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Montañismo y Exploración
Iztaccíhuatl: nuestro actual patrimonio alpino
7 octubre 2011

Quienes nunca subieron al Popocatépetl ven ahora los grandes volcanes de México como un lugar donde antes se podía hacer escalada en hielo. Ése es su patrimonio. Pero dos montañistas decidieron visitar el lado abandonado de la montaña para reencontrarlo.







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Pertenezco a una generación de montañistas que ya no pudo hacer ascensos al Popocatépetl, porque la actividad del volcán hizo que lo cerraran oficialmente en 1994. Para mí los grandes glaciares de México son fotos encontradas en blogs de Internet, porque ahora ya no existen y la escalada en nieve, hielo o mixto es una mera ilusión. Éste es el patrimonio alpino que parece que perdimos.

Pero no es así.

El Iztaccíhuatl. Al fondo, la Cabeza, en primer plano, las rampas que llevan al Pecho.
Fotos: Diego Montaño.

El domingo 2 de octubre del 2011 Salatiel Serralde y yo fuimos al Iztaccíhuatl en busca de algo que quizá parecía perdido. Quizá encontráramos solo rampas de roca y hielo, pero tal vez estarían cubiertas de hielo y hielo, considerando las lluvias intensas y regulares que ha habido este año. Partimos con la mira en redescubrir esta abandonada faceta de las montañas de nuestro país.

En el Iztaccíhuatl, el potencial de escalada en hielo era amplio pero se redujo al Colador de Ayoloco que ahora es muy pequeño. Pero se ha dejado de lado el resto, porque es muy peligroso o simplemente porque no es viable escalar en hielo ahí por los cambios morfológicos que han sufrido las rutas clásicas. Por la cara occidental del Iztaccíhuatl (pero en la región norte) había varias rutas de éstas, que llegaban directo al Pecho (la parte más alta de la montaña) y se accedía a ellas por el pueblo de San Rafael.

Pero San Rafael ya no es una opción: la inseguridad en esa zona ha ido creciendo cada vez más, pese a las protestas de los montañistas y ha sido abandonada poco a poco. Aún van algunos y ellos son las víctimas de los asaltos. Así que nos sentimos excluidos de esa zona y nos dirigimos al cómodo acceso por el sur, por La Joya. Por ahí transita la gran mayoría de los montañistas al volcán y por ahí nos adentramos hasta el refugio Otis McAllister, al pie de Ayoloco. Como nuestra intención era explorar las rutas técnicas y no sabíamos qué encontraríamos, íbamos preparados para casi todo.

La época parecía adecuada: la temporada de lluvias terminaba y comenzaba el frio. Eso podría garantizar algo de nieve y por la mañana no habría caída de rocas, la orientación de la pared nos daría algunas horas más de seguridad. Nuestra estrategia: salir tarde para tener visibilidad y poder trazar una vía, ya que no conocíamos las zona, pero deberíamos movernos rápido para encontrar buenas condiciones de hielo en las empinadas rampas y cascadas.

En la Rampa de Oñate.

A las cuatro de la mañana bajábamos la cañada que divide Ayoloco de los corredores que llevan al pecho. Con niebla y confundidos por no conocer el terreno, topamos con un risco que desescalamos. En la parte final, apenas a dos metros de un campo de arena, encontramos un viejo pedazo de metate anclado a una roca por donde se hace tiempo alguien se descolgó para bajar los dos metros de desnivel que faltaban. Decidimos usarlo para no perder tiempo: si el metate fallaba en dos metros, no pasaría gran cosa pero usar nuestro equipo sí llevaría mucho tiempo. Sal bajó primero y el pedazo de roca aguantó pero cuando bajé yo, se rompió y caí de sentón en la arena de abajo. Fue un susto ligero, pero cómico y un riesgo calculado que nos ahorró tiempo. La siguiente ocasión resolveremos este paso con alguna opción más moderna.

