DISTANCIASEl amanecer fue fresco. Yo subà a lo alto de la duna mayor y tomaba fotografÃas de ahà mientras esperaba a los demás. Luces y sombras en un mundo de arena. A lo lejos, el mar, nuestra meta. No Ãbamos en dirección sur, directo al mar, sino tomábamos una diagonal con rumbo a Puerto Peñasco y asà cruzábamos más distancia en dunas.
Puerto Peñasco. Ya tenÃamos poco agua y debÃamos salir de ahà ese mismo dÃa. Estábamos aún lejos aunque El volcán Santa Clara estaba mucho más lejos aún y nos servÃa como punto para medir distancias.
A veces, para disfrutar de ese silencio a solas, nos separábamos pero siempre estábamos a la vista. En una ocasión, vimos a Alfredo en lo alto de una duna, muy atrás y comentamos que por qué se quedarÃa tan atrás. De repente llegó su voz, sin necesidad de gritar: Â?Los estoy escuchandoÂ?. Miradas de sorpresa. En el desierto, ese mundo de silencio, un ruido mÃnimo viaja considerablemente nÃtido a grandes distancias.
En algún momento, comenzamos a pisar una costra en la arena, casi como si fuera un pavimento del desierto, pero no lo era. Más bien era como si se hubiera solidificado una parte de la arena con la ceniza volcánica negruzca y cuando la pisábamos crujÃa y terminaba rompiéndose. No era agradable pensar que lo que habÃa costado cientos de años en formarse se rompÃa en un momento. Tampoco era agradable sentir cómo me hundÃa repetidas veces en las madrigueras de los conejos. Una y otra vez.
FINALPero eso fue nada en comparación con el pastizal al que llegamos y que tuvimos que cruzar durante horas. La prolongada temporada de lluvias habÃa hecho que los pastos tuvieran semillas en esta época, pero las semillas estaban llenas de espinas y se pegaban a nuestra ropa. La primera vez, nos detuvimos a limpiarnos a fondo. Pero tres veces después, yo ya no hacÃa nada más que quitar las que realmente molestaban y dejaba mis piernas erizadas de espinas.
Jorge fue quien más sufrÃa de ellas. Comenzó por fastidiarse y su exasperación fue creciendo hasta que las maldijo en colombiano y, finalmente, en mexicano. Nos reÃmos a carcajadas.
Al atardecer llegamos a una brecha para autos. Unos metros más allá, la vÃa del ferrocarril y luego, nuevamente una carretera. Pero decidimos parar en una casa, a pocos metros de la playa. Ahà terminaba el desierto y, poco más allá, comenzaba el otro mar, el de agua, con una playa larga, donde las mareas bajas podÃan dejar la lÃnea del agua cientos de metros más lejos que las mareas altas.
Y era un mundo de conchas de mar. Ya antes las habÃamos encontrado por centenares entre las espinas, en grandes manchas blancuzcas. Quizá los restos de concheros. Pero aquà eran parte del escenario. Nivel del mar. Sólo nos faltaba caminar a Puerto Peñasco. Sólo nos hacÃa falta una cosa importante: hacer una llamada telefónica a la Reserva para decir que ya habÃamos salido del desierto.