Frente a las dunas
Transcurrieron varias horas antes de que llegáramos a la primera gran barrera de dunas; ya antes habíamos franqueado un área de transición de matorrales semisepultados por la arena, esta zona era la división entre el desierto y el "mero desierto" que nosotros buscábamos. Cuando por fin quedamos frente a la primera línea de domos arenosos nos fuimos de espaldas, pues jamás pensamos que pudieran presentar allí semejantes proporciones, ya que las dunas tenían unos cincuenta metros de alto por unos doscientos de largo, por unos cien de ancho y todas perfectamente entrelazadas hacían varias crestas de fondo y formaban la gran cadena que, como todas las cadenas que seguirían, observaba un rumbo NW-SE durante varios centenares de kilómetros.
Por cierto, dudamos mucho de que los camellos, en el supuesto caso de que ahí los hubiera, pudieran avanzar por semejante lugar.
Para entonces, era ya la primera hora de la tarde y nos vimos definitivamente detenidos, no tanto por la arena, sino por el sol, por lo que buscamos una loma para levantar el toldo de la tienda, con la esperanza de alcanzar alguna corriente de aire que nos refrescara un poco. Cuando se localizó, instalamos nuestro improvisado refugio y sin perder tiempo nos metimos en su sombra, que de todos modos estaba caliente, pues todo ardía. Recordamos que Altar, con su precipitación media pluvial de 125 mm anuales, es uno de los desiertos más secos del mundo. Reaccionamos igual que los reptiles en busca de sombra cuando la temperatura llega a los 40º C; reflexionamos en que apenas ayer éramos orgullosos seres de los suburbios metropolitanos y ahora el saltador ratón jerbo, que puede vivir sin tomar agua, era superior a nosotros. Una confirmación de ello fue que tres auras nos creían muertos, dieron unas vueltas en el cielo arriba de nosotros, y después, decepcionados, se retiraron montados en alguna corriente de aire tibio.
Pero, como sea, las condiciones de aislamiento y dificultad que se encuentran una vez llegados a la zona de la arena, nos reafirmaron la idea de que allí la ecología está a salvo respecto del hombre que se ha constituido en el más grande depredador de la naturaleza.
Llevábamos diez litros de agua por persona, más cinco botes de jugos de frutas de medio litro cada uno, pero en lo que iba de la jornada habíamos dado cuenta ya de los botes y empezado con el agua del garrafón. Nos alarmamos por ello, sobre todo, porque teníamos la idea de que la sed que experimentábamos era insaciable.
Por cierto, la ración de agua que se les daba al día a unos trabajadores de la región francesa del Sahara para beber y para preparar sus alimentos era de no menos de ocho litros; y por la evocación de ese dato venimos a cuenta que nos encontrábamos en los mismos paralelos que el Sahara en posición al Ecuador, sólo que en la longitud oeste del planeta. Por lo demás, se calcula que en el desierto el agua que el humano pierde por transpiración es aproximadamente de un litro cada hora. A. Starker Leopold, zoólogo que ha dedicado su existencia a estudiar la vida del desierto, dice en su obra El desierto: "En un día cálido y ventoso, siente uno que el calor del desierto lo asfixia, pero no ve que de sus poros brote una gota de sudor, cuando en realidad está uno sudando casi un litro de agua por hora: ¡así de rápida es la evaporación!".
Nos sumergimos en un fuerte sopor, casi hasta dormimos, y a nosotros mismos nos costaba trabajo creer que alguien pudiera dormir en semejantes condiciones, pero en realidad era como una defensa, pues en ese tiempo reducimos al máximo el esfuerzo y consecuentemente eliminamos menos líquido; pero de todas maneras, al despertar el sudor nos escurría detrás de las orejas; luego sacábamos la mano al sol y sentíamos que nos ardía, y en la sombra la capa de aire era sofocante, además, abríamos la boca como peces fuera del agua.
Tres horas más tarde, la temperatura descendió cuatro grados y fue la señal para ponernos en marcha. Vimos que después de esos médanos seguían otros y otros; a pesar de que teníamos 36º C, debimos recordar que el desierto absorbe el 90 por ciento de la radiación solar, por lo cual el terreno se calienta mucho, lo mismo sucede con la capa inferior del aire, que era en la que nos movíamos.
A una barrera de altas crestas seguía un espacio hundido, cuya amplitud era de uno a dos kilómetros ocupados por lomas bajas de arena sobre las que se aferraban algunos arbustos.
Avanzábamos en fila india y en ratos un poco dispersos, con la vista hacia el piso, siempre enceguecedor, mientras el viento llevaba consigo un fino manto de arena y parecía que todo el horizonte se movía.
