El Iztaccíhuatl es la montaña más emblemática de México: con forma de una mujer acostada, la palabra Iztaccíhuatl proviene del náhuatl Iztac (blanco) y Cíhuatl (mujer). Para los nahuatlacas que poblaron la zona de lo que ahora es una de las ciudades más habitadas del mundo, no era más que una mujer blanca. Sin embargo, a algún poeta al Iztaccíhuatl le hacía falta la parte romántica y entonces creó lo que se conoce como “La leyenda de los volcanes” en que un guerrero (el Popocatépetl) vela a su amada en su sueño eterno. Pocos de quienes quieren subir el Iztaccíhuatl se fijan en estos detalles, salvo por lo que representa: una montaña bella.
Yo visité por primera vez el Iztaccíhuatl en 1972 y eso gracias a un comentario que hizo una mujer montañista a nuestro guía cuando se encontraron en el cercano pueblo de Amecameca: “¿El Popocatépetl? Eso es para principiantes. Mejor vengan con nosotros al Iztaccíhuatl”. Para mí era la oportunidad y no había que desperdiciarla. Si bien tenía poca experiencia, saberme entre montañistas experimentados que consideraban al Popocatépetl como una montaña para principiantes, me hacía sentir muy seguro.
Con el paso del tiempo, esa sensación no se ha borrado del todo pero he visto cambios importantes en el volcán (o, como dicen algunos: “la volcana”). Hace unos días visité de nuevo el Iztaccíhuatl y vi algunas cosas que quiero dejar plasmadas, a riesgo de considerarse memorias personales. Trataré de que no lo sean (mucho).
Cambios físicos
Cuando tenía seis años de edad, jugaba en el patio de la casa de la abuela y algo llamó la atención como para olvidarme de los juegos. “Es el Iztaccíhuatl”, respondieron a mi pregunta. Era una montaña blanca, enorme, limpia. Me quedé viéndola un buen rato. Hasta varios años después sucedió mi primera visita y ascenso a sus diferentes cumbres. Me sorprendió la gran vastedad de nieve y hielo, las paredes rocosas que asomaban de vez en cuando, ese gran mar blanco que era la Panza y que uno tenía que cruzar para luego subir una pequeña cresta y llegar a otra planicie blanca, siempre blanca y extensa hasta perderse de vista en el vacío que eran sus flancos. El Pecho no era la representación de una cumbre en sí, pues no había un pico al cual llegar, pero sí que sorprendía ese espacio blanco, frío, extenso.
Años después escalé en solitario la pared norte de la Cabeza, las famosas Inescalables, que tenían una gran consistencia por el hielo que había ahí; más adelante, la noroccidental al Pecho e incluso los Glaciares Orientales. Una experiencia maravillosa llegar a la cumbre del Iztaccíhuatl por una pared vertical de hielo. O subir por el Colador de Ayoloco, que entonces era una pared de hielo en la que podías pasar hasta cuatro largos de cuerda para llegar a la salida.
En esta ocasión, esas dos superficies de hielo blancas e infinitas, eran sólo unas pequeñas manchas que están a punto de extinguirse. Los glaciares han ido desapareciendo poco a poco. Si antes uno llegaba a la Panza y seguía prácticamente por terreno plano para luego subir una pendiente y llegar al Pecho, ahora hay que subir y bajar varias veces. Bajar a la Panza, porque el glaciar ha disminuido considerablemente de espesor. Subir una cresta y otra hasta llegar ese lugar donde estaba el Pecho. Pero ahora hay que bajar a ese glaciar y subir para legar a la cumbre verdadera.
Las paredes de hielo que representaban un reto técnico para los montañistas de hace décadas (la Rampa de Oñate, los Glaciares Orientales, el Ojo de Ballena, la ruta noroccidental al Pecho), ya no existen. Las Inescalables dejaron de ser un objetivo por el peligro que suponía acercarse siquiera a la pared. En 1972 vi una enorme torre de hielo, como esas que le presentan al vidente en alguna película: una torre alta, vertical, exclusivamente de hielo. Ahora no existe más que la pared donde estaba recargado ese glaciar.
