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Montañismo y Exploración
LOS TREMENDOS COCOYOMES

Isidro caminaba con paso lento, suelto, movía unas ramas que le impedían el paso, brincaba unas rocas o se trepaba a otras para escudriñar la vereda que en poco tiempo se perdió. Lo veíamos detenerse de repente y mirar hacia abajo durante segundos, los necesarios para que lo alcanzáramos. Hubo una ocasión que dudé de él. Se había detenido para mirar justamente hacia abajo y estuvo así por mucho tiempo. Me asomé y lo único que pude decir fue: “Yo por ahí no bajo”.







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Antes habían los tremendos cocoyomes. Eran muy grandes y [se] comían a la gente [los rarámuri]. Andaban en cueros siempre. Se comían a la gente en sus tesgüinadas y bailaban. Eran gente mala [por eso] Rayénari [el sol] se enojó y bajó. Quemó a todos los cocoyomes y luego volvió a subir y ya no hizo tanto calor. De los cocoyomes sólo quedaron unos pocos que se habían escondido en una cueva grande. Los tarahumares ya no querían a esa gente y dijeron "tenemos que matar a los cocoyomes". Entonces les dieron unos niños para que se los comieran. Les gustaban mucho los niños. Por eso les dieron unos pocos. Entonces, los cocoyomes hicieron una tesgüinada en su cueva grande y se emborracharon. Los tarahumares llevaron muchos litros de chile quepín y los pusieron a la entrada de la cueva y cuando estuvieron borrachos los cocoyomes, le pusieron lumbre y con el humo se ahogaron todos. Sólo unos pocos quedaron y cuando iban saliendo los mataban a saetazos. Esa es la historia de los tremendos cocoyomes. Ahora sus huesos se ven en las cuevas de los cerros. En tarahumar, también se dice "tubares" a los cocoyomes.


Historia con polvo de siglos en boca de un tarahumar. En plena sierra, al borde de la barranca de Güérachi, en "esta" sierra, luego de haber andado por "aquella" de enfrente, tierra de los tepehuanes del norte. ¿Cómo habíamos conseguido entrar al fascinante mundo de los tarahumares hasta llegar a escuchar una leyenda que habla sobre los extintos tubares?


DOS CHABOCHIS (MÃ?S) EN LA TARAHUMARA

Un mes de andar la sierra y sus sendas ocultas, de haber cruzado sus arroyos y ríos, de ser blanco de mosquitos y del sol... el cuerpo se ha acostumbrado entonces a los cansancios, a los tiempos y a las distancias de la Sierra Madre Occidental y aunque la expedición había concluido en Guachochi, quisimos ir en busca de aquello que no habíamos encontrado todavía en este viaje: nuestra parte india, como diría una gran amiga. Polo y yo, los únicos "sobrevivientes" de la expedición (los otros habían regresado ya a la ciudad de México) viajamos hacia la Mesa de Basiáguare y llegamos en plena mañana de un domingo, cuando la comunidad tarahumara en pleno realizaba una de sus sesiones. En rarámuri, por supuesto.

Visita inesperada de dos chabochis con pantalones cortos y mochila a la espalda que dejaban en los ojos serranos un "¿Qué querrán?" Mujeres con amplios vestidos de colores vivos y niños pequeños cargados a la espalda, hombres con ropas de mestizo, unos pocos con taparrabos y kówera, con zapetas de tres puntos y la piel curtida por el sol durante años... en medio de la sierra.

Con los "amestizados" pudimos hablar casi inmediatamente, pero los otros simplemente nos ignoraron. Como si no existiésemos. De esa manera, nosotros, chabochis, no teníamos el mismo valor que ellos, los verdaderos hombres de pies ligeros.

¿Cómo explicar a un grupo de tarahumares, interrumpidos en el pleno de su sesión, que lo que uno pretende es explorar su tierra y platicar con ellos? ¿Qué es explorar? ¿Caminar simplemente por gusto? Pueden entender eso, pues aunque la vida de los rarámuri es muy dura, ellos lo hacen a veces. Pero, ¿también se puede cargar por gusto? ¿Esos bultos tan enormes?

Ahí estábamos, frente a una comunidad entera que cuestionaba todo lo que decíamos y con quienes queríamos convivir. Finalmente todo quedó entendido: "Nijé shiminare kokoyome witechi" (literalmente: yo/quiero ir/cocoyome/viven-lugar donde).


UNA SENDA SEPULTADA

Isidro Chávez, rarámuri de 22 años, se autonombró guía nuestro. Un Kuira-bá en las horas tempranas del día y la breve plática que siguió, bastaron. Nunca le pedimos que nos llevara pues no podíamos disponer de su tiempo. El tampoco se ofreció y nosotros lo aceptamos. Simplemente nos "acompañó" porque no conocía las tan mentadas casas de los cocoyomes de las que había oído hablar desde niño. Grandeza de tarahumar.

El descenso desde la Mesa de Ohiubo fue vertiginoso. Vértigo de la pendiente y no de la velocidad. El agua de los arroyos formados en las alturas se desbarrancaba en auténticos voladeros de roca maciza y vertical. Isidro caminaba con paso lento, suelto, movía unas ramas que le impedían el paso, brincaba unas rocas o se trepaba a otras para escudriñar la vereda que en poco tiempo se perdió. Lo veíamos detenerse de repente y mirar hacia abajo durante segundos, los necesarios para que lo alcanzáramos. Hubo una ocasión que dudé de él. Se había detenido para mirar justamente hacia abajo y estuvo así por mucho tiempo. Me asomé y lo único que pude decir fue: "Yo por ahí no bajo".

Pero Isidro sabía lo que hacía y nos daba una buena lección de cómo andar en aquel terreno tan suyo. Sin tomar en cuenta mi comentario, bajó rápidamente y no tuvimos más remedio que seguirlo. Hasta entonces comprendí que él no dudaba. Corroboraba. De alguna manera, sus ojos veían un camino abandonado ahí donde nosotros sólo veíamos rocas y plantas.

Otras ocasiones nos esperaba sentado sobre una roca, escondido entre la espesura y nos llamaba a voz baja o con silbidos de aves. Sus zapetas de tres puntos se adherían muchísimo más que mis botas con suela antiderrapante con el mejor diseño para escalar. Se pegaban a la piedra, mojada o seca, se libraban de las plantas que se enredaban en los pies. El tarahumar era dueño de la sierra y había aprendido a leerle sus caminos.

Selva de las barrancas, por encima volaban guacamayas de cinco colores y, más arriba, águilas y zopilotes. ¿Pumas, jabalines (sic), serpientes? Seguro que había, pero no los vimos y ni quien se acordara de ellos cuando lo más importante era poner manos y pies siempre en el lugar adecuado, bien atentos a cualquier saliente de la roca para no caer. En esa barranca no hubo tiempo ni de tomar una foto. ¿Hasta dónde había que seguir?

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