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Montañismo y Exploración
Desierto de Altar
17 octubre 2003


…hay un Desierto de Altar desconocido. En torno a él existe un vacío bibliográfico e ignoramos si alguien antes que nosotros lo recorrió. Sus referencias en el campo científico son muy generales. Asimismo, se asegura que, por desconocido y solitario, es uno de los desiertos más peligrosos del planeta. Por estos motivos, nos pareció interesante conocer dicho rincón de nuestro país. Para ello, nos organizamos bajo los auspicios del grupo alpino del Sindicato de los Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México, al cual pertenecemos.







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Se agotó la reserva de agua

 

En el mediodía de la segunda jornada habíamos tenido 45º C y en la madrugada de ese tercer día el termómetro marcaba 10º C con lo que debimos experimentar una variación nada menos que de 35 grados.

Antes de reanudar la marcha por la mañana, bebimos el último medio litro de agua que nos quedaba como reserva. Después de tres horas de marcha descansamos un rato en la ilusoria sombra de una loma y vimos algunas rocas torturadas por el sol que, sometidas a dilatación diurna y a contracción nocturna durante siglos, habían acabado por resquebrajarse más arriba un buitre permanecía inmóvil en el aire, quizá era el mismo que el día anterior nos observara.

Un poco antes un remolino nos había envuelto; las partículas de arena chocaban unas contra otras, se ponían en movimientos ascendentes y nos golpeaban. Para colmo, cuando reanudamos la marcha, una turbonada de larga duración nos atrapó y levantó las partículas finísimas del terreno y por un rato se opacó el sol. Por las dudas, consultamos nuestra brújula, es decir el único implemento que nos conducía correctamente en el desierto, entre las fuertes insolaciones, las grandes tempestades de arena y los maravillosos espejismos.

Convencidos de que el rumbo era el correcto, recorrimos unos cinco kilómetros más por un suelo blanco que se movía al capricho del viento, aunque ya se veían algunos sotos, gobernadoras y hedondillas, que sostenían la más desigual y tremenda dé las luchas contra la arena que siempre amenazaba con sepultarlos y educar en su lugar un enorme médano.
Pero, por fin, al dar vuelta a una loma más alta divisamos una laguna casi seca, de la que, en su lado sureste, había agua como para alimentar a una ciudad, y aunque sabíamos que su lecho debía tener una gran cantidad de substancias alcalinas, aún así mantuvimos la esperanza de encontrar agua dulce; también pensamos en el enorme grado de contaminación que una charca en el desierto debe contener con tanto animal que ahí abreva así como los organismos, defecaciones y cuerpos en descomposición que encierra.

Nosotros hubiéramos pagado cualquier cantidad con tal de tomar agua, aún de la más sucia, pero resultó que la de ahí no era dulce ni salada, sólo capas de sal que a cierta distancia y en determinado ángulo parecían agua. El lado sur del vaso de la laguna lo formaba una elevación de terreno y cuando hubimos ascendido nos encontramos parados sobre la vía del ferrocarril, y fue tan de improviso que nos costaba trabajo creerlo.

 

Sólo faltaban 20 kilómetros



Cuando estuvimos sobre la vía supimos que nos faltaban unos veinte kilómetros, pues de ahí a la playa (para nosotros el desierto terminaba hasta la playa) quedaban cinco kilómetros, cinco de regreso y diez para llegar a la pequeña estación ferroviaria Gustavo Sotelo, en el este.

Gustavo Sotelo fue uno de los ingenieros que trazaron la vía del ferrocarril de Sonora; murió de sed entre las dunas de Altar. La vía era como la línea fronteriza entre el desierto y el ambiente marino, ya que nos pareció ver muy claros los límites de separación entre un ambiente y otro.

Sin pensarlo más, bajamos por el talud del lado opuesto y continuamos nuestro peregrinar rumbo al sur.

Hacía mucho que la última gota de agua se había terminado; la lengua se nos pegaba al paladar y la parte superior de la laringe parecía cerrarse y era difícil el paso del aire hacia los pulmones; más adelante encontramos una planta suculenta que pudimos masticar pero de inmediato la arrojamos pues su jugo era espeso, caliente y muy salado.

Al fin llegamos a la zona de las marismas y al avanzar más por esas planicies de inundación del litoral, divisamos a lo lejos dos pequeñas lanchas de motor estacionadas cerca de la orilla y más allá, tres barcos de gran tonelaje, por lo que en nuestra gran necesidad de agua pensamos en salvar a nado la distancia que nos separaría de ellas una vez que nos encontráramos en el borde del agua. Empero entre más nos acercábamos, las lanchas daban señales de actividad y notamos que se alejaban mar adentro. Era tanta la desesperación que hasta les gritamos; les decíamos que se detuvieran, que necesitábamos agua potable.

Estamos seguros de que nos escucharon, por eso, con más rapidez, desaparecieron de nuestra vista. Y allí quedamos, desconcertados y recordando que en estas latitudes el narcotráfico se hace en el menor tiempo posible y a la mayor cantidad imaginable y, tal vez, a ello se debía ese comportamiento.

Mientras tanto, tuvimos que recorrer un buen número de canales formados por las mareas y que a esa hora se presentaban vacíos de agua con puro lodo en su fondo en donde, por cierto, se movían miles de pequeños cangrejos.


Porque está ahí



Sólo en ferrocarril se puede salir de la estación Gustavo-Sotelo y como el próximo tren pasaba hasta las dos de la mañana del día siguiente, paramos la tienda de campaña en la orilla del caserío. En ese momento, Altar se encontraba sumido en el silencio y a la distancia sus médanos lucían enceguedores al sol de la tarde.

Muchachos y señores de edad se fueron a conversar con nosotros, todos ellos, trabajadores del riel, se rascaban la cabeza porque no encontraban el motivo por el cual habíamos cruzado el desierto; nosotros aplicábamos una respuesta tramposa que se usa en el alpinismo: ¿Por qué cruzamos Altar?; ¡bueno, porque está ahí! Nos acordamos de lo que habíamos dicho a los conductores del camión, indagamos algo relacionado a naves que pudieran ser diferentes a las conocidas, algún movimiento, alguna rutina en el día o en la noche en Altar y su contestación fue unánime:

—Nada. Son cuentos o alucinaciones; allí enfrente hay sol y arena. Nada más.

Como esta gente, por necesidades de su trabajo y de la ubicación y orientación de sus casas se pasan 8,760 horas al año mirando hacia las soledades de Altar, les creímos.

Teníamos la piel bastante quemada no obstante que llevábamos crema antisolar y otra humectante con vitaminas para tratar de proteger del sol el funcionamiento de las glándulas sudoríparas, pero de todos modos resentiríamos al final los efectos de los abundantes rayos ultravioleta, de la sequedad extrema del aire y de la acción directa y próxima del sol reflejado y aumentado por los prismas cuarcíticos.


Despedida, mientras la arena y el viento

 

En la madrugada, Don José Francisco fue hasta nuestra tienda como habíamos quedado; nos dijo que en breve pasaría el tren, por lo que derribamos la tienda y acomodamos todo en las mochilas.

Un rato después se aproximó a toda velocidad el ferrocarril haciendo un enorme ruido en la noche, ante lo que nuestro amigo sacó una linterna e hizo señales hasta que el convoy se paró; nos despedimos emocionados en la oscuridad, en silencio, mientras el viento pasaba y movía las arenas.

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