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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte III
25 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Recomencé mi pantomima; esta vez no me concedieron la menor atención; continuaron chupando sus pipas de groka, como si todo fuese perfectamente normal.


Mis compañeros, sin embargo, se habían cogido de los hombros y se entregaban sobre el hielo a saltos y danzas como girls de music-hall, cantando el Lambeth Walk. ¡Pobres diablos! Aun no se habían recobrado del todo de esta horrible prueba.


Yo estaba a punto de ceder a un pánico indigno de un hombre, cuando Bing se levantó, se aproximó a mí y, mirándome con una insolencia perfectamente inconveniente, hizo el gesto de rascarse el interior de la palma con el índice de la otra mano. Actuaba con una odiosa lentitud y descomponiendo cuidadosamente sus movimientos, como si tuviera una significación esotérica.


Era horrible. Yo creí, durante un momento, que trataba de maleficiarme. No se sabe nunca lo que pasa por la cabeza de los primitivos. Después de todo, ¿no estábamos en el Oriente misterioso? Todo podía ocurrir.


Mis compañeros, que habían terminado de danzar, se aproximaron. Les consulté: ¿que debía hacer?


Fue Burley quien encontró la respuesta, aunque nunca he podido comprender como había podido acertar tan pronto.


—Hay que regarlo, mi viejo—dijo—; hay que regarlo. —Yo le miré extrañado. ¿Que debía yo regar y por qué en un clima parecido?


Afortunadamente, Burley tomó entonces la iniciativa de las operaciones. Ante mi estupefacción, saco de su bolsillo un bohee (30 céntimos y medio) y lo ofreció a Bing. Este sacudió la cabeza y se rascó aún más fuerte la palma. Burley añadió un nuevo bohee, lo que tuvo el mismo resultado.


Tenía la impresión de que estaban concertando un precio. Constant me explicó después la cosa. Parece que el seis es una cifra sagrada para los yogistaneses. Cada vez que algo se repite, la sexta vez es tratada de forma especial. El sexto día es un día de descanso. El sexto hijo es destinado al sacerdocio. La sexta pipa de groka es fumada en honor del abuelo, y así todo. Se puede, sin embargo, hacer derogaciones a este rito, a condición, sin embargo, de hacer a los dioses una ofrenda conveniente. En el caso que nos ocupa, cinco vidas habían sido salvadas; los dioses habían sido privados de la presencia de cinco europeos. Privarlos de un sexto seria un espantoso sacrilegio, y solo una importante ofrenda en dinero podría arreglar la cuestión.


El regateo prosiguió durante algún tiempo. El bang era manifiestamente muy devoto, pues defendió resueltamente los intereses de sus dioses. Se detuvo, finalmente, la cifra en mil bohees (355 pesetas). Una vez efectuado el pago, el bang se aproximó a la grieta, seguido de Bung. Pero esto no pareció gustar a los portadores, que no habían cesado de gritar y de gesticular durante toda la discusión. Rodearon a Bing y a Bung, y todo el mundo se puso a gritar desaforadamente.


Esto duró algunos minutos. Los portadores se oponían, indudablemente, al salvamento; sus espíritus supersticiosos no estaban, sin duda, apaciguados, a pesar de la importancia de la ofrenda. Al fin, ante nuestro vivo alivio, el bang pareció haberse hecho el dueño de la situación. Pronto al tumulto sucedieron simples clamores de descontento, y los dos salvadores se abrieron camino entre las apretadas filas de los yogistaneses. Constant nos fue devuelto nulamente impresionado por esta aventura, que no le había ocasionado mas que un ataque de hipo.


Me di cuenta entonces que era tiempo de hacer alto para la noche, y di orden de levantar el campamento. Estