Volvió a ponerse en marcha, presa ahora de otro temor. Quedaban los lobos; sus aullidos cruzaban la desolación y parecían tejer el propio aire en un velo amenazador, tan tangible que el hombre se sorprendió con los brazos en el aire, apartándolo lejos de sí como las paredes de una tienda derribada por el viento.
De vez en cuando, los lobos se cruzaban en su camino en grupos de dos o tres. Pero pasaban a alguna distancia. No eran suficientes en número. Además, atacaban al caribú que no se defendía , en tanto que aquel extraño animal que andaba sobre dos patas era capaz de arañar y de morder.
A última hora de la tarde se encontró unos huesos dispersos en el lugar en el que klos lobos lo habían matado: aquellos restos habían sido una hora antes un caribú lleno de vida. Contempló los huesos limpios y bruñidos. ¿Sería posible que quedara lo mismo de él antes de que terminara el día? Así era la vida.
Al cabo de poco, estaba sentado en el musgo, con un hueso en la boca, chupando los restos de vida que le conferían un color levemente sonrosado.. El agradable sabor a carne le enloqueció. Cerró las mandíbulas sobre el hueso y apretó: a veces partía el hueso, a veces sus dientes.
Siguieron días terribles de nieve y lluvia. Ya no sabía cuándo había acampado, cuándo había reemprendido la marcha; viajaba tanto de noche como de día. Reposaba cada vez que caía y se arrastraba hacia delante cada vez que la vida moribunda que había en él se reanimaba y ardía un poco más. Ya no sufría: sus nervios estaban embotados, paralizados, en tanto que su cerebro se llenaba de visiones extrañas y de deliciosos ensueños.
Siguió maquinalmente un gran río que discurría por un valle ancho y poco profundo. No vio el río ni el valle. No veía nada, aparte de sus visiones.
Al día siguiente, se despertó con la mente sana, tumbado boca arriba, junto a un peñasco. El sol brillaba claro y cálido. Pensó que aquel era un hermoso día. Con un penoso esfuerzo, rodó sobre un costado. Debajo de él discurría un río ancho y de curso lento. Le turbó no reconocerlo. Lenta, deliberadamente y sin demostrar más que un interés pasajero, siguió el curso del extraño río hasta la línea del horizonte y lo vio desembarcar en un mar resplandeciente. Permaneció completamente impasible. Aquello era muy raro. ¿Se trataba de una visión? Sin duda debía serlo. La idea se confirmó cuando vio un barco anclado en medio del resplandeciente mar. Cerró los ojos un instante y luego volvió a abrirlos. La visión persistía. Sin embargo, no podía ser. Sabía que no había mares ni barcos en el corazón del país estéril.
Oyó un gruñido detrás de él, una especie de suspiro o de tos semiahogada; rodó sobre el otro costado muy lentamente. De momento no pudo ver nada. De nuevo oyó el gruñido y la tos. Entonces vio la cabeza gris de un lobo, una silueta entre dos rocas hendidas., a menos de veinte pies de distancia. Las orejas puntiagudas no estaban tan rectas como las había visto en los otros lobos; los ojos aparecían veteados de sangre; la cabeza semejaba colgar sin voluntad. El animal parpadeaba continuamente bajo el sol y parecía estar muy enfermo. Mientras el hombre lo miraba, el lobo resopló y volvió a toser.
Aquello, al menos, era real, pensó. Se volvió para ver la realidad del mundo que la visión le había ocultado. Pero el mar continuaba allí y el barco se veía claramente. ¿Sería la realidad, después de todo? Cerró los ojos durante un buen rato. Pensó y luego comprendió. Había marchado en dirección noreste, alejándose de la cordillera Dease y adentrándose en el valle Coppermine. Aquel deslumbrante mar era el Océano Ártico; aquel era un barco ballenero que se había desviado muy al este de la desembocadura del MacKenzie y que esyaba anclado en el Golfo de la Coronación. El hombre recordó el mapa de la Compañía de Hudson, que había visto hacía mucho tiempo... Estaba ahora claro.
Intentó prepararse para lo que parecía que sería un viaje terrible hacia el barco. Sus movimientos eran lentos. Se dio cuenta de que no podía sostenerse sobre sus piernas. Finalmente se limitó a arrastrarse sobre las manos y las rodillas. Pudo calentarse un cuartillo de agua y, después de esto, comprobó que le era posible sostenerse en pie e incluso andar como podría hacerlo un moribundo. A cada instante se veía obligado a descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como lo eran los del lobo enfermo que le seguía. Cuando el mar desapareció en la oscuridad de la noche, no había andado más de cuatro millas.
Durante la noche oyó la tos del lobo enfermo y de cuando en cuando los mugidos de los caribúes. El sabía que el lobo enfermo seguía los pasos del hombre enfermo con la esperanza de que el hombre sería el primero en morir. Por la mañana, al abrir los ojos, observó en efecto que el lobo le miraba con ojos ávidos y hambrientos.
Por la tarde encontró otras huellas, las de otro hombre que se había arrastrado a cuatro patas. Pensó que podía tratarse de Bill, pero lo pensó de un modo vago y desinteresado. Siguió las huellas del otro hombre y no tardó en llegar al final. Vio unos huesos recientemente descarnados en un lugar donde el musgo empapado estaba marcado por las patas de una manada de lobos. Vio una pequeña bolsa de piel de ante, hermana de la suya, que los dientes agudos habían desgarrado. La recogió, aunque su peso fuera casi excesivo para sus débiles dedos. Bill había cargado con ella hasta el fin. Ahora era él quien podía reírse de Bill. Él sobreviviría y llevaría la bolsa hasta el barco sobre el resplandeciente mar. El hombre se interrumpió bruscamente. ¿Cómo podía reírse de Bill, si aquellos huesos tan blancos, sonrosados y limpios eran el propio Bill?
Siguió su camino y llegó a una charca. Se inclinó para buscar algún pececillo, pero echó bruscamente la cabeza hacia atrás. Había visto su rostro reflejado en el agua. Eran tan terrible que su sensibilidad se despertó el tiempo suficiente como para quedar impresionada por el espectáculo. Después vio que en la charca había tres pececillos, pero eran demasiado grande para vaciarla, y después de varias tentativas inútiles para atrapar a los peces con el pote de hojalata, renunció a ello. Temía caer en la charca y ahogarse, debido a su gran debilidad.
Aquel día había disminuido en tres millas la distancia entre el barco y él. Al día siguiente, en dos, ya que ahora se arrastraba como lo había hecho Bill; al final del quinto día calculó que el barco se encontraba aún a una distancia de siete millas.
Sus rodillas estaban en carne viva, lo mismo que sus pies, y dejaba tras de sí un rastro rojizo sobre el musgo y sobre todas las piedras. Una vez, mirando hacia atrás, vio al lobo que lamía, hambriento, sus huellas ensangrentadas y comprendió cuál sería su final, a menos que pudiera dar cuenta del lobo.