Cruzamos el río en el fondo de la cañada y ascendimos rumbo a los corredores que llevan al norte por un fastidioso arenal de los que hacen pensar que uno da un paso y se regresa dos. Encontramos piedras enormes que parecía haber caído desde la rampa superior. Transitar por esta pedregosa con hielo era sumamente resbaloso. Una hora después, la Cabeza y el Pecho del Iztaccíhuatl aparecían a nuestros ojos, enormes.

Por primera vez en mi vida podía ver este espectáculo de paredes y cascadas, pero lo que más me asombró fue la vasta extensión de montaña que parecía completamente virgen. Todos los de mi generación sólo escuchamos historias de lo que alguna vez fue este lado de la montaña, ahora abandonado. Era como ver un pueblo fantasma.

Con los primeros rayos del alba trazamos nuestra trayectoria. Escogimos la Rampa de Oñate por su lado izquierdo, pegados a los antiguos corredores de la Ruta Directa al Pecho, así nos separábamos de la zona donde caía más roca. Nos pusimos nuestros crampones y ascendimos. Apenas sin percatarnos de ello, pronto nos encontrábamos en la parte más alta de la rampa, con inclinaciones de 50 grados y bellas cascadas de hielo que prometían divertidísimas escaladas: nos dirigimos a la que parecía tener mayor espesor de hielo.

Las cascadas de hielo. Por desgracia no eran lo suficientemente sólidas como para escalar por ellas.

Para nuestra decepción, la cascada estaba formada por centenares de estalactitas individuales que a lo lejos hacían creer que era un solo trozo con suficientemente grueso como para escalar con seguridad, pero ya de cerca se podía inclusive meter el brazo entre todas ellas. Además, estaba el sonido del agua corriendo detrás del hielo. Decidimos que lo mejor sería volver en otra época para encontrarlas en mejor forma: sería una increíble área de escalada en hielo.

Entonces rodeamos esta barrera de cascadas y salimos a la rampa de hielo que nos llevó directo al pecho. Hasta ahí nos habíamos movido en libre, pero la exposición y la altura aumentaban así que decidimos usar los piolets y tornillos para proteger nuestro avance porque la pendiente en ese punto superaba los 60 grados y en la parte final (la rimaya del glaciar) podía ser hasta de 90 grados, aunque fuera un par de metros.

Así recorrimos el glaciar con apenas dos reuniones y cuando salimos a la planicie de El Pecho, el sol nos iluminó y calentó. Los montañistas que ascendían por la ruta normal se sorprendían de vernos salir por donde nunca imaginaron. Platicamos, intercambiamos comentarios y experiencias, y para celebrar saqué un papalote que había comprado y lo hice volar.

Así como llegamos, casi sin perder el ritmo, iniciamos el descenso casi a ciegas entre nubes por la ruta normal para bajar por el glaciar de Ayoloco y recoger las pocas cosas que habíamos dejado en el refugio y llegar a La Joya a comer quesadillas.

Con el papalote en el aire, en la cumbre del Iztaccíhuatl.

Creemos que las condiciones adecuadas no se encuentran fácilmente, pero quiero resaltar que aún existen. Hay que tomar más consideraciones, caminar mayores distancias, por más tiempo y escalar más rápido para llegar al lugar y a la hora adecuada, todo, para disminuir los riesgos.

Quienes deseen ir a escalar ahí deben hacer una investigación previa de cómo era la ruta, qué ha pasado en ella y sus alrededores para saber cómo podría verse ahora. Definitivamente hay que estar listo para encontrar condiciones inesperadas dado lo precario del hielo de la montaña. Nosotros Descubrimos un potencial dejado de lado por muchos, pensado inviable o demasiado peligroso.

Esto es lo que me hace feliz, es como si la montaña estuviera buscando tiempo y soledad para regenerar su afectada cara. Es increíble caminar los caminos que en años nadie ha recorrido, admirar la enormidad y el silencio, la calma y la potencia de estas áreas. Definitivamente vamos a estar regresando para encontrar las mejores temporadas y las mejores aventuras. No hay que volar hasta los Andes para escalar en hielo. Solo hay que entrenar un más y cuidar este frágil patrimonio que nos quedó.


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