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Montañismo y Exploración
La cima
16 noviembre 2012

En septiembre de 1975, Doug Scott y Dougal Haston llegaron a la cumbre del Everest tras haber escalado por primera vez la pared suroeste. Su ascenso lo narraron en el libro de Chris Bonington y de él reproducimos un fragmento.







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Doug Scott. Me hice cargo de este desagradable trabajo cuando comenzó a hacerse un poco más fácil. Me encaramé a unas rocas que sobresalían de la nieve y observé que había una cueva entre las rocas y el hielo del nevero; quizás un buen refugio para más adelante. Poco antes de llegar a la Cima Sur descansé, y Dougal fue subiendo hasta donde yo estaba. Seguí dando la vuelta a la roca de la Cima Sur mientras Dougal recobraba el aliento. Me arrastraba a gatas, con el viento soplando y tirando nieve alrededor. Me caí en una posición para asegurar, inmediatamente debajo de la arista fronteriza, y me agarré a la cuerda mientras Dougal iba subiendo tras mis huellas. Después de descansar unos minutos, los dos nos pusimos en pie y seguimos escalando en dirección a la arista y, ante nosotros, apareció el Tíbet.

Después de todos aquellos meses que pasamos en el Cwm Occidental, tanto en ésta como en las otras dos expediciones, por fin podíamos extender la vista desde el Cwm hacia el mundo que existía más allá: las onduladas tierras pardas del Tíbet, al norte y nordeste, hacia el Kanchenjunga, e inmediatamente debajo de nosotros el Makalu y el Chomo Lonzo. Ninguno de los dos dijo nada, limitándonos a estar de pie allí, absortos en la contemplación del panorama.

Dougal Haston. El viento giraba alrededor de la Cima Sur como un ventilador. La Pared había sido escalada con éxito, pero no había lugar para la tranquilidad ni para los pensamientos alegres. Debíamos haber estado satisfechos, pero no fue así. Ciertamente, habíamos escalado la Pared, pero ninguno de nosotros quería detenerse allí. La cima nos hacía señas para que nos acercáramos.

Con frecuencia, en los Alpes, es hermoso terminar la ruta y no llegar a la cima; sin embargo, en el Himalaya es algo diferente, porque no se considera que una expedición ha tenido un éxito completo si no se alcanza la cumbre. Todo lo referente a la ruta que teníamos delante nos era conocido. Esta era la Arista Sudeste, la vía original de Hillary y Tenzing en 1953. Se calculaba que sería principalmente de nieve, sin demasiadas dificultades técnicas. Sin embargo, la nieve de la arista se parecía a la del Couloir, constituyendo un obstáculo mucho mayor para el avance que cualquier dificultad técnica. Ante este panorama, todo eran dilemas y dudas.

Consideré conveniente permanecer en la tienda de vivac hasta la puesta de sol o más tarde y, luego, escalar la arista cuando, en teoría, estuviese sólidamente congelada. Doug comprendió la lógica de este argumento, pero estaba claro que no le hacía mucha gracia. Sin embargo, como él no me sugirió nada, entré en la tienda de vivac y encendí el hornillo para estimular nuestra capacidad mental con un poco de agua caliente. Doug comenzó a excavar una cueva de nieve un poco profunda en la cornisa, demostrando con ello que no había rechazado del todo mi idea. El agua caliente, al pasar por nuestro maltrecho gaznate, frenó nuestra tendencia a un letárgico pesimismo.

Doug, cargando su mochila sobre la espalda, dijo:

—Vigila la cuerda. Voy a explorar las condiciones reinantes, por lo menos en un largo de cuerda. Si la cosa está demasiado mal, vivaquearemos; si no, avanzaremos todo lo posible.

No pude encontrar ningún fallo en su razonamiento, por lo cual agarré la cuerda, mientras él desaparecía hacia el Nepal. Era una buena señal notar que iba ascendiendo de prisa por la cuerda. Al llegar al extremo, Dougal me dio la señal: “Sube”. Siguiéndole rápidamente, me di cuenta de que había posibilidades de llegar a la cima. Las condiciones no eran excelentes, pero, comparadas con las del Couloir, merecían el título de aceptables. No hubo necesidad de decir nada cuando llegué hasta Doug. Se hizo a un lado, cambió la cuerda y yo continué. Una región agreste, maravillosa. A la izquierda, la Pared Sudoeste descendía en pronunciado declive; a la derecha, cornisas de acusados declives señalaban el camino al Tíbet. Se requería mucha atención, pero no había expresión de júbilo en nuestros movimientos. Apareció el Escalón de Hillary, diferente a todas las fotografías que habíamos visto. Este año no había ningún escalón rocoso, sólo una brecha en la continuidad de la arista de nieve. Setenta grados de pendiente sobre veinticinco metros de longitud. Ahora me tocaba otra vez explorar. Las condiciones volvían a ser malas, pero mi técnica era tan depurada que ni siquiera los diez grados de más ofrecían demasiado problema.

