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Montañismo y Exploración
Desierto de Altar
17 octubre 2003


…hay un Desierto de Altar desconocido. En torno a él existe un vacío bibliográfico e ignoramos si alguien antes que nosotros lo recorrió. Sus referencias en el campo científico son muy generales. Asimismo, se asegura que, por desconocido y solitario, es uno de los desiertos más peligrosos del planeta. Por estos motivos, nos pareció interesante conocer dicho rincón de nuestro país. Para ello, nos organizamos bajo los auspicios del grupo alpino del Sindicato de los Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México, al cual pertenecemos.







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Prisioneros del mar

 

Media hora después llegamos a los primeros canales y apenas pudimos cruzarlos; para los demás canales fue necesario correr. Cuando llegamos al último, que presentaba una profundidad considerable, nos dimos cuenta de que ya era tarde; pero sin pensarlo, nos metimos en él resueltamente, aunque pronto las mochilas hicieron contacto con el agua.

Bernardo intentó llevar la mochila con los brazos en alto, pero cuando el agua le llegó al cuello tuvo que regresar pues, además de que. el terreno seguía descendiendo, la corriente era ya de tal fuerza que podía arrastrarlo.

Cada vez que nos internábamos en un canal lo hacíamos por turnos; mientras uno cruzaba, los otros nos dedicábamos a atisbar en todas direcciones tratando de descubrir la aleta del tiburón; de todas maneras luego sabríamos que en los canales el tiburón no siempre nada en la superficie, sino que con frecuencia permanece en el fondo esperando que pase algún pez de su agrado.

Por otra parte teníamos el doble problema de no mojar las mochilas en las que guardábamos ropa especial de abrigo, equipo fotográfico y, sobre todo, material fotográfico en el cual llevábamos en forma latente, la imagen del Desierto de Altar. El otro problema era afrontar al tiburón que, en apariencia ausente, intuíamos que podía aparecer de pronto. Cruzar a nado el canal era lo de menos pues todos sabíamos hacerlo y el albur de encontrar o no al tiburón también estábamos dispuestos a correrlo pero quedaba el asunto del equipo...

En esas circunstancias, todo se desenvuelve rápido y el canal acabó por llenarse hasta el borde y pronto se desparramó. Dos horas antes éramos prisioneros del desierto y ahora lo éramos del mar. Empezamos a retroceder y desesperados nos preguntábamos qué diablos íbamos a hacer pues huíamos, pero lo hacíamos hacia un peligro mayor que era el océano.

No lejos de ahí se veía un promontorio cuya altura sería de unos cinco metros; pasar la tarde y la noche allí no tenía problema en cuanto que llevábamos lo necesario para tal cosa y estábamos dispuestos, incluso, a entablar un gran combate con el número inmenso de cangrejos que habitaban el lugar y así esperar la mañana siguiente cuando los canales volverían a vaciarse.

Pero nos preocupaba el peligro de que en la noche la marea alta cubriera también la cima del promontorio.

Como de momento no nos quedaba otra solución, fuimos hasta lo alto de la loma y buscábamos afanosamente las huellas de los diferentes niveles de las mareas. Estábamos en eso, cuando Mancilla nos hizo notar, en medio de una ruidosa carcajada, por demás nerviosa, que no había por qué temer, ya que medio kilómetro hacia el este el canal daba vuelta como un laberinto y volvía hacia el oeste, por lo que la puerta de escape se nos presentaba en aquella dirección.
Corrimos, más que caminar, para cercioramos si era verdad. Nuestra alegría fue inmensa al corroborarlo.

En la otra orilla volvimos a quedar frente a la aridez del desierto. Sólo que antes de caminar nos llenamos la boca de dulces y luego nos inclinamos hacia las aguas del canal, que pensábamos había estado a punto de atraparnos, y bebimos dos grandes buches, aunque tomar éste líquido era un martirio y, además el exceso de sal parecía acrecentar más nuestra sed; y es que, en verdad, ni siquiera en el Mar Rojo hay una concentración de cloruro de sodio tan alta como en estas aguas que amenazaron con terminar nuestra existencia.

 


Otra vez el desierto

 

Volvimos a caminar por el desierto semiárido y ya excesivamente caliente a esa hora. Las preocupaciones y las prisas que acabábamos de pasar y la sed, que ahora era mayor, parecían haber acabado con nuestras reservas de energías.

Nos sentíamos muy débiles por lo que volvimos a llenar de dulces la boca y así activábamos nuestras glándulas salivales, pero sabíamos que nada de eso nos iba a sostener en pie por mucho tiempo.

En esta situación nos preguntamos si existiría algún recurso sencillo para desalinizar el agua en cantidades pequeñas pues, por ejemplo, llevábamos pastillas para purificar mil litros de agua y entre todas ellas no pesaban más allá de 50 gramos; ¿no existiría un recurso análogo para hacer potable el agua del mar que pudiera ayudar en la emergencia?, francamente lo ignorábamos y en la Universidad tampoco pudimos encontrar a alguien que contestara la pregunta.

El trauma de la sed perduraría aún cuando mucho tiempo después de reintegrados a la vida de la ciudad en donde, aún en la madrugada, abandonaríamos nuestro lecho para ir a beber un vaso de agua. Y es que quienes van al desierto en condiciones semejantes a las nuestras, es decir, caminando, sin unidades de auxilio en lugares estratégicos, la seguridad de un helicóptero, son los que sienten realmente la sed. Pero también existe la idea de la sed.

