El espectáculo y los tiburones
Ver a unos individuos que salen del desierto y se aproximan al mar es todo un espectáculo. En nuestro caso faltaban doscientos metros para llegar a la línea del agua cuando, a pesar del cansancio, empezamos a correr; sin parar, los de Ciencias Químicas se deshicieron de sus mochilas y se tiraron en clavado al agua. En cambio el de la Hemeroteca ni se acordó de la mochila, simplemente se impulsó y con todo y equipo se hundió entre las olas. Claro que desde unos kilómetros atrás el ambiente era marino, pues habíamos cruzado marismas, canales y playas de inundación; pero, por mi parte, no descartaba la posibilidad de que bien pudiera ser aquello otra ilusión, más grande todavía que las anteriores. Por eso, seguí caminando hasta que el agua me llegó a la cintura y aún permanecí en esa actitud durante cinco minutos y fue hasta al cabo de ese tiempo cuando acepté que verdaderamente habíamos llegado a las playas de la Bahía de Aduar, en el Golfo de California; entonces también me zambullí.
Pero la alegría nos duró poco, pues al sacar la cabeza del agua, a unos quince metros de ahí, cuatro tiburones de más de tres metros de largo buscaban comida; su aleta dorsal cortaba el agua lenta y uniformemente y hasta parecía elegante, pero una vez localizada su presa se hundían con brusquedad y se agitaban en forma convulsiva hasta que su víctima cesaba de moverse. Lo que más nos alarmó fue que el sitio donde se encontraban tendría apenas un metro de profundidad y como la playa ofrecía allí una pendiente muy somera, en consecuencia era la misma profundidad a la que nosotros nos hallábamos. En un segundo entendimos nuestra comprometida situación; vimos como los de Química, igual que delfines, saltaban al mismo tiempo sobre la superficie del agua y prácticamente devoraban la distancia que los separaba de la orilla; Mancilla y yo también tratamos de ganar la línea de la arena dando brincos tan largos como podíamos, y el corto tramo se nos hizo infinito. Cuando por fin nos encontramos fuera sentimos que en nuestro cabello habían aparecido canas.
Se acabó y nadie se alegraba
Así de rápido fue todo al final. Habíamos dado cima a la empresa que nos ocupaba, pero ni siquiera tuvimos tiempo de felicitarnos mutuamente, como se acostumbra, por haber cumplido con nuestra misión. Sí bien era cierto que la travesía estaba concluida, aún quedaba por resolver el problema del regreso, lo cual era muy difícil pues la Bahía de Aduar está completamente deshabitada a lo largo de sus setenta kilómetros, salvo tres minúsculas estaciones ferroviarias de mantenimiento diseminadas a todo lo largo de su lado norte, pegadas al desierto, y su población Punta Peñasco en el extremo sureste de la Bahía.
A este lugar se le conoce como Bahía Aduar, Bahía Adair o Bahía López Collada. Parece ser que López Collada fue otro conquistador del desierto que también murió de sed entre las dunas cuando tendían la vía del ferrocarril de Sonora.
Descifrar los problemas de la retirada en lo que se refiere al terreno y el problema de la sed cuyos efectos en nuestro organismo habían llegado ya casi a su punto extremo, era nuestra preocupación.
La estación Gustavo Sotelo, en el kilómetro 205 de la vía de Sonora, aparecía localizada en el mapa a una distancia de unos quince kilómetros en dirección este y hacia allá debíamos dirigirnos.
Una duda nos golpeaba fuertemente respecto a nuestro plano, porque su edición databa de veinte años atrás, y si la referida estación no existía ya entonces deberíamos caminar hasta Punta Peñasco, es decir, unos cincuenta kilómetros, lo cual, según la sed que llevábamos, nos parecía difícil de alcanzar. A nuestras espaldas, hacia el oeste, aparecía más próxima la estación López Collada, pero caminar hacia ella era alejarse más de Punta Peñasco, y caer en una trampa de distancia en. el caso que tampoco ésta existiera ya.
El desierto, que después de todo seguía aprisionándonos, no permite errores de cálculo. Cuando tiraron la vía del ferrocarril de Sonora muchos murieron de sed en ese lugar en el que ahora nosotros nos encontrábamos, es decir, entre el desierto y el mar. En principio habíamos vencido al Desierto de Altar, pero ahora era urgente resolver los obstáculos próximos antes de que llegara la postración y el fin a causa de la sed. En esos momentos recordábamos las palabras de Starker: "El hombre no está hecho para vivir en un medio árido. Perdido en el desierto, sin agua, en una calurosa mañana de verano, al principio no experimentará molestia alguna. Pero al cabo de una hora habrá sudado hasta un cuarto de litro de agua salada y sentirá mucha sed. A media tarde, cuando su sistema orgánico de enfriamiento se esfuerza por contrarrestar el calor, su peso habrá bajado de cinco a ocho kilogramos y se sentirá muy débil. Al caer la noche, si el termómetro subió hasta 48º C, puede haber muerto, pero si llegó solamente a 43º C a la sombra, entonces tiene probabilidades de sobrevivir otro día más. Aun si se le suministra una ración diaria de cuatro litros de agua, el sol lo matará en el término de una semana."
Esto se refiere a un hombre que, fresco, recién empieza a caminar por el desierto, pero nosotros llevábamos ya muchos kilómetros andados, mucha sed acumulada y todo ello a una temperatura muy alta. Debíamos apresurarnos.
El último recurso en ese momento fue almacenar en las cantimploras nuestros orines y ya sólo esperábamos que la concentración de urea no fuera demasiado alta; por cierto que nuestro organismo había aprovechado al máximo el agua, pues no obstante que tomamos más de diez litros de agua, lo expelido era mucho menos que la cantidad habitual.
Pero, además, teníamos encima otro peligro, dado que un rato antes, en nuestra desesperación por llegar al mar y refrescarnos en sus aguas, no habíamos reparado en que la marea empezaba a subir y en ese momento observábamos ya al agua inundar las planicies a una gran velocidad... Pensábamos en los canales que habíamos dejado atrás una hora antes...
Empezamos a caminar a un ritmo mayor al que desarrolláramos a la llegada para escapar del mar. Entonces, el cansancio y la sed que estaban a punto de doblegarnos habían quedado en segundo lugar por lo pronto, ahora sólo nos importaba salir de allí y la única línea en la que podíamos realizar una retirada efectiva era hacia el norte y así lo hicimos.
Mientras huíamos, caímos en la cuenta de que los barcos debían estar dedicados a la pesca del tiburón, porque, las aguas del Golfo están infestadas de escualos y pensamos que probablemente a ello se debió que las embarcaciones se retiraran cuando su tripulación observó que nos acercábamos; seguramente, así evitaron que nos lanzáramos al agua y cayéramos en una situación altamente peligrosa.
De todos modos, pensamos con nostalgia que también se nos había cerrado el apremiante recurso del que echan mano los náufragos y que consiste en agarrar un pez y comerse cruda la carne para extraer de esa forma el agua dulce de sus tejidos, pero con los tiburones allí no quisimos acercarnos más al agua y, además, ni siquiera disponíamos del más elemental utensilio de pesca como para intentarlo.