Mayo 20 de 1976.
Tras dos días de caminar y sortear todos los obstáculos que presenta la cañada, Manuel Casanova y yo estamos muy por encima del río, en el espolón de un cerro de pura roca granítica por el que las miradas se deslizan libremente en busca de una ruta. Hemos ascendido lo más posible y desde la terraza rocosa en que estamos podemos ver por primera vez, hacia el sur, la montaña a la que nos dirigíamos: El Picacho del Diablo.
Pero estamos lejos, demasiado lejos de la cima y todo se ha debido a un error: el mapa marca con el nombre “La Providencia” al cañón en el que estamos y a otro que está más al norte: el cañón del Diablo, que era al que debíamos habernos dirigido desde el principio. Los muchachos que nos trajeron en su camioneta estaban en lo cierto: nos dejaron en “La Providencia” sin lugar a dudas. Nosotros preferimos creer en quienes hicieron los mapas y no a la gente que conoce bien el desierto.
Así que la cima se nota lejana. Una cumbre que es el remate de una enorme pared vertical. Al menos así es como se aprecia desde aquí y desde el desierto. ¿Cuántos metros tendrá? No tenemos idea. En nuestras primeras exploraciones somos tan ingenuos que todo lo medimos con la experiencia de los volcanes nevados y de la escalada en roca.
Aquí las dimensiones cambian todo y algo es cierto: la pared es enorme y nosotros tenemos que regresar al fondo del cañón, donde nos esperan nuestros compañeros para regresar a nuestro campamento. Porque con este ascenso nos hemos dado cuenta que no llegaríamos a la cima con el poco tiempo que tenemos. Así que levantamos un montículo de rocas, nos tomamos un par de fotografías y bajamos desescalando las partes más verticales. Sólo una ocasión usamos la cuerda para un rapel. La pared: ¿cuánto medirá?
Mayo 21 de 1977.
La pared es enorme, descomunal. Se levanta metros y metros hasta perderse en el cielo azul, este cielo tan reseco que ha sorbido los pozos de agua. Esta vez subimos por el Cañón del Diablo, pero nos equivocamos al elegir la ruta de ascenso y llegamos a un callejón sin salida. Pudimos haber regresado al desierto y olvidarnos de la cima nuevamente, pero Manuel quiso dar un nuevo giro a la exploración: bajaríamos por el cañón en el que habíamos estado hace un año. Conocíamos parte de él y aunque desde arriba se notaban claramente dificultades técnicas, no esperábamos tantos problemas. Tenemos dos días bajando y apenas estamos en la base de esta gigantesca pared. Dos días de descenso muy técnico. Faltarán dos días más para llegar al desierto.
Mayo 24 de 1979
El calor es intenso. Es sol de mayo en pleno desierto. Las manos se queman en esta roca blanca, pero es preciso no soltarse. Estoy a 250 metros por encima del suelo. Aunque están conmigo, mis compañeros han decidido no escalar un solo metro. Así, ha pasado un largo tras otro. Las protecciones son escasas y débiles. Sé que no debo caerme porque incluso los arbustos que sirven de anclajes de reunión son precarios. Así han transcurrido 250 metros y ahora me elevo diez metros más y después de dar la vuelta a una esquina rocosa, me doy cuenta que he llegado a un callejón sin salida: lo que sigue son casi cien metros de escalada de fricción y sin protecciones.
Podríamos barrenar... si tuviéramos el equipo para ello, pero desde el principio hemos decidido escalar de manera limpia la pared. Si no conseguimos pasar es porque no estamos preparados para ello. Así que de repente me enfrento a ese enorme espejo blanco en el que no hay manera de asegurar al compañero. ¿Subiría de todos modos por ahí de no tener compañeros? No lo sé. Los tengo y sé que debo regresar. Entonces me doy cuenta del enorme cansancio psicológico que me abruma.
Tengo medio día escalando en la punta y dos largos completos han sido sin un solo anclaje. En el último me espiné los dedos de la mano izquierda al meterlos a una grieta ocupada por un cactus. También entonces soporté. Ahora, no hay adónde seguir. No de esta manera. Tendremos que descender y regresar en otra ocasión, quizá en noviembre.
Diciembre 25 de 1982.
La montaña está increíblemente nevada. Desde el desierto, se notaba blanca y mi amigo Roberto Quiroz se preocupó todavía más cuando le dije que iba a entrar solo por La Providencia. No trató de convencerme y me llevó a la base de la sierra. Ahora tengo ocho días de soledad. Cuatro los pasé en el acercamiento a la base. La nieve fundida ha hecho crecer el río y los problemas de transcurrir por el Cañón aumentaron. Cuatro largos días. Pero cuando llegué me encontré con otro problema: había nevado tanto que cualquier agujero entre las rocas estaba oculto. La parte norte a la que nunca le da el sol estaba llena de hielo.
Así que pasé tres días y sus noches en esa pequeña hondonada en busca de una ruta que me permitiera ascender a la cumbre de la manera más recta y peleando con los demonios personales que se habían desatado en mi interior y que me hacían dudar entre seguir hacia arriba o regresar y confesar que había fracasado. El peso de la soledad. Tras muchos intentos, decidí regresar y cuando me había puesto la mochila para dar marcha atrás, me volví a la pared y me pregunté hasta cuándo podría ser escalada. Entonces la vi: una línea imaginaria por donde podría pasar hacia arriba, a lo largo de una arista hasta la cumbre falsa que está al norte. Desde ahí me sería más sencillo llegar a la cima.
Pero ha pasado todo el día y no he podido avanza gran cosa a causa de la mucha vegetación. He perdido uno de mis guantes en algún momento y cuando tuve que escalar en hielo, lo hice con la mano desnuda. Fueron 60 metros sobre una placa rocosa de 60º de inclinación cubierta por una capa de hielo transparente de una o dos pulgadas. Debía golpear lo suficientemente fuerte con el piolet y los crampones para que se hincaran y se sostuvieran, pero no tanto como para partir la costra de hielo y caerme hasta... ¿hasta dónde?
Ahora hace un fuerte viento que no me dejó armar mi tienda individual y que congeló el agua en mi bidón en menos de 15 minutos a pesar de que estaba muy caliente. Pero desde este balcón, veo la pared como desde ningún otro lugar privilegiado: descubro sus repisas, sus fisuras, sus desniveles. Fotografío todo porque puede ser la clave para ascenderla. Mañana llegaré a la cima y bajaré por el Cañón del Diablo lo más rápido posible. Uno se agota demasiado pronto en esta montaña, sobre todo si está solo, como lo estoy yo.