Doug Scott. Mientras estaba apoyando a Dougal durante la ascensión del Escalón Hillary, iba dándome cuenta de que alcanzaríamos la cima del Gran Everest. Hice otra fotografía de Dougal, y al hacer avanzar la película vi que se había terminado. No creía que hubiese más película en la mochila, porque la había dejado, junto con los guantes de repuesto y el fogón [sic], en la Cima Sur. Me quité la mascarilla de oxígeno y la mochila, dejándolas sobre la arista, delante de mí. Estaba sentado en la arista, con una pierna en el Nepal y otra en el Tíbet. Esperaba que Dougal avanzara con firmeza, porque yo no podía sujetar su cuerda, como no fuera con mis dientes. Mientras revolvía en mi mochila, encontré un rollo de película de color que, de algún modo, había quedado allí olvidada varios días. El frío era intenso, el viento soplaba con fuerza y arrojaba al aire la nieve que Dougal hacía caer por el lado de Nepal, enviándola hacia el Tíbet. Coloqué la película en la cámara y seguí tras mi compañero. Este era el lugar en que Ed Hillary había escalado, entre la roca y el hielo, por la grieta. Ahora, con toda la nieve del monzón en la montaña, esta grieta estaba cubierta, pero la consistencia blanquecina que presentaba la nieve hacía que la ascensión pareciera bastante difícil.

Una amplia arista subía por los últimos 300 metros. Era cuestión de abrirse paso. A veces, la capa de nieve aguantaba algunas pisadas, y luego, de pronto, se rompía y nos hundíamos en ella hasta las rodillas. Durante todo el camino nos dimos perfecta cuenta de la importancia de las enormes cornisas monzónicas que sobresalían horizontalmente por encima de los 3,000 metros de la Pared Este del Everest. Por consiguiente, nos mantuvimos a la izquierda.

Cuando íbamos abriéndonos paso a través de esta última sección, me di cuenta de que mi mente parecía estar en dos partes, una de ellas fuerza de mi cabeza, en algún sitio por encima de mi hombro izquierdo. Pensando bien lo que sucedía, noté que esto indicaba que no debía ir demasiado hacia la derecha del área de la cornisa y que debía mantenerme muy a la izquierda. Cada vez que tropezaba en la capa de nieve me daba cuenta de que tenía que avanzar más despacio y con más cuidado. En general, todo aquello que me infundía confianza y me parecía un fenómeno tan natural que apenas volví a pensar en él. Dougal asumió la tarea de abrir camino y fue en cabeza hasta la cima a lo largo de la pendiente final… y una roja bandera ondeaba allí. Las condiciones de la nieve habían mejorado y Dougal aminoró la marcha para que yo pudiera caminar junto a él. Entonces, uno al lado del otro, subimos los últimos metros y llegamos juntos a la cumbre.

El mundo se extendía debajo de nosotros. La cima lo era todo, más de lo que debería ser. Mi compañero, normalmente tan callado, se volvió expansivo y su cara se iluminó con una amplia y feliz sonrisa. Estábamos allí de pie, abrazándonos y dándonos palmadas en la espalda. Las consecuencias de escalar la montaña más alta del mundo influirían seguramente sobre nuestros sentimientos; estoy seguro de que a mí me sucedió, pero no puedo decir que me sintiera muy emocionado. Tampoco puedo decir que experimentase algún alivio al acabarse la lucha. En realidad, parecía avergonzarme de que hubiese terminado, porque habíamos sido totalmente programados y, ahora, teníamos que cambiar de dirección y emprender la marcha en sentido contrario.

Pero todavía no, ya que la vista era tan impresionante y el sol tan lleno de color, mientras iba desapareciendo, que aquel escenario nos tenía completamente absortos. Me quedé extasiado contemplando las pardas colinas del Tíbet; sólo parecían eso desde nuestra elevada cima. En realidad, eran montañas muy altas, algunas de ellas de 7,300 metros de altitud, aunque apenas con alguna nieve que indicase su importancia. Podía ver los ríos, como plateados hilos, serpenteando entre ellas, bajando hacia el norte y hacia el oeste como afluentes de otros más caudalosos, entre los que destaca Tsangpo. Hacia el este, el Kangchenjunga recibía los últimos rayos del sol, mientras que por el sur descendían unas nubes hacia los valles del Nepal y, más abajo, un amplio frente de negros nubarrones se dirigía hacia nosotros desde las llanuras de la India. Un relámpago iluminó siniestramente el cielo. Sin embargo, no nos marchamos precipitadamente, porque se tarda mucho en recorrer el Everest, tomando la vía norte, pasando por el Glaciar del Rongphu [sic], el glaciar del Rongphu Oriental, el Changse entre ellos. Allí estaban el Collado Norte y el lugar en el que Odell vio por última vez a Mallory y a Irvine trepando en dirección a él. Me pregunto si en realidad lo hicieron. Su ruta quedaba oculta por la convexa pendiente, y no había ninguna señal de ellos; nada. Aunque no era posible saberlo con toda la nieve monzónica, según me hizo observar la parte externa de mi mente.