Un mapa topográfico de buena escala, una brújula y un altímetro nos conducían; sin embargo, al atardecer notamos una pequeña desviación hacia el oeste. Si hubiera sido en la dirección opuesta, le hubiéramos echado la culpa a lo que dijo Coriolis, aquel matemático francés quien descubrió que por efecto de la rotación de la tierra todo lo que se desplaza en el hemisferio norte es susceptible de desviarse hacia la derecha. Ahora no sabíamos a quién culpar, pues fue a la izquierda, por lo que marchamos muy próximos al meridiano 114. Nos preguntamos si no sería causa de la insolación, pues ¿para qué queríamos un dibujo topográfico y un altímetro, si allí todo era plano y las montañas, de arena, con frecuencia cambian de elevación y según dicen, hasta de lugar?
Pero, aún así, seguimos la marcha hasta que el rojizo sol se ocultó en las arenas del oeste. Un poco antes, al ganar la cima de la más elevada cresta de nuestra ruta, Bernardo González, de la Facultad de Ciencias Químicas dio gritos de júbilo, pues al fin había divisado el mar en el lejano sur; observando con detenimiento, José Flores, de la misma Facultad, descubrió en seguida la espuma de las aguas que se desvanecían "en el litoral de una azul y hermosa rada"; además, Francisco Mancilla, de la Hemeroteca, notó que el aire en ese momento nos traía una humedad salada y pegajosa.
La tienda de campaña de paredes de fina tela y bien hermética, con piso y su doble puerta de cierres, era un verdadero baluarte en medio del desierto plagado de auténticos peligros. Víboras, alacranes y, particularmente, los monstruos de gila, fueron indeseables compañeros de aventura. Los monstruos de gila, esos barriles de veneno para los que, según nos aseguraban los médicos, no existía todavía remedio. Aunque parece que hay una contradicción respecto a estos especímenes, pues también dicen que no se sabe que hayan causado la muerte de alguien, si bien la mordida de su poderosa mandíbula ha enviado a muchos al hospital.
Hicimos una lumbre frente a la tienda y asamos cecina para cenar; José excavó un hoyo en la arena y en él hizo la fogata, como lo hacen en su pueblo —allá por Cuautitlán— para proteger el fuego del viento. Nuestra despensa era muy simple; se componía de carne, chocolate, pan blanco, fruta fresca y agua. Como experimento llevábamos cuatro clases de carne roja; de burro (chito), de caballo, de res y de venado; en esos parajes, todas resultaron manjares suculentos y nos daban plena confianza en la recuperación de energía.
Notamos que el desierto pierde rápidamente el calor acumulado durante el día y pronto baja la temperatura; también nos dimos cuenta de que ahí se siente brutalmente el silencio, sobre todo, por las noches cuando aparece un cielo enorme de estrellas y constelaciones, y hacen que el viajero se vuelva presa del sentimiento de hallarse frente a una inmensidad.
Además, muy intrigados, observamos en tres ocasiones grandes estrellas que en término de cinco minutos descendían hasta desaparecer bajo la línea del horizonte, a veces se alejaban y se perdían en la distancia o seguían una línea en zig-zag. Acostumbrados como estábamos a observar satélites desde las altas montañas de la Sierra Nevada, no podíamos ahora encontrar una explicación, creímos que la sed nos hacía ver alucinaciones nocturnas; además, recordamos a los conductores del autobús que nos trajo, pues cuando les dijimos que necesitábamos bajarnos en el kilómetro 100 de la carretera a San Luis Río Colorado, nos preguntaron primero si íbamos de braceros —pues un poco al norte está la frontera— y al contestarles que no, que éramos alpinistas, el que manejaba miró a su relevo, abrió mucho los ojos y después movió la cabeza. Ambos creyeron descubrir el verdadero motivo de nuestro proceder, dijo: "Van a localizar la base de platillos voladores que hay en el desierto", y aseguraban con mucha firmeza la existencia de esa base y también nos decían de autobuses de pasajeros, casas y gente que desaparecían sin dejar rastro en la región, y así una serie de relatos parecidos a lo del Triángulo de las Bermudas, pero como esos macroenigmas estaban de moda en el mundo y en el país no nos íbamos a quedar atrás, no les creímos.
Mientras tanto, era la tercera semana de mayo (de 1977) y la temperatura bajaba a 10º C a las cinco de la mañana; pero, como ropa de abrigo fue suficiente la funda de nuestros sacos de dormir, un suéter y una chamarra de pluma, probablemente, en invierno la temperatura al amanecer debe aproximarse bastante al cero.
Confirmamos que Altar es uno de los más solitarios desiertos de cuantos existen, ya que al este se encuentran las extensas llanuras desérticas de Chihuahua; al sureste la gran llanura semiárida conocida como "Desierto de Sonora", del cual Altar (en el ángulo noroeste de ese estado) es una subprovincia fisiográfica; al norte los desiertos norteamericanos de Mojave y de la Gran Cuenca; al sur el mar; al oeste el Delta del Colorado y más allá, otra vez mar.
