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Montañismo y Exploración
AMOR A LA VIDA
25 marzo 1999

Quizá el cuento más famoso de Jack London, se ha convertido en un símbolo de la supervivencia y en él se encuentran todos las facetas de querer seguir vivo a como dé lugar.







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Los dos hombres descendían por el ribazo cojeando dolorosamente; de repente, el hombre que iba en cabeza se tambaleó entre el caos de rocas. Ambos personajes estaban fatigados y débiles; sus contraídos rostros tenían aquella expresión de paciencia que confieren las privaciones largo tiempo soportadas. Iban pesadamente cargados de mantas enrolladas y sujetas a sus hombros por unas correas; otras correas pasaban sobre su frente y les ayudaban a sostener el fardo. Cada uno de los hombres llevaba un rifle y caminaba encorvado, con los hombros hacia delante, la cabeza inclinada y la vista clavada en el suelo.


—Quisiera tener un par de los cartuchos que perdimos en nuestro escondrijo —dijo el segundo hombre.


El que iba delante no contestó. Estaba cruzando la corriente que espumeaba, lechosa, entre las rocas. No se habían quitado las botas, ya que el agua estaba helada hasta el punto de que les dolían los tobillos y sus pies se entumecían. En algunos lugares el agua discurría contra sus rodillas y los dos vacilaban buscando dónde asentar el pie.


El hombre que iba detrás resbaló sobre una piedra lisa y estuvo a punto de caer, pero recobró el equilibrio con un violento esfuerzo. En el mismo momento profirió un grito de dolor. Se sintió débil y la cabeza empezó a darle vueltas; tambaleándose, extendió su mano libre como si buscara un apoyo en el vacío. Cuando se recuperó, avanzó, pero de nuevo resbaló y estuvo a punto de caer. Entonces se mantuvo inmóvil y miró al otro, que no había vuelto la cabeza ni una sola vez.


Durante un buen rato permaneció sin moverse, como si hablara consigo mismo.


Luego gritó:


—¡Bill! ¡Me he dislocado un tobillo!


El interpelado, sin volverse, continuó oscilando a través de la corriente lechosa. El hombre que se había parado le vio avanzar y aunque su rostro permaneció tan inexpresivo como antes, sus ojos parecían los de una cierva herida.


Bill subió cojeando el ribazo opuesto y continuó andando, sin volverse. El otro, que estaba aún en medio de la corriente, le miraba.


—¡Bill! —volvió a gritar.


Pero Bill no volvió la cabeza. El otro le vio alejarse cojeando y titubeando. Sus ojos le fueron siguiendo hasta que aquel hombre hubo alcanzado la cresta de la colina y desapareció. Entonces volvió la mirada y contempló lentamente el círculo de mundo en el cual quedaba completamente solo, ahora que su compañero se había marchado.


El hombre sacó su reloj mientras apoyaba todo su peso sobre la pierna. Eran las cuatro y, ya que se encontraban a últimos de julio o primeros de agosto, calculó que el sol debía señalar aproximadamente hacia el noroeste.


Miró hacia el sur. Sabía que en algún sitio, más allá de aquellas sombrías alturas, se encontraba el lago de los Grandes Osos y que, en aquella dirección, el círculo polar ártico cortaba su camino inaccesible a través de los desiertos canadienses. La corriente en la cual se hallaba alimentaba el río Coppermine, que a su vez discurría hacia el norte y se sumergía en el Golfo de la Coronación. Jamás había estado en aquel sitio, pero un día lo había visto en un mapa de la Compañía de la Bahía de Hudson.


En aquel momento, de pie, en medio de aquella agua lechosa, se empequeñeció como si la inmensidad le oprimiera con una fuerza aplastante, le aniquilara brutalmente con su alma aterradora. Empezó a temblar como poseído por un acceso de fiebre hasta el punto de que la carabina se le cayó de la mano, salpicándole. Esto hizo que recobrara el dominio de sí mismo. Luchó entonces contra su miedo, se recuperó y, tanteando dentro del agua, encontró el fusil. Ladeó un poco el fardo, haciéndolo descansar más sobre su hombro izquierdo a fin de aliviar un poco el peso del tobillo dislocado. Luego avanzó con prudencia hacia el ribazo, con una mueca expresiva de dolor en el rostro.


No se detuvo ni un solo momento. Con una desesperación próxima a la locura, sin preocuparse por el dolor, se apresuró a subir la pendiente detrás de la cual había desaparecido su compañero. Cuando llegó a la cima vio un valle poco profundo y sin vida. De nuevo combatió su terror, lo dominó y descendió la pendiente, cojeando.


El fondo del valle estaba saturado de agua que el espeso musgo retenía en la superficie como una esponja. Cada vez que levantaba un pie, el movimiento terminaba con un ruido de succión como si el musgo soltara la presa con desgana. Prosiguió el camino, paso a paso, siguiendo las huellas del otro hombre. Ya no estaba muy asustado. Sabía que, más lejos, llegaría a un sitio donde los pinos y los abetos muertos rodeaban la orilla de un pequeño lago. Y en aquel lago desembocaba un arroyuelo que no era lechoso. Había cañas, de esto se acordaba perfectamente. Lo seguiría hasta que su primer hilillo saliera de la colina. Franquearía aquella colina hasta la fuente de otro riachuelo para llegar al río Dease. Allí encontraría un escondrijo debajo de una canoa volcada y cubierta con un montón de piedras. En el escondrijo hallaría municiones para su vacía carabina, anzuelos con su correspondiente sedal y una pequeña red; en fin, todo lo necesario para proporcionarse alimento.


Bill le estaría esperando allí y juntos descenderían por el Dease remando, hacia el sur, hasta el lago de los Grandes Osos. Llegarían finalmente a Mackenzie y, siempre hacia el sur, continuarían hasta el puesto de la bahía de Hudson, donde uno puede calentarse, donde los árboles proporcionan abundante leña y donde no escasean los víveres.


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