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Montañismo y Exploración
Desierto de Altar
17 octubre 2003


…hay un Desierto de Altar desconocido. En torno a él existe un vacío bibliográfico e ignoramos si alguien antes que nosotros lo recorrió. Sus referencias en el campo científico son muy generales. Asimismo, se asegura que, por desconocido y solitario, es uno de los desiertos más peligrosos del planeta. Por estos motivos, nos pareció interesante conocer dicho rincón de nuestro país. Para ello, nos organizamos bajo los auspicios del grupo alpino del Sindicato de los Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México, al cual pertenecemos.







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Agua: verla y tomarla

 

Francisco Mancilla tuvo problemas con los garrafones en los que transportaba su agua. El primer día perdió dos litros debido a una fuga en uno de los recipientes; al segundo día el otro garrafón se perforó y toda el agua se yació, sólo se pudo aprovechar una poca, por lo que él y José se arrojaron sobre la arena para tratar de rescatar algo de humedad, pero fue inútil. Así, tuvimos que repartir la escasa agua de tres, entre cuatro.

Para entonces no nos bastaba ya beber directamente de la cantimplora, sino que necesitábamos ver el agua, y para ello vertíamos el líquido en un vaso y lo contemplábamos emocionados, porque mirar agua en el desierto, aunque sólo fuera en un recipiente, era ver ni más ni menos que el paraíso. Y medio litro que veíamos y tomábamos nos confortaba, más que cuando la tomábamos sin mirarla.

Cuando empezamos a caminar de nuevo y hubimos ganado la cima más grande de la siguiente barrera de dunas, sólo pudimos ver más y más barreras de dunas. El mar descubierto la tarde anterior, su espuma y su viento húmedo y salado, sólo habían sido un espejismo colectivo. Y es que el día caliente, la falta de viento, la reverberación solar y nuestra mente obsesionada por la sed, nos hicieron ver un extraordinario espectáculo.

Cuatro años atrás habíamos estado sobre el flanco oriental del Aconcagua y esta montaña argentina también es famosa por las frecuentes visiones que sufren los alpinistas, sólo que ahí no se deben a una ilusión óptica como en el desierto, sino a falta de glóbulos rojos en el cerebro por la altitud y la consecuente disminución de oxígeno en la sangre.

Después de este derrumbe de esperanzas fue cuando se dio el primero y único problema en la conducta del grupo, pues cuando en una ocasión puse el mapa sobre la superficie plana de un plato de cartón y sobre el mapa colocaba la brújula para checar una vez más el rumbo que seguíamos, en ese momento Bernardo me preguntó visiblemente molesto y lleno de escepticismo:

—¿Y sí ese plano está equivocado?

Por respuesta sugerimos que, en ese caso, si alguien lograba salir con vida de aquello, pues fuera a reclamarle al Departamento Cartográfico de la Defensa Nacional por haberse equivocado, pero nos apresuramos a agregar que no existía motivo de preocupación, ya que seguíamos un ángulo recto al camino del sol y mientras eso sucediera todo iría bien; pero que, sin embargo, también necesitábamos tener fe en que el sol debería salir por el mismo rumbo de siempre.

La obsesión de que pudiéramos pasar por una sed extrema empezó a apoderarse de nosotros. Comenzamos la travesía llevando diez litros de agua por individuo, a la cual le mezclamos un suero a base de glucosa, dextrosa y cloruro de sodio, lo que nos permitió que, sintiendo menos necesidad de agua, pudiéramos hacer rendir la cantidad inicial como si en realidad lleváramos unos veinte litros; pero con todo, ya para el segundo vivac sólo teníamos dos litros por hombre y al final de esa jornada en la cena y durante la noche, tuvimos que consumir otro litro y sólo nos quedó una cantimplora, y, para colmo no teníamos idea si habíamos avanzado algo, porque las montañas de arena y los miles de millones de partículas redondas de yeso y cuarzo que veíamos todo el día, nos hicieron perder la noción de la distancia, mientras caminábamos a barlovento, siempre a barlovento. Y por si no fuera suficiente, allí las dunas tenían más de cien metros de elevación pues era el centro del desierto donde seguramente el sol tiene su casa predilecta.

Jamás vimos otras clases de dunas que las llamadas transversales, sobre todo, en lo que se refiere a las grandes barreras siempre orientadas en dirección NW-SE, aunque, probablemente, desde una vista aérea, los nudos de médanos se acerquen un poco a la imagen de las "dunas estrellas", pero ni las "longitudinales" ni las "medias lunas" aparecieron por ninguna parte, y en especial estas últimas que son propias de las áreas desérticas desprovistas de vegetación y con una escasez relativa de arena.