Las calcinadas, negras y deslumbrantes coordenadas de este desierto son, aproximadamente, entre los 31º y los 32º 30" de latitud norte y los 113º y 115º de longitud oeste, naturalmente, arriba del Trópico de Cáncer.
Desierto, pero de humanos
Nos levantamos todavía de noche; echamos la cecina al fuego; tomamos un litro de agua de un sorbo; recogimos la tienda, y una hora antes del alba ya nos encontrábamos caminando. Nunca vimos más animales que los mencionados antes, pero, en cambio, encontramos una enorme cantidad de huellas de animales nocturnos, alimañas, reptiles y aves de presa; sus huellas nos indicaron que es en la noche cuando los animales despliegan mayor actividad; había que ver las pisadas de los búhos que estaban bien marcadas en la arena y se interrumpían en los matorrales en donde cobraban a sus víctimas; también encontramos con frecuencia rastros de animales de uña sobre todo, pudimos observar una enorme cantidad de huellas en forma de 5 del crótalo cornudo, del que se dice tiene locomoción lateral y su estela de surcos interrumpidos dan la impresión de que el animal saltara.
Total, llegamos a la conclusión de que si este lugar es desierto será de seres humanos, por lo demás, se trata del sitio más poblado de criaturas del reino animal que pueda uno imaginarse; esto último nos hizo suponer que aún en el corazón de los médanos debían existir depósitos de agua o quizá hasta veneros, pues siempre hay la probabilidad de que una falla en las capas impermeables del subsuelo libere un estrato acuoso y emerja hasta la superficie, o bien que una mano misteriosa desplace algún nivel freático hasta aquellos lugares.
Cuando el sol proyectó las más hermosas tonalidades anaranjadas del amanecer, llegamos a la cima de un complejo grupo de dunas, bruñidas por el viento de la noche que, sin impedimentos de la fauna y sin testigos geológicos verticales, había hecho los más variados y simétricos trazos en la superficie de la arena y el resultado fueron unas dunas festoneadas a la luz del sol naciente cuya observación nos gratificó enormemente. En la cumbre, José Flores plantó, sobre una larga vara que llevaba para el efecto, una camiseta suya a manera de banderín, al cual pronto las tormentas de arena derribarían, pero que, sin embargo, desde luego no borrarían el hecho de que una vez lo hayamos dejado allí.
Esta vez la elevada temperatura —45º C— nos hizo detenernos hacia las doce del día, por lo que armamos el toldo de la tienda y nos quedamos quietos durante tres horas, en ese tiempo notamos que aproximadamente a la hora que nos deteníamos también la fauna de Altar suspendía su actividad; entonces descubrimos la antigua ley del desierto, la cual consiste en que mientras en la superficie de la arena había 45 grados, diez centímetros abajo el termómetro baja hasta 30º, y por ello, los animales se metían en la arena cuando el calor aumentaba, pues bajo la superficie está el secreto de la sobrevivencia; y lo mismo en el día como en la noche, ya que en la madrugada, cuando la arena de la superficie se encontraba helada, la del interior se hallaba a una temperatura cálida y bastante agradable, entonces, más que nunca, la fauna volvía a hundirse en la arena para evitar, el frío. Esto nos tranquilizó porque, al menos en ese momento del cenit las culebras deberían estar metidas en la arena, ya que la temperatura crítica de su organismo no soporta los 45º C, y la que por accidente se encontrara en la superficie, seguramente moriría.
Por las elevadas temperaturas se podría pensar en caminar durante la noche para aprovechar así las horas frescas; de hecho no falta algún experto que lo recomiende. Pero, por nuestra parte, mejor nos cuidamos mucho de hacerlo, ni siquiera como aventura o para implantar un récord de tiempo porque en la noche es cuando empieza lo que algunos conocedores han llamado "la fúnebre quietud del desierto"; y aun cuando se tenga experiencia, siempre se requiere tantear el terreno con los pies, y, por si ello no bastara, queda el problema de la orientación, toda vez que, aun ayudándose con las estrellas, un solo segundo de grado que uno se desvíe puede traer consecuencias lamentables.
En vano habíamos buscado a lo largo de nuestra ruta "ciento trece cincuenta" un altar a Tonatiuh, dios del sol, pues es el lugar más apropiado para tal efecto, pero sabido es que los grupos prehispánicos buscaron siempre los climas templados de la Mesa Central; de cualquier forma, nos gustaría saber el origen del nombre de esta región, conocida por el Desierto de Altar; nos preguntamos si se deberá simplemente a los rasgos geológicos o a su característica respecto al clima.