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Montañismo y Exploración
AMOR A LA VIDA
25 marzo 1999

Quizá el cuento más famoso de Jack London, se ha convertido en un símbolo de la supervivencia y en él se encuentran todos las facetas de querer seguir vivo a como dé lugar.







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Estos eran los pensamientos del hombre mientras seguía adelante. Al luchar con todas las fuerzas de su cuerpo, también luchaba con las de su espíritu, tratando de convencerse de que Bill no le había abandonado y que le esperaría en el escondrijo. De no haber tenido aquella convicción hubiera renunciado a luchar y se habría tumbado en el suelo esperando la muerte.


Llevaba dos días sin comer y había mucho más tiempo que no había comido hasta hartarse. A menudo se inclinaba y recogía las pálidas bayas de muskeg, se las había metido en la boca, las masticaba y las tragaba.


A las nueve tropezó con el borde de una roca, dio un traspié y cayó de fatiga y debilidad. Permaneció tumbado sobre un costado, sin moverse; luego se libró de las correas de su fardo y, finalmente, se incorporó sobre sus rodillas. Todavía no había oscurecido y, a la claridad del crepúsculo, se arrastró entre las rocas para encontrar unas hilachas de musgo seco. Reunió un pequeño montón y le prendió fuego. En ese fuego puso a hervir agua en un pote de hojalata.


Deshizo el saco y su primer acto fue contar los fósforos que le quedaban; tenía sesenta y siete; los contó tres veces para asegurarse; los repartió en varios montoncitos y los envolvió en papel engrasado, introduciendo un paquete en su petaca vacía, otro en su sombrero y un tercero debajo de la camisa, contra su pecho. Cuando terminó, se vio invadido de una especie de pánico: deshizo los tres paquetes y volvió a contar los fósforos; seguían siendo sesenta y siete.


Secó sus mojadas botas cerca del fuego. Confeccionadas con trozos de mantas de lana, las botas estaban llenas de agujeros y sus pies sangraban. Notó que su tobillo daba zumbidos; lo examinó, viendo que se había hinchado hasta adquirir el tamaño de su rodilla. Desgarró una larga tira de una de sus dos mantas y la enrolló, bien apretada, alrededor de su tobillo. Desgarró otras tiras, con las que envolvió sus pies a guisa de mocasines y de botas. Luego se bebió el pote de agua humeante, dio cuerda a su reloj y se deslizó bajo sus mantas.


Durmió como un tronco. A las seis, el hombre se despertó. Miró rectamente hacia el cielo gris y se dio cuenta de que tenía hambre. Cuando volvía sobre su codo. Se sorprendió al oír un sonoro ronquido y vio un caribú macho que le miraba con una mezcla de curiosidad y de alarma. Maquinalmente, el hombre alargó la mano hacia la rifle vacía, apuntó y apretó el gatillo. El caribú dio un salto y se alejó con precipitación, haciendo resonar sus pezuñas contra las rocas mientras huía.


El hombre gruñó y tiró el fusil lejos de sí. Gimió en voz alta mientras intentaba ponerse en pie. Era una tarea lenta y difícil, ya que sus articulaciones estaban como oxidadas; cada flexión exigía un enorme esfuerzo. Cuando estuvo ya de pie, necesitó todavía un par de minutos más para sostenerse.


Fue hacia un pequeño montículo y miró ante sí. No había árboles ni matorrales; sólo un mar gris de musgo apenas moteado por unas rocas también grises, unos pequeños lagos y arroyos grises. El cielo estaba también gris. El hombre no tenía la menor idea de dónde estaba el norte y había olvidado la dirección que tomó la noche anterior para llegar a ese lugar. Pero sabía que no estaba extraviado. Tenía la sensación de que debía dirigirse hacia la izquierda.


Volvió sobre sus pasos a fin de poner su equipaje en orden para el camino. Se aseguró de la existencia de los tres paquetes distintos de fósforos, aunque sin contar esta vez su contenido. Pero vaciló a propósito de una bolsa de piel de ante que pesaba mucho... No era muy grande, ya que podía ocultarla bajo sus dos manos, pero pesaba quince libras, tanto como el resto del equipaje. Aquella bolsa era su tormento. Finalmente, la dejó a un lado y la recogió apresuradamente, mirando a su alrededor con aire desafiante como si alguien pretendiera robársela. Cuando se puso de pie para iniciar la marcha, la bolsa formaba parte del equipaje que llevaba a la espalda.


Fue hacia la izquierda, parándose de vez en cuando para comer unas bayas de muskeg. Su tobillo estaba anquilosado, aunque el dolor que le proporcionaba no era nada comparado con el de su estómago vacío. Las bayas no lograron amortiguarle la sensación de hambre.


A medida que avanzaba el día, el hombre llegó a unos valles donde la caza era abundante. Una manada de caribúes, más de una veintena, pasó al alcance de su carabina. Experimentó un loco deseo de perseguirlos, seguro de poderlos alcanzar. Vio un zorro negro que llevaba una perdiz entre sus fauces. El hombre gritó, pero el zorro, aunque asustado, no dejó por ello su presa.


A última hora de la tarde siguió un arroyo de aguas lechosas que discurría a través de unas dispersas matas de juncos. Cogió aquellos juncos fuertemente por su parte inferior, cerca de la raíz, y sacó lo que parecía un pequeño manojo de cebollas tiernas, muy delgadas.


Sus dientes se clavaron en uno de los tallos, pero éstos eran muy fibrosos y resistentes y, al igual que las bayas, estaban saturados de agua y no tenían la menor sustancia.


Estaba agotado, pero se sentía apremiado y no quería descansar. Se dedicó a buscar alguna rana entre los pequeños charcos y excavó en la tierra en busca de lombrices, aunque sabía que ni ranas ni lombrices existían tan hacia el norte.


Finalmente, y después de intentar coger un pequeño pez que se le escurrió entre sus dedos y ya no pudo atraparlo, encendió una pequeña fogata y se entonó bebiendo un cuartillo de agua caliente; luego instaló su campamento sobre un borde rocoso como había hecho la noche anterior. Lo último que hizo fue comprobar si sus fósforos estaban secos y dio cuerda a su reloj.


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