Mientras tanto, lo que más nos sorprendía era que hasta en las grandes dunas la flora tenía su representante, aunque fueran unas cuantas matas de pasto. Nos había sorprendido observar que los líquenes podían vivir en el cráter del Popocatépetl a más de cinco mil metros sobre el nivel del mar, cercados por el hielo y la nieve, y sometidos a constantes y violentísimos cambios de temperatura. En cuanto a los grandes pastos se refiere, también son los que más avanzan por los flancos de las altas montañas nevadas dejando muy abajo el nivel del bosque; por ello, se deduce que sí no fuera por el humano, que se mete en todas partes, la flora sería lo más resistente de la creación de nuestro planeta, en esos niveles de altitud y ante esos cambios climáticos.

Repasábamos mentalmente las distancias y la travesía, desde la carretera hasta el mar era "en la línea recta del mapa" de 57 kilómetros, a lo cual había que agregarle otros 15 más del punto en donde tocaríamos mar hasta la estación ferroviaria Gustavo Sotelo, más otros 10 de, por lo menos, un 15 por ciento que se emplea en las vueltas y ascensiones obligadas por la topografía del terreno, especialmente en la zona de los promontorios, con lo cual el recorrido real del itinerario sería de unos 80 kilómetros de éstos, los primeros 57, idealmente lineales, por lo menos 30 eran de domos grandes, chicos y medianos.

 

 

Tirar lastre

 

Antes de reanudar la marcha, en la tarde del segundo día, economizamos peso en una medida que casi me dio pánico, pues jamás había visto hacer eso.

El pequeño frasco de café en polvo fue vaciado en una ligera bolsa de plástico para poder desechar el frasco de vidrio. Por su parte, José abandonó una camisa y Bernardo se deshizo de su pañuelo, de sus lentes de repuesto y de su peine.

Seguimos. Nuestros tanques vacíos nos hicieron forzar la marcha en lo que restaba de esa jornada.

Desde luego, el novelesco recurso de cortar cactos y extraer su agua no nos era permitido, pues en el reino de la arena no existen estos vegetales y nos encontrábamos a la sazón en el séptimo círculo de Altar. . . y ahí sólo vive el sol.

No recordábamos ya cuantas cordilleras móviles habíamos cruzado, quizá eran seis o diez o quince. Caminamos y más adelante subimos de nuevo hasta la cumbre más alta para escrutar el horizonte. Nos pareció que ya sólo faltaba una de ellas, pero era tan amplia que no sentimos ningún aliento.

En ese momento, el aire soplaba fuerte y volvía a llevarse la arena hacia adelante en un extenso manto móvil cerca de la superficie sin levantarla más alto de nuestras rodillas, porque, evidentemente, el grano allí era grueso.

Un poco más adelante, al pasar otra enorme duna a sotavento, un aluvión cuarcítico nos cayó casi verticalmente envolviéndonos hasta casi perder de vista a los compañeros; pudimos comprobar que los lentes y los tapabocas que llevábamos nos sirvieron maravillosamente. Luego descendimos hacia la zona intermedia de montículos, y como el sol poniente se encontrara ya muy bajo, apresuramos el paso, por lo que sin perder tiempo nos dejamos ir casi con desesperación sobre la enorme pendiente de la otra gran barrera y sólo nos detuvimos un momento al pasar por un campo de fragmentos fosilizados, probablemente tubos de anélidos.

Allí pudimos ver que, en efecto, era la barrera más grande que habíamos subido; afortunadamente, para entonces, el viento llevaba algo de frescura y la arena, tan sensible como la nieve a esos cambios, se presentaba un poco consistente y pudimos avanzar con ligereza.

Observamos que en verdad era el último obstáculo de arena, pero nos cuidamos mucho de creerlo pues podría ser otra ilusión y seguimos caminando hasta que cayó la noche y verificamos que, efectivamente, ya sólo quedaban promontorios chicos y que los arbustos empezaban a multiplicarse.

Todos coincidimos en que el desierto es deslumbrante, que es la casa del viento y el reino de la erosión, y que, para cruzarlo con éxito, un ejercicio ideal es bajar escaleras eléctricas que suben o subirlas cuando su movimiento es descendente; o bien, caminar durante horas sobre la arena candente de cualquier playa como nosotros lo habíamos hecho, primero en las escaleras del metro capitalino y después en los esteros de la Laguna de Chacagua. frente al Océano Pacífico, en Oaxaca.

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