La belleza de la montaña sigue ahí, pero no es ya lo extremadamente hermosa que era.
Cambios importantes, pero no tan visibles
Cuando comenzaba en el montañismo de altitud, se encontraba siempre con gente, casi siempre los mismos. Al cabo de un año, ya conocías a todos los montañistas “de verdad”. Cuando inició la década de 1980, el montañismo comenzó a sufrir una transformación que ya no se detendría: se volvió masivo. Aun así, se podía distinguir entre los buenos montañistas y aquellos que no lo eran, aunque la palabra degeneró pronto en una especie de fobia hacia los principiantes. La palabra con que se designó a éstos últimos era peyorativa: “gamberros”. Se decía que todo lo hacían mal, desde llevar mal equipo hasta no saberlo usar.
Ellos mismos no tenían la culpa. La mayoría de los montañistas ha comenzado siempre por salir ellos mismos y poco a poco se van superando, sea porque tuvieron la gran fortuna de salir con alguien experimentado o tomar un curso, que era exclusivamente para “los elegidos” (que no es cierto, pero eso se piensa aún). Lo que sí fue un hecho es que el mundo “inmaculado” que solían visitar los montañistas fue “invadido” y eso no lo perdonaban aquellos que llevaban mucho tiempo en ello y hablaban de cierta mística (que nunca hubo).
Este aumento en número de visitantes a los volcanes se vio reflejado no sólo en el número de personas que había en la montaña, sino también en el arraigo de actitudes que ahora está costando mucho trabajo erradicar. Como ejemplos:
- La primera ocasión que fui al Popocatépetl, era demasiado novato. Íbamos a subir a esa montaña. Llegamos ya de noche a un campamento enorme (era una confraternidad y la salida se haría a las cinco de la mañana) y para buscar a nuestro amigo entre tantas tiendas, grité su nombre varias veces. Él, por supuesto, salió a recibirnos y me dio una reprimenda: había otros que dormían porque se levantarían temprano, yo debía ser considerado hacia los demás. Así aprendí que uno debe respetar la presencia y descanso de los demás.
- Un buen amigo, una persona con bastantes años en la montaña, aunque no un gran montañista, nos hizo recoger basura para que la montaña no estuviera tan sucia. Pusimos empeño y recogimos una gran cantidad. Pero me quedé con la boca abierta cuando hizo un agujero y la metió ahí para luego enterrarla. Su intención era buena, por supuesto, pero la verdad es que si todos hiciéramos lo mismo, estaríamos caminando sobre una montaña de basura.
- Cuando comencé a frecuentar refugios en diferentes zonas de los volcanes, a veces encontraba algo de comida que alguien había dejado para que otros la usaran, si es que la necesitaban. Muy buena intención, pero generalmente la comida se echaba a perder. Sólo una ocasión llegué a necesitar de ella: habíamos salido de la ciudad hacia el volcán sin comida porque íbamos a buscar a dos amigos que no regresaban. En esa ocasión lo único que hallé fue manteca y azúcar. Mi hambre era tal que las mezclé y comí algo. No lo vuelvo a hacer. La sensación de sed en la lengua fue intensa a los 4,700 metros.
En 1980 comenzó la masificación del montañismo y de la idea de escalar una montaña, aunque sólo fuera una vez en la vida. El objetivo siempre fue el Popocatépetl. Ahí se llegaba y se comenzaba una ascensión que duraba unas cuantas horas por una ruta sencilla. Pero en 1994, el Popocatépetl comenzó a tener una gran actividad (siempre ha sido un volcán activo). Las autoridades del Parque Nacional cerraron el acceso. El objetivo de miles estaba cerrado. Pero, ahí cerca, estaba el Iztaccíhuatl, conocida entonces como una montaña compleja por su ruta y su dificultad técnica.
