Muy temprano me levanté y atisbé el cielo. Claro y azul, con el alba apenas despuntando. La noche anterior había visto las estrellas brillar y me decía que era un tiempo espléndido, que a la mañana siguiente saldría aunque remara pocas horas. Y así fue. Guillermo y Roberto me acompañaron y mientras yo acomodaba todo en los compartimientos de Thor, ellos se encargaban de responder a los pescadores que se habían acercado a preguntar si yo iba a cruzar a Cozumel.
—¿Hasta Coatzacoalcos? Pero si ya empezó la temporada de nortes. Va a ser muy difícil...
Sí. Ya varias personas me habían dicho lo mismo, que había elegido una mala época porque era precisamente cuando los vientos vienen del norte, con o sin lluvia, con fuerza moderada o con vendavales que arrasaban la costa, pero no la del Caribe porque
—...aquí todavía la tierra lo cubre, pero en cuanto dé vuelta a Holbox, ahí nada lo va a proteger y la marejada...
Holbox. El punto donde termina Quintana Roo y empieza Yucatán y, al mismo tiempo, el lugar en donde las vastas aguas del Caribe comienzan a llamarse Golfo de México, ese mar enorme con corrientes internas propias, con reflujos, con vientos que impedían salir a embarcaciones grandes si estaban fuertes. Y eso era continuo en esta época.
Pero, como buenos pescadores, no dejaban sólo malos augures sino que dieron información muy práctica:
—Te vas por fuera del arrecife pero en cuanto llegues a Punta Capitán Laffite, te pegas a la costa y ahí vas a encontrar una corriente que va al norte y aunque tengas viento en contra te lleva.
Punta Laffite, a siete kilómetros de distancia, era el paso clave para no cansarme y así salí.
Guillermo me tomó una foto de salida trepado en una lancha y luego me pasó la cámara y todos se despidieron mientras yo iba al oriente para sortear las olas rompientes. Al fondo, los enormes barcos turísticos denotaban que la temporada de turismo con mucho dinero había comenzado, pese al frío. Los huéspedes del hotel que habían salido a asolearse un poco tumbados en las sillas y recubiertos por toallas, me veían como a un loco. Y claro que lo era: ¿quién va a querer ir hasta Cancún (aproximadamente 70 kilómetros) a remo y con ese viento?
El inicio fue difícil. Antes de Playa del Carmen ya me había acostumbrado a navegar solo y el haber estado casi una semana con Guillermo y Roberto (ambos, miembros del grupo de escalada) me había vuelto a la convivencia humana en la que lo que se hace es para bien común, en donde se pregunta lo que hay que hacer para hacerlo mejor. Y he ahí que de nuevo me sumerjo en la soledad de navegar solo, a remo, contra el viento norte, en un proyecto que marinos y pescadores no creían realizable y no por falta de capacidad (se habían asombrado todos de que hubiera llegado desde Chetumal) sino por el tiempo.
OLAS ROMPIENTES
En poco tiempo volví a estar solo. Los "seat-on-top" que los turistas usaban para meterse al mar unos pocos metros fueron quedando atrás y las lanchas de motor también desaparecieron. Podría decir que vi desaparecer poco a poco Playa del Carmen, pero no sería cierto: en kayak es difícil ver hacia atrás y había que cuidar de cada ola que llegara lateral o de frente para mover la cadera y estabilizarme. Un juego continuo. "No debo pelear contra el mar, debo ser parte de él", me había dicho desde el principio y había funcionado, como en el Pacífico.
En algún momento vi una playa larga y calmada: era la que los pescadores habían anunciado que estaba después de Punta Laffite pero, ¿cómo podía distinguir casa punta si mis mapas de navegación los había perdido en Tulúm? De cualquier forma, sería conveniente cruzar las olas rompientes y llegar a esa mar quieta y con corriente favorable. ¿Cómo cruzar las rompientes? Busqué el paso con menos olas y me dirigí a él. Sabía que en algún momento una ola espumosa y rompiente me llegaría por detrás. Era cosa de no perder el equilibrio, de mantener la proa a tierra para no volcar y de usar la palada que Javier me había enseñado en Playa.
Y la ola llegó. Primero sentí un tirón en la popa y luego Thor aumentó su velocidad. "Tú puedes. No pierdas el equilibrio". La velocidad llegó a ser tan fuerte que temí volcar, sobre todo porque debajo el coral estaba muy a ras de agua. Entonces, la ola tomó otro volumen y me giró.
Moví el brazo para dar la palada de Javier y seguí surfeando. Funcionaba, estaba bien... De repente, la caída. Me vi con la cabeza debajo del agua e hice el movimiento rápido, pero no pude enderezarme pronto. Lo repetí. ¿La bañera se habría abierto nuevamente? Cuando salí la vi intacta. ¿Qué había pasado? Cuando la ola pasó y pude orientar la proa nuevamente a tierra vi una rama clavada en el coral. Ella era la que me había tumbado y la que me impedía enderezarme. Después... la calma. El mar perdía su sonoridad y adquiría la claridad del jade.
Había pasado.