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Montañismo y Exploración
AMOR A LA VIDA
25 marzo 1999

Quizá el cuento más famoso de Jack London, se ha convertido en un símbolo de la supervivencia y en él se encuentran todos las facetas de querer seguir vivo a como dé lugar.







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Entonces empezó una tragedia feroz como nunca la hubo: un hombre enfermo que se arrastraba, un lobo enfermo que cojeaba. Dos seres arrastrando sus esqueletos moribundos, uno persiguiendo la vida del otro.


Una vez, un jadeo junto a su oído le despertó de un desvanecimiento. Al verle moverse, el lobo retrocedió, ridículo de debilidad. Pero aquello no divirtió al hombre; ni siquiera le asustó, falto de fuerzas para sentir temor.


De cualquier forma, su mente se había despejado; se tumbó en el suelo y reflexionó. El barco ya no estaba a más de cuatro millas. Pero nunca podría arrastrarse a lo largo de aquellas cuatro millas. Lo sabía y, sin embargo, estaba tranquilo. Sabía que no podía arrastrarse media milla más, y sin embargo, quería vivir.


Cerró los ojos y se quedó tumbado de espaldas, sin moverse. Podía oír, acercándose lentamente, cada vez más, la aspiración y espiración del lobo enfermo. Sin embargo, no se movió. El animal estaba junto a su rostro: la lengua áspera y reseca rascó su mejilla. El hombre echó las manos hacia delante; sus dedos se encorvaron como garras, pero se cerraron en el vacío. La paciencia del lobo era terrible; la del hombre no lo era menos. Permaneció acostado medio día, sin moverse, esperando la cosa que quería alimentarse con él y que él quería comerse.


Al salir de un sueño no percibió el aliento, pero sí la caricia áspera de la lengua subre su mano. Esperó. Los dientes apretaron suavemente. La presión aumentó. El lobo aplicaba sus últimas energías al intento de hundir los dientes en el alimento que esperaba desde hacía tanto tiempo. Pero también el hombre había esperado mucho tiempo y la mano lacerada se cerró sobre la quijada.


Lentamente, mientras el lobo luchaba sin fuerza, la otra mano libre del hombre se arrastró para apresarlo. Cinco minutos después, todo el peso del cuerpo del hombre estaba sobre el lobo, pero las manos no tenían bastante fuerza para ahogar al animal. El hombre mantenía la boca apretada contra la garganta del lobo y su boca estaba llena de pelos. Al cabo de media hora, el hombre experimentó la sensación de que algo cálido penetraba en su garganta. Una sensación poco agradable.


Más tarde, el hombre rodó sobre la espalda y se quedó dormido.


* * *


A bordo del ballenero Bedford se hallaba una expedición científica. Desde el puente, los observadores divisaron un extraño objeto sobre la playa. No pudieron precisar qué era, por lo que montaron en una lancha y desembarcaron en la playa. Vieron algo que apenas podía reconocerse como un hombre. Estaba ciego e inconsciente. Se arrastraba por el suelo como una monstruosa lombriz. La mayor parte de sus esfuerzos eran inútiles, pero persistentes.


Tres semanas más tarde, el hombre estaba tendido en una de las literas del ballenero y contaba con lágrimas lo que había sufrido. Habló de su madre, del soleado sur de California y de una casa entre naranjos y flores.


Pocos días después estaba en la mesa con los científicos y los oficiales del barco. Devoraba con los ojos la comida y contemplaba con ansiedad cómo desaparecía en la boca de los otros. Le acosaba el temor de que los víveres escasearan. Se informó acerca de las provisiones que había en la despensa y le dieron toda clase de seguridades, pero él no podía creerlo y encontró motivos para husmear en la despensa, a fin de comprobarlo con sus propios ojos.


Los tripulantes y los científicos observaron que el hombre engordaba visiblemente. Los sabios sometieron al hombre a una especie de racionamiento, pero el hombre continuaba engordando.


Los marineros ya estaban al corriente. Y cuando los sabios se dedicaron a vigilar al hombre, lo estuvieron también. Le vieron dirigirse a proa, terminado el desayuno, y acercarse a un marinero con la mano extendida, como un mendigo. El marinero sonrió y le dio un trozo de bizcocho salado. El hombre lo cogió, lo miró como un avaro mira el oro y lo ocultó en su seno. Los otros marineros, sin dejar de reírse de él, le entregaron limosnas semejantes.


Los hombres de ciencia fueron discretos y dejaron tranquilo al hombre. Pero registraron su litera en secreto. Estaba alfombrada de bizcochos. La colchoneta estaba rellena de ellos; los había en todos los huecos, en todos los rincones.


El hombre tomaba precauciones contra otra posible época de hambre. Los sabios convinieron que sanaría de aquella obsesión, cosa que ocurrió antes de que la cadena del ancla del ballenero chirriase en la bahía de San Francisco.



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