Para las grandes masas no había diferencia. Sí, sería bonito subir el Popo, pero si no se podía, el Izta podría ser la meta. Incluso la Confraternidad Montañista comenzó a realizarse allá. Para quienes buscaban un pico como trofeo, quedaba el Pico de Orizaba, que siempre ha sido considerado por muchos como el gran reto. Ciertamente se necesitaba dominar la técnica básica de alta montaña y tener una buena condición física, pero además, está más lejos de la ciudad, lo que se traduce en más dinero y más tiempo.
Las grandes masas abandonaron ese objetivo y se dirigieron al Izta y siempre por una ruta, la ruta normal. A fines de diciembre de 2012, la ruta normal tenía una senda excesivamente marcada de la que sólo se pierden quienes no se fijen bien por donde va. El objetivo de todos es llegar a la zona del Refugio, donde por planificación se duerme por la noche para aclimatarse y se sale al día siguiente rumbo a la cima para regresar el mismo día.
El día que llegamos al refugio, la mesa que se utiliza como cocina no se podía usar y tuve que “arreglar” la comida abandonada para poder colocar la estufa. Quizá los demás utilicen los espacios para dormir. Había sopas instantáneas, atunes, panes, sobres de avena instantánea, un bote de arroz con leche (que llevaba días ahí y se podía ver lo descompuesto que estaba), quesos, etc. Si la comida hubiera estado en perfectas condiciones con eso se habría podido hacer una buena comida para unas 20 personas.
Al día siguiente, cuando regresamos al refugio después de haber llegado a la cumbre, había aún más comida abandonada. Quienes habían sido nuestros compañeros en el refugio eran muchachos que al final no se levantaron para subir porque hacía mucho viento. Eran los únicos. Para no cargar su comida de regreso, utilizaron la misma excusa y la dejaron con la buena intención de que sirviera a otros: cartones de leche, más atún, más sopa, más de todo lo que ya había.
Es posible que a ellos se les ocurriera o que su guía les hubiera dicho que no había problema por dejarla. Lo único que alcanzo a discernir de esto es que su excursión no estuvo planificada: llevaron exceso de comida (un garrafón de 10 litros de agua que quien cargaba terminó tirando) y como no la quisieron bajar (era peso extra en sus mochilas) la dejaron. Esa comida se echa a perder con rapidez, pese a las bajas temperaturas y nadie (o casi) la usa porque ignoran su procedencia: ¿arroz con leche? Parece bueno, pero ¿cuándo fue hecho, por qué se abandonó? Quizá la comida enlatada fuera menos sospechosa, pero ¿quién, en su sano juicio, come atún a 4,600 metros de altitud? Sólo los principiantes y es común en ellos que sufran consecuencias por comerlo.
Esta ocasión no encontré gente que no respetara el descanso de otros. Quizá estaban más cansados como para hacer bulla. Pero en ocasiones anteriores, sí hay que pedir que dejen descansar.
Y no sólo hay que hablar del número de personas que visitan la montaña, sino también de la calidad. Cuando bajábamos por la última pendiente hacia el refugio, vimos hacia nuestra derecha a una muchacha que trepaba por rocas donde nadie más se metería. Iba con bastante velocidad. Cuando comenzó a bajar, pasó por una de esas rocas grandes y sueltas. Rodó y adquirió velocidad. Alguien más gritó piedra y la esquivamos. La chica venía corriendo hacia mí ya en terreno seguro y pensé en detenerla pero no me dio tiempo. Su carrera era veloz. Pero lo asombroso era que no siquiera se detuvo a pedir disculpas.
La montaña ha cambiado físicamente, pero las actitudes que se muestran en la montaña implican no sólo una invasión a la montaña sino al respeto a los demás. Llamarlos gamberros no tiene efecto (nunca lo tuvo) así que habría que pensar la manera en que se pueda solucionar esto. Al Parque Nacional le correspondería una parte, pero en general es al gremio de los montañistas a quien le corresponde proponer una solución que alcance a todos.