Esto ponía la situación bajo otra luz. Me arrepentí de mi juicio demasiado precipitado. He discutido después este asunto con Totter, quien me ha confirmado en mi opinión primera, a saber: que el primer mensaje no respondía a la mejor tradición. Quiero hacerme perdonar las sospechas injustas y sin fundamento que me habían llevado a pensar que la demanda de una segunda botella no se justificaba. La demanda de mis compañeros estaba perfectamente motivada, no se puede negarlo; nosotros no incriminábamos —nosotros, es decir. Totter y yo— mas que la forma en que estaba redactado, que no tenía en cuenta la delicada posición en que me encontraba. Pero me es difícil a mí, que al menos estaba sobre terra firma, enjuiciar los sentimientos de mis camaradas en el fondo de la grieta. Quizá, después de todo, me haya mostrado injusto hacia ellos; en este caso, les renuevo aquí mis excusas más sinceras.
No perdí, naturalmente, tiempo en responder a su última y urgente demanda, y les dirigí el champaña con una nueva nota en solicitud de instrucciones. Su mensaje siguiente declaraba: "Jungle, presa de convulsiones. Envíe a Prone con cinco botellas."
Esta noticia llevó al colmo mi inquietud. Me parecía que el champaña era lo último que se podía recomendar en caso de convulsiones. Pero Prone, que por enfermo que estuviera se había virilmente dominado al tomar conocimiento del mensaje, me afirmó que era exactamente lo que hacía falta. Descendió, pues, a su vez.
Les di tiempo para examinar la situación y después subí el cable. Recogí una botella vacía, con una nota alrededor del cuello de la botella portadora de una sola palabra: Yupi.
En aquel mismo instante, sonidos extraños comenzaron a llegarme de la grieta. No pude, al principio, dar crédito a mis oídos; pero me fue forzoso concluir, al fin, que mis camaradas cantaban. Mi conocimiento del folklore de la lengua inglesa me permitió incluso identificar, con una casi seguridad, el aire de Oh, my darling Clementine!
El resultado no era desagradable, y me alegré de comprobar que mis compañeros no habían perdido el coraje; pero, a menos que en su espíritu esta canción no constituyese un mensaje en código, este recital no era de ninguna ayuda en el dilema en que yo estaba sumido. A pesar de su presencia de ánimo, mis compañeros se encontraban en una situación muy peligrosa.
Tal parecía ser también la opinión de Constant.
—Tienen necesidad de mí ahí abajo—dijo.
Y sin dejarme tiempo para comprender que es lo que iba a hacer, mi intrépido compañero había metido en sus bolsillos algunas botellas, amarrando la cuerda alrededor de una roca y deslizándose por el abismo.
Pasó el tiempo; los cantos continuaban. Descendí y remonté varias veces el cable, pero ningún mensaje llegaba. Yo estaba al borde de la desesperación. Seis vidas humanas dependían de la claridad de mi razonamiento y de mi espíritu de decisión, pero yo estaba desamparado. Me invadió el deseo de descender a mi vez, aunque fuera para perecer con mis compañeros; pero me contuvo la consideración de que entonces estaríamos privados de todo medio de comunicación con la superficie.
Los portadores se habían instalado confortablemente sobre sus cargamentos y fumaban su inevitable pipa de groku. No podía contar con ninguna ayuda por este lado.
Esto era, al menos, lo que yo creía. Pero iba a recibir una lección sobre las inestimables cualidades del portador yogistanés, sin el cual la expedición hubiera fracasado. El bang, que, hora es de decirlo, se llamaba Bing, se levantó súbitamente y se aproximó a la grieta, seguido de un portador de pequeña talla, pero muy ancho de hombros y poderosamente musculado, que se Llamaba Bung. Sin que una sola palabra hubiese sido cambiada entre los dos hombres. Bung se apoderó del extremo de una cuerda y se hizo descender por Bing. Apenas la cuerda comenzó a aflojarse, cuando un silbido taladrante Llego de las profundidades. Bing comenzó en seguida a izar la cuerda, y se imaginará mi sorpresa y mi alivio cuando vi reaparecer a Bung sano y salvo a la superficie, sosteniendo con mano firme a Burley por la chaqueta. A Burley, que se movía como una marioneta, cantando alegremente ¡Ohé los del barco, ohé!
Todo ocurrió con una extraña simplicidad. Uno tras otro, mis compañeros fueron sacados a la superficie, y pronto nos encontramos todos reunidos. No me avergüenza confesar que me sequé una lagrima furtiva. Jungle, en su alegría, sin duda, de haber escapado por tan poco a la muerte —aunque, me complazco en creerlo, hubo también en su gesto un testimonio de sincero afecto—, me dio una tan vigorosa palmada en la espalda, que me tiró al suelo, y Wish, que parecía un poco loco después de esta prueba, creyó indispensable afirmarme que había medido la profundidad de la hendidura, que era de cincuenta y un metros exactamente. Lo que, no sé por qué, le pareció extraordinariamente divertido. Cuando hubieron todos, salvo Constant, sido devueltos a la superficie, Bing y Bung volvieron junto a sus camaradas. Habían olvidado a Constant, o bien es que no sabían contar hasta siete. Me aproximé a ellos y me esforcé en explicarles por señas lo que esperaba de ellos. No encontré más que rostros cerrados. Su inteligencia limitada no les permitía manifiestamente comprender lo que les quería decir. Alineé sobre una fila el resto del equipo, dejando un vacío en medio de la fila; designé entonces con un dedo este vacío; después, la grieta, y me entregué a una sabia mímica describiendo el descenso y la ascensión de una cuerda y, en fin, la recepción de un compañero salvado del abismo. Todos asintieron con aire de animarme —algunos incluso llegaron a aplaudirme—, pero nadie hizo un gesto.