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Montañismo y Exploración
AMOR A LA VIDA
25 marzo 1999

Quizá el cuento más famoso de Jack London, se ha convertido en un símbolo de la supervivencia y en él se encuentran todos las facetas de querer seguir vivo a como dé lugar.







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Al día siguiente se despertó aterido y con muy mal aspecto. Tampoco lucía el sol y soplaba un viento áspero. A su alrededor, el aire se había espesado mientras hacía hervir el agua. Caía aguanieve, grandes copos blancos mezclados con una mansa lluvia. Al principio los copos se fundían apenas tocaban el suelo, pero luego el terreno quedó cubierto de ellos. El fuego se apagó y la provisión de musgo seco quedó empapada.


Para el hombre, aquella fue la señal de ponerse de nuevo en marcha, aunque no sabía hacia dónde. En aquel momento ya no pensaba en nada más que no fuera comer. Estaba como loco de hambre. No le importaba la dirección que tomara, con tal que siguiera el fondo de los pequeños valles. Anduvo a través de la nieve para llegar a las bayas de muskeg y se arrastró hasta las cañas. Pero aquello no le satisfizo. Encontró una hierba amarga y comió todo lo que pudo de ella, que no fue mucho, ya que la planta quedaba fácilmente oculta por unas pulgadas de nieve.


Aquella noche no tuvo fuego ni agua caliente. La nieve se convirtió en lluvia helada y el hombre se despertó varias veces sintiéndola caer sobre su rostro. De nuevo se hizo de día, y de nuevo no lució el sol. En aquel momento volvió a interesarse por el escondrijo junto al río Dease.


Desgarró una de sus mantas y confeccionó unas vendas con las cuales se envolvió sus ensangrentados pies. Apretó el vendaje de su tobillo herido y se preparó para una jornada de marcha.


La nieve se había fundido bajo la lluvia y sólo las crestas de las colinas aparecían blancas. Salió el sol. Consiguió orientarse y ahora sabía que se había extraviado. Posiblemente se había desviado demasiado a la izquierda, por lo que caminó hacia la derecha para corregir la posible desviación.


Los retortijones del hambre no eran tan agudos, pero el hombre se sabía débil. Tenía que pararse a menudo para recobrar el aliento y entonces la emprendía con las bayas de muskeg y las raíces de caña.


Tenía la lengua reseca, hinchada; le amargaba la boca. Su corazón empezó a inquietarle ya que, cuando andaba un buen rato, empezaba a latir violentamente y luego se desbocaba en una serie de latidos dolorosos que le ahogaban.


A media jornada encontró dos pececillos en una larga charca. Pero no podía vaciarla, aunque esta vez consiguió atraparlos con su pote de hojalata. No eran más largos que su dedo meñique , pero no tenía demasiada hambre. Comió el pescado crudo, masticándolo cuidadosamente, ya que comer era un acto de pura razón. Sabía que necesitaba comer para sobrevivir.


Por la tarde atrapó otros tres peces, de los cuales comió dos y se guardó otro para el desayuno de la mañana siguiente.


Transcurrió otra noche. Por la mañana, sintiéndose más capaz de razonar, deshizo el lazo de cuero que cerraba la bolsa de piel de ante. Por la abertura salió un hilo amarillo de polvo de oro con pepitas. Dividió el oro en caso dos mitades y ocultó una debajo de una roca, envuelta con un trozo de manta, y volvió a guardar la otra en la bolsa. Conservó su fusil, ya que en el escondrijo, junto al río Dease, había municiones.


Aquel día el hambre se despertó de nuevo en él. Estaba muy débil y padecía vértigos que a veces le cegaban. No era raro que tropezara y cayera y una vez cayó de lleno sobre un nido de perdices blancas. Había en él cuatro crías recién nacidas. El hombre utilizó su fusil como una maza para golpearla, pero el ave se mantuvo fuera de su radio de acción. Le lanzó unas piedras y por casualidad le rompió un ala; entonces, la madre huyó revoloteando, corriendo, arrastrando su ala rota, perseguida por el hombre.


La persecución le llevó a un terreno pantanoso y percibió unas huellas en el blando musgo. Tenían que ser las de Bill. Pero no podía detenerse, ya que la perdiz continuaba huyendo; primero le daría caza y luego regresaría para examinar las huellas.


Cansó al animal, pero también se cansó él. La perdiz se paró en el suelo, jadeando; también él jadeaba tumbado en el suelo, a una docena de pies de distancia, incapaz de arrastrarse hacia el animal. Y, mientras él recuperaba fuerzas, el animal también las había recuperado y voló lejos de su alcance. En el momento en que su mano iba a alcanzarla. La caza volvió a empezar; se hizo de noche y la perdiz escapó. El hombre, debilitado, cayó con la cabeza hacia delante, cortándose la mejilla con el equipaje atado a la espalda.


No se movió durante un buen rato; luego rodó sobre un costado, dio cuerda a su reloj y permaneció acostado hasta la mañana siguiente.


Amaneció otro día de niebla. No pudo encontrar las huellas de Bill. Pero, ¿qué importaba eso? Tenía demasiada hambre.


La fatiga producida por su carga se hacía insoportable. Dividió de nuevo el oro en dos partes; esta vez esparció una de ellas por el suelo. Por la tarde, tiró el resto. Se quedó únicamente con media manta, el pote de hojalata y su rifle.


Entonces empezó a sufrir alucinaciones. Duraban poco rato ya que los mordiscos del hambre le devolvían rápidamente a la realidad. Al salir de uno de sus ensueños presenció un espectáculo que le hizo desvanecerse. Delante de él había un caballo. ¡Un caballo! No podía creer lo que estaba viendo. Se frotó furiosamente los ojos para aclarar su visión y entonces vio no un caballo, sino un enorme oso pardo. El animal lo contemplaba con una belicosa curiosidad.


El hombre casi había empuñado su rifle antes de volver a la realidad; lo soltó y sacó el cuchillo de caza de la funda que colgaba de su cadera. ¡Delante de él había carne!


Su desesperado valor fue arrastrado por un gran remolino de miedo; débil como estaba, ¿qué haría si un animal le atacaba? Se irguió en toda su estatura, apretando su cuchillo, con los ojos clavados en el oso. Este, torpemente, avanzó un par de pasos, se irguió sobre sus patas traseras y profirió un gruñido. Si el hombre huía, le perseguiría. Pero el hombre no huyó; ahora estaba animado por el coraje que infunde el mismo terror.


El oso se alejó de costado gruñendo amenazas, asombrado ante aquel ser misterioso que aparecía de pie y sin temor. Pero el hombre no se movió; permaneció como una estatua hasta que el peligro hubo pasado; entonces se echó a temblar y cayó sobre el húmedo musgo.


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