Más tarde pensaríamos mucho en esto y llegaríamos a la conclusión de que posiblemente se trate de una obsesión, como una idea inherente al desierto, a semejanza de la idea latente de una posible muerte entre los escaladores, soldados en plena batalla o en los toreros.

A la media hora, al bajar una larga pendiente, quedamos frente a una misteriosa laguna cerrada de aguas oscuras. Sus playas también eran negras como el chapopote, tanto que llegamos a pensar que tal vez se tratara de un brote de petróleo o algo así; el caso es que nos quedamos grandemente impresionados por su aspecto pues parecía laguna de otro planeta. Del lugar se desprendía un fuerte olor como a organismos marinos en descomposición; estábamos seguros que su agua era salada pues, esporádicamente, en las mareas más altas seguramente el mar la surtía, y como después al parecer durante mucho tiempo, volvía a quedar expuesta a un proceso de evaporación, sus aguas debían tener un porcentaje de sal tremendamente alto; pero nadie en el desierto que esté agonizando de sed y se encuentre con una laguna dejará de por lo menos convencerse si en realidad es agua salobre.

Sin parar, con la caliente y vacía cantimplora en la mano, descendí hasta el espejo del agua mientras los otros me observaban entre esperanzados y escépticos; tenían razón, pues jamás pude llegar a sus aguas, ya que una zona extensa y profunda de fango negro me lo impidió y salí del lugar como pude y me reuní con mis camaradas.

Continuamos. Más adelante Bernardo dejó de distinguir los colores para ver todo aplastado con sólo grises en las formas, se restregó los ojos y volvió a ver el cromatismo del desierto hasta un rato después.

Francisco Mancilla, por su parte, que en su cinturón colgaba por un lado la Luger, por el otro una bayoneta, más dos cantimploras vacías con sus respectivos vasos metálicos, y quien además se había resistido a aligerar el peso de su mochila que parecía la de Pito Pérez por tanto trebejo, arrastraba en forma dramática los pies, echaba la cara demasiado hacia el sol, oscilaba todo su cuerpo y parecía que de un momento a otro perdería la vertical.

 


Las primeras señales

 

Mancilla y Bernardo fueron quienes descubrieron entre la distancia y las vibraciones solares las primeras señales de civilización; pero no pudimos descifrar que era, sólo cuando nos acercamos más nos pareció que se trataba de un convoy de carros de ferrocarril que estaba estacionado y a la derecha había un grupo pequeño de casas alineadas a lo largo de la vía; también vimos que el caserío estaba sombreado por altos y frondosos árboles y entre los árboles un tinaco blanco para abastecer de agua a los habitantes del lugar. En él vimos un salvoconducto para seguir viviendo.

Más allá, en todas direcciones, otra vez la calcinada llanura; ¡aquello era un verdadero oasis! y fue un supremo requerimiento el que exigimos a nuestros resecos tejidos para poder llegar al sitio de nuestra salvación.

Con la más grande de las melopeas solares alcanzamos la sombra de la primera casa; nos recargamos en su pared y no obstante que desde hacía una eternidad no velamos personas, permanecimos indiferentes, con aire idiotizado y la mirada fija, casi sin parpadear, cuando la gente de la pequeña villa ferroviaria empezó a rodearnos, alarmada y solícita.

Un anciano dijo:

—Por un punto se le escaparon al desierto.

Dos minutos después llegó Mancilla y, al verlo, un niño que permanecía bajo la ardiente sombra de una casa corrió a ponerle una silla en la que aquél se dejó caer, o más bien se derrumbó y el niño alcanzó apenas a meterle la silla; quedó con los brazos colgando, con la cara hacia arriba y la boca completamente abierta. Entonces pudimos ver que en el interior de su boca en lugar de saliva tenía arena y que salía sangre de sus labios agrietados; asimismo, las cuencas de sus ojos, como las nuestras, reflejaban la enorme deshidratación, todas se veían muy profundas, un color azul las destacaba de la piel ennegrecida. Otro niño le llevó pronto un vaso grande con agua y Mancilla pidió otro tras otro.

También nosotros pedíamos. Y aunque sabíamos muy bien que en estas condiciones el mecanismo de enfriamiento del cuerpo al ingerir en una cantidad excesiva de agua podía sufrir serios trastornos y hasta acarrear mortales consecuencias, no obstante seguíamos pidiendo más y más agua; hasta que finalmente escuchamos a la esposa de Don José Francisco Rodríguez García, habitante del lugar y quien fue la persona que desde el primer segundo se apresuró a auxiliamos, que decía:

—No les den más agua, voy a prepararles café negro con sal.

Hasta una hora después que transcurrió en tomar agua, café negro con sal y en descansar en la ardiente sombra, empezamos a volver a la normalidad.

Don José Francisco, nuestro anfitrión, más bien nuestro salvador, nos invitó a comer a su casa y en agradecimiento dimos los sueros anticrotálicos y antiviperinos que llevamos, así como la cecina y las latas que aún contenían nuestras mochilas e intentamos gratificarlo con dinero sobre todo por sus atenciones, pero por esto último se mostró muy ofendido, dijo:

—En el desierto, unos y otros nos ayudamos a vivir y a sobrevivir, y cualquier interés material aquí está prohibido.

Hombres de la ciudad, nosotros casi no lo entendimos...

Ese fue el pago que hicimos por el primer recorrido de Altar, por hacer la primera ficha bibliográfica en los anales deportivos de este desierto.

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