Lo único que señalaba la existencia de alguien era la bandera, y transcurrió algún tiempo antes de que me volviera para mirarla. Sin embargo, aquello era una intrusión desagradable, y había otras cosas que hacer en lugar de mirar objetos hechos por la mano del hombre. Pero no podía dejar de observarla, de contemplar aquel trípode y aquella asta de metro y medio de altura, con un rosario de cintas rojas unido a la parte superior. Sacar una foto. ¡Ah, sí! Dougal tenía que hacerme algunas. No había hecho ni una fotografía durante todo el viaje.

—Vamos muchacho. Hazme una fotografía para mi madre. —Luego, le pasé la cámara—. Mejor que hagas otra, tienes el guante delante del objetivo. Ahora, una en blanco y negro.

Nunca ha sido muy hábil en fotografía, aunque, de todas formas, se agradecía su intención.

Dougal Haston. Estábamos viviendo un momento único de nuestra vida. Abajo, en las pardas llanuras del Tíbet, el Everest proyectaba una sombra de color púrpura sobre, quizás, unos 300 kilómetros. En estas vertientes septentrional y oriental flotaba la sensación de algo agreste y remoto, casi intocable. Era como si se estuvieran produciendo hechos milagrosos en la región del sol. Por un instante, dio la impresión de que este astro se hundiera detrás de una nube que se extendía levemente sobre el horizonte. El juego final, pensamos. Pero, entonces, la nube descendió más de prisa que el sol y éste apareció de nuevo, y así durante tres veces. Empezaba a sentirme como San Pablo en el camino hacia Damasco. Pero materialmente, frente a mí, había una pértiga de aluminio de agrimensor con una tira de lona roja.

En la primavera, las japonesas no habían dicho que hubiesen dejado o visto algo. Por unos momentos me sentí intrigado. Luego, la única respuesta: los chinos pretendían haber subido a la Arista Nordeste, inmediatamente después de la ascensión efectuada por los japoneses. Sin embargo, se había dudado de la validez de esto, debido a que las fotografías de la cima carecían del detalle de anteriores fotografías. Era bueno tener ante nosotros la prueba definitiva. Siempre es desagradable que el éxito de una expedición se vea empañado por las dudas.

Cuando, por fin, el sol ganó la carrera a las nubes y se deslizó sobre la arista vertical rocosa, un pensamiento vino a frenar nuestra euforia. Pero ¿qué pensamiento era éste? Bien; después de todo estábamos en el punto más alto del mundo, pero todavía nos quedaba un largo camino de regreso al Campamento VI. Además, pronto estaría todo oscuro y, entonces, ¿qué haríamos? Sabíamos que podíamos volver a la Cima Sur antes de que hubiese oscurecido. En noches anteriores, había brillado una luna muy clara y parecía posible descender por la Pared siguiendo nuestros propios pasos, si la luna se dejaba ver. Si no, y como último recurso, podríamos vivaquear. Después de todo, por esta razón habíamos traído el saco-tienda de vivaquear. Siempre había contado con la posibilidad de vivaquear a dicha altitud, aunque eso no quería decir que el proyecto me entusiasme. Finalmente, volvimos la espalda a la cima y comenzamos a descender.

Nuestras huellas se estaban congelando, haciendo más segura la marcha. Un rappel solucionó el Escalón de Hillary con la cuerda dejada en su sitio. Avanzando juntos, pronto llegamos, de nuevo, a nuestra pequeña cueva. La gran cantidad de nubes impedía que la luna nos iluminase. Las botellas de oxígeno dejaron de ser útiles y se convirtieron en meras cargas. Mientras esperábamos que hubiera algo de luz, era un alivio desembarazarse de las botellas y de la mascarilla. Poco a poco, al ir cubriéndose de nubes el cielo, las opciones fueron disminuyendo. Por tanto, decidimos considerar la posibilidad de un descenso en la oscuridad, contando con que las huellas serían profundas y, quizás, ahora estarían congeladas. Sin embargo, al considerar el descenso por una pendiente de unos quince metros, en el lado de la Pared Sudoeste de la arista, avanzando contra el fuerte viento nocturno y con los dedos de las manos y de los pies congelándosenos, desistimos de este plan y nos aferramos a la idea del vivac. Volviendo al lado resguardado, se lo comuniqué a Doug. En realidad, no había nada que decir. Y él procedió a ensanchar el agujero.


Chris Bonington. Everest, el supremo desafío. La primera ascensión a la cara sudoeste. Editorial R.M., Barcelona. 1980. 332 páginas. ISBN: 84-7204-075-5. Páginas 221-229


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