegar ese mismo día. Pero la rapidez y un tobillo lastimado no son buenos amigos y llegó la tercera torcedura, más fuerte que las anteriores. Tuve que sostenerme de Javier porque sentía que la fuerza del cuerpo me abandonaba. Así de sencillo. Estábamos aproximadamente a una hora del pueblo al que desde hacía días queríamos llegar. Una hora. El tobillo cambió los planes. Tuve que usar como bastón una rama gruesa. A partir de ahí, casi sin peso en la espalda porque Javier y Ubaldo se lo repartieron en su mayoría, tuve que cojear por día y medio para llegar al pueblo. ¡Día y medio! La paciencia de mis amigos estaba en su límite.

Al cabo de ese tiempo llegamos a Tayoltita. Habíamos cruzado una espesa selva donde recogíamos mangos de las orillas de la vereda y sudamos hasta por los brazos. Ahí dentro fuimos alimento para los mosquitos y no era de extrañar que la gente nos viera como seres de otro mundo con el aspecto que teníamos. No tanto por la mugre pues la gente de la sierra conoce muy bien de los trabajos en la tierra y no se asusta por ello. Lo que más llamaba la atención fueron las mochilas a la espalda, las cámaras al hombro y yo con una gruesa rama a manera de bastón. Además, nadie acostumbra descender por donde lo habíamos hecho nosotros.

¿De dónde veníamos?


El tesoro de la Sierra Madre

Yo tenía que restablecerme de la torcedura de mi tobillo, que resultó ser un esguince de mediana fuerza. Cuando la doctora del centro de salud me lo dijo, lo único que temía era que no pudiera seguir con la expedición. Lo más sensato era quedarse en Tayoltita un par de días para que el tobillo descansara, así que nos colocamos en el mejor lugar de todo el pueblo: el balcón de la presidencia municipal. Hasta allá no llegaban los mosquitos y estaba fresco todo el tiempo, incluyendo la noche.

Desde que comenzáramos a caminar allá en La Ciudad, la gente nos había asegurado que Tayoltita era una de las poblaciones más importantes del estado. Una semana después, llegamos a ella. Había mucha distancia de por medio y aún así, la gente sabía de la existencia de Tayoltita. La razón de ello era de lo más sencilla: se trata de una población minera donde extraen oro y plata. De esta manera, la gente acudía desde muy lejos en busca de trabajo, de esa bonanza que les permitiría salir de pobres. De hecho, antes de llegar al poblado, pasamos cerca de la mina y cuando me acerqué a preguntar, lo primero que me dijeron fue "¿Buscas trabajo?" Al parecer necesitaban mano de obra.

Nos dirigimos a un pequeño restaurante donde comían mineros. En una mesa cercana a la nuestra estaba el prototipo de un gambusino: un hombre con sombrero de fieltro, terroso ya, con manos y cara endurecidos. Frente a él tenía un trozo de mineral que veía con mucha insistencia mientras comía los burritos que le habían llevado. Yo estaba fascinado por todo lo que ese hombre representaba: un trabajador de las profundidades de la tierra. Entonces se volvió a nosotros y nos preguntó si éramos fayuqueros. No. "¿Entonces buscan trabajo?" Y como respondiéramos negativamente, se acercó a nuestra mesa y comenzamos platicar.

Se llamaba Justino pero no quiso darnos su nombre completo, raro en un hombre que vive en la sierra. Al parecer, su nombre hablaba por sí solo: todo mundo en Tayoltita y alrededores lo conocía. Nosotros no, pero nos bastaba que estuviéramos platicando. Ã?l fue quien nos habló de las minas.

—Allá abajo encontraron una veta de un metro de espesor. Es oro camarada y de la mejor ley. Llevan diez años explotándola y no se acaba. Dicen que esa mina es la más rica del mundo. Sacan trozos completos de oro y no necesitan ni fundirlos. Claro, eso lo sabemos los mineros, pero la mina sólo dice que extrae plata, para engañar al gobierno. Cada semana viene un avión y lo cargan de oro. Dicen que es plata, pero sólo está recubierto. Y el carajo avión se va a Estados Unidos. Todo nuestro trabajo va para los americanos. ¡Carajo!

Pero no sólo habló de minas. Como gambusino, había recorrido gran parte de la barranca de Tayoltita y cuando explicamos lo que hacíamos ahí, nos habló de cuevas "donde los gentiles pintaron. Hay gente y manos y otras figuras que nadie entiende. De seguro son mapas para llegar a minas." Y nos enseñó las fotografías que había tomado para estudiarlas continuamente en busca del indicio de las minas míticas. Nos las mostró a la vez que creía que podríamos darle la pista deseada. "No están lejos. Son como cuatro horas en burro." El dolor en mi tobillo cada vez que caminaba me hizo renunciar al proyecto de visitar aquel lugar con petroglifos y pinturas rupestres.

Al día siguiente teníamos más datos sobre la fabulosa veta, puesto que el rumor estaba en boca de todos los mineros y todos querían trabajar en ella, sólo para maravillarse, para sentir que se extrae de la tierra algo muy valioso. Había quien decía que se iba a juntar con la mina de San José de Bacís, más al norte, a muchos kilómetros de distancia. ¿Qué no podía ser? Era más difícil pensar en los tres kilómetros que tenían que bajar para trabajar en la mina y todos los días bajaban. ¿Por qué no pensar en que se uniría a San José de Bacís?

En la vida de la mina había accidentes. Muchos. A veces tenían que usar escaleras de madera de mala calidad. Al instante, comencé a asociar lo que me platicaban con la novela "Germinal": el elevador que bajaba y subía a los tres turnos de trabajadores, los accidentes que se producían a veces, los gritos de los mineros, ya no sólo personajes de unas páginas escritas el siglo pasado, sino personas que tenía ante mí y que platicaban cómo habían escapado o ayudado a escapar a compañeros; las escaleras por las que escapaban de las profundidades de la tierra... Y a pesar de ello quisimos entrar a la mina.

Nos dirigimos a la presidencia municipal para averiguar cómo podríamos visitar la mina y ver el tesoro de la Sierra Madre que B. Traven que había obsesionado a tanta gente. La secretaria del municipio prometió hacer lo posible por lograr que entráramos. Por la tarde nos confirmó la visita: sería al día siguiente a las diez de la mañana. ¡Íbamos a entrar! Estaríamos a más de tres kilómetros de profundidad y veríamos los sitios desde los que se extraía la plata, el oro, veríamos trabajar a los mineros y estaríamos como ellos durante un par de horas, pendientes de que el sistema de ventilación no se detuviera.

Al día siguiente estuvimos a las nueve en la entrada de las instalaciones de la Compañía San Luis, la que tiene la concesión de extracción. Nos recibieron bien y salió un ingeniero que nos llevaría al fondo. Mandó traer cascos de seguridad para nosotros y de repente se fijó en mi cámara. ¿Para qué es? Era obvio. Se volvió a meter y después de quince minutos salió y nos dijo que nadie podía entras a la mina sin contar con la autorización expresa, preferentemente escrita, de la Compañía San Luis, con oficinas en Durango. En pocas palabras: nos vetaban la entrada gracias a mi cámara.

Entonces tomamos nuestras mochilas y salimos de Tayoltita rumbo al norte, hacia el lejano poblado de San Miguel de Cruces. A mitad de la ladera, colgada del barranco, está San Dimas, antigua cabecera municipal rodeada por varias colonias de mineros que no dejan descansar las entrañas de la tierra un solo momento. San Dimas era también el pueblo que días antes, cuando bajábamos por la otra vertiente, habíamos visto a mitad del cerro.

El camino nos llevó a la cumbre, cerca de donde, dicen, un individuo vendió su alma al diablo. Luego, al fondo nuevamente, esta vez con la lluvia encima. Allá abajo, en un arroyo, nos atrevimos a bañarnos en el crepúsculo. Agua fría y escenario infinito. Más adelante, por una equivocación, quedamos separados. Ubaldo y Javier tomaron por una vereda mientras yo me fui por el camino ancho de los camiones, un camino malo como no había visto antes. Un camión tuvo que hacer maniobras por diez minutos sólo para dar vuelta a una de las tantas curvas de la terracería. Más adelante, cayó un enorme bloque de roca en la mitad del camino, a pocos metros del transporte. Tuvieron que usar cadenas y al propio camión para quitar el obstáculo que, por supuesto, no podía quedarse ahí. Entonces entendí por qué es que transportan el oro y la plata en avión, además de la seguridad.

No los pude encontrar y no podía caminar lo suficientemente rápido como para alcanzarlos, así que seguí mi camino: ellos llegarían a San Miguel de Cruces. Ahí nos encontraríamos.


Preludio

San Miguel de Cruces. Es la una y media de la tarde. Nos levantamos a las 7:30 y fuimos a desayunar a una casa que funciona como pequeño restaurante para camioneros. Comimos con tranquilidad y alegres. Bromeamos y reímos. Porque hoy tenemos una celebración por partida doble. Lo primero es que terminamos la primera fase del recorrido tal como estaba planeado. Hemos aprendido mucho. Los tres. Llevamos cerca de 300 kilómetros caminados (algo más de 70 leguas) y apenas completamos una de tres partes.

La celebración pretende ser un anticipo del éxito total de la expedición puesto que hemos salido con bien de esta primera parte. Sé bien que celebrar antes de terminar toda la empresa es anticipar una victoria que no se tiene todavía. Nunca lo hago, pero más que celebrar el éxito, mis compañeros han decidido darme una especie de despedida porque ellos regresan a la ciudad de México y yo me quedaré solo. Estaré treinta días en la sierra completamente solo sin que nadie sepa en dónde podría encontrarme.

Regresamos al hotel y tomamos cada quien su mochila. Ellos esperarían un "raite" hacia Durango. Yo iría en dirección opuesta, hacia el poniente. Nos despedimos con un apretón de manos y yo comencé a caminar. Después de un rato, antes de llegar a una curva que me perdería definitivamente de su vista, me gritaron: "Buena suerte". Volví la vista y vi sus brazos agitados al viento, en señal de despedida. Me despedí y seguí mi camino.

Páginas: 1 2 3



 



Suscríbete al Boletín

Google + Facebook Twitter RSS

 

Montañismo y Exploración © 1998-2024. Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con SIPER
Diseño por DaSoluciones.com©