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Montañismo y Exploración
En los confines de la Sierra
15 octubre 2000

He preferido utilizar el término legua por varias razones. La primera es que esta medida es más antigua y da la idea de profundidad en tiempo y distancia. Hay otra más real: la gente de la sierra y de las barrancas miden las distancias en tiempo aproximado de recorrido, un tiempo muy personal y subjetivo que nosotros, malamente acostumbrados a la exactitud como si en ello nos fuera la vida, nos hace malas jugadas. Finalmente, pueden escucharse términos de medida como varas y fanegas en vez de metros y kilos; así pues, al hablar de leguas recorridas estoy refiriéndome de una manera sutil al hombre que vive en la sierra. Aunque varía de país en país, la legua en México equivale a 4,190 metros aproximadamente.







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Una llegada inesperada

"Martes 4 de agosto. 19:27. Ayer, después de una caminata de tres días desde el Cantil, llegué finalmente a Canelas, pueblo del que me hablaron maravillas desde Tayoltita. En la bajada desde la Cumbre, tomé un buen rato por la terracería y hallé un camión atascado hasta los ejes. Tomé la vereda que bajaba hacia La Yerbabuena. Fueron tres horas de caminar bajo la lluvia, tanto tiempo no porque estuviera lejos el lugar sino por la multitud de piedras que tenía el camino. Muchas veces me detuve a orientarme con el viento, el ruido, las huellas y de vez en cuando con la brújula; la niebla me cubría y el bosque era espeso.

"Después de mucho bajar, atravesé dos ríos de lodo y después de la Yerbabuena llegué a Canelas. Lo primero que llamó mi atención fue el quiosco, la plaza y la iglesia, cuyas campanas, verdosas por los años, relucían en el campanario. Creo que también fui la sensación del pueblo. A todo lugar que llegaba en la sierra me confundían con militar, judicial o fayuquero. Esta no fue la excepción, pues me preguntaban qué vendía.

"El presidente municipal, Augusto Cháidez Bueno, me alojó en un hotel y tras 35 días tuve una sensación extraña cuando me bañé bajo regadera, pues mi cuerpo estaba ya acostumbrado al río. Con el baño me deshice de los mosquitos. Al principio de la caminata, allá en Borbollones, me había molestado la cantidad de piquetes, pero mi cuerpo se acostumbró; luego me fastidiaba su persistente zumbido alrededor de mi oreja, pero también, con un gran esfuerzo de concentración, los llegué a ignorar; sin embargo, nunca llegué a tolerar a los mosquitos suicidas que se lanzaban en picada a mis ojos porque, además de que producen un ardor profundo, es difícil deshacerse del cadáver atrapado bajo los párpados."


Canelas, maravilla en la Sierra

Hoy fui a recorrer el pueblo. Diríase que estoy en algún lugar concebido como una de las maravillas de la sierra. En toda la sierra de Durango o la Tarahumara, inclusive, hay una especie de modelo según el cual están construidos los pueblos. Aquí todo es diferente. En vez de calles de tierra llenas de animales, hay adoquines y limpieza; las tejas suplen a la madera o la lámina en los techos, todas las casas están pintadas de blanco o con algún color claro y las calles estrechas dan la impresión y la seguridad de hallarse en un lugar confortable.

El quiosco que tanto me llamó la atención al llegar, es el centro de reunión de la muchachada por las tardes. La iglesia luce una torre donde cuelgan, difuntas, las campanas resquebrajadas. El cura me dijo que no las habían mandado reparar porque para eso se necesita fundirlas y ya no las harían con el mismo metal con el que están hechas: bronce, plata, oro. "Por eso tienen ese toque tan ladino, que llega a muchos kilómetros de aquí."

Canelas quiere despuntar. Están a punto de construir la planta hidroeléctrica que alimentará al pueblo durante todo el día y no sólo las cuatro horas diarias. El cura desea levantar una escuela de artes y oficios.

"Viernes 7 de agosto. 22:32. Acabo de regresar de un lugar mágico: a la orilla de la pista de aterrizaje hay una casa donde vive un hombre que en enero de 1988 cumplirá cien años. Es de admirar la agilidad con que se mueven sus dedos por la cuerda para producir una música serrana y bella en el violín. El tiene casi un siglo de vivir así. ¡Qué envidia le tuve! Bañarse en el arroyo, sentir resbalar el agua de la lluvia por el cuerpo, trabajar la tierra para comer, tener hijos, vivir...

Ocho horas. Escuché los pasos de una mula. Sí: mula porque casi no hay burros. Una mula que bajaba por el camino y que no podía andar libre. Me senté a un lado en espera del jinete que saldría de una vuelta. "Buenas tardes". Se sobresaltó y yo me sorprendí de ver a un jinete montado en un caballo grande y negro. Sí, iba por el camino correcto y me faltaba poco. "No le falta mucho; aquisito, luego de dar la vuelta a la loma, está San Pedro. Yo vengo de ahí; siga el rastro de mi caballo y en 15 minutos está".

Quince minutos... el mismo tiempo que me habían dicho hacía dos horas. "Quince minutos". Entonces caí en la cuenta: había tratado de seguir como un citadino más, acostumbrado a relojes y horarios, a medir las distancias en kilómetros o tiempo cronométrico. El viejo error de los viajeros de todos los tiempos. ¿Qué haría yo si fuera habitante de la sierra? ¿Qué haría si caminaba por una vereda, sin tener noción del tiempo como cronómetro, si pensaba en mi cosecha y lo que podría hacer para recogerla en noviembre, si trajera los problemas familiares en la cabeza en esa senda harto conocida de tanto transitarla? Haría lo de siempre: pensar para encontrar soluciones. Sabría a quiénes me iba a encontrar y si, de repente, en una vuelta del camino, me encontraba de frente a un extraño con una mochila a la espalda, vestido de pantalón corto y completamente empapado ¿acaso no me sentiría sorprendido?

Alguien había surgido de la niebla. ¿La onza, quizá? Pero no: esa aparición preguntaba por la dirección al pueblo y lo que faltaba para llegar. ¿Cómo lo explicaría? Seguramente diría que después del pino donde uno acostumbra desviarse para llegar a la ranchería de... pero no: no conocería esa ranchería. "¿Ve aquel cerro allá a lo alto?" Tampoco: la niebla no dejaba ver nada. No. No sería capaz de decir eso porque lo confundiría. Entonces diría con toda seguridad: "Le falta media hora". Eso le diría.

Con esa convicción, diez horas después de haber comenzado a caminar desde Cuanas, luego de atravesar su lodosa pista de aterrizaje que al final me había servido como única señal para llegar al pueblo, llegué a Azafranes, San Pedro de Azafranes. Estaba completamente mojado y la gente me veía como si fuera una aparición surgida de la niebla y la semioscuridad de las 19:40 horas que preguntaba por el juez del lugar. Mi presencia solitaria causaba comentarios; yo sólo quería un lugar seco para dormir.


Las ciudades perdidas

Uno de los motivos principales por los que continuaron la exploración en América los españoles después de conquistados los reinos de Tenochtitlan y del Perú, fue la búsqueda de riquezas aún mayores. Los rumores y las fantasías abundaban. Topia era una de los lugares señalados por los indígenas como un sitio excepcionalmente rico. Pero cuando Francisco de Ibarra llegó al lugar con su columna, un mito más caía... La legendaria Topia no era más que un pueblo sin las riquezas soñadas ni ambicionadas.

El domingo me encontraba en Topia, la histórica Topiamé a la que llegó Ibarra y que desde el siglo XVI tiene minas trabajando. Muchos de los desperdicios de antaño Â?cinc, platino...Â? son procesados ahora que se cuenta con mejor maquinaria.

Llegar a Topia significó dos cosas para mí: el éxito de un proyecto planeado tiempo atrás (inconscientemente sentía un alivio al pensar que ya no caminaría más, que mi joroba diaria de 25 kilos quedaría guardada en un rincón esperando la siguiente ocasión de encontrarme en la sierra) y la segunda era un aspecto más personal: un viaje terminaba y yo tendría que regresar a la ciudad a caminar entre camiones, luces y ruidos extraños; no podría ver la belleza del quiosco de Topia luciendo pedazos de minerales de cada mina en cada una de sus columnas ni tampoco la hermosura del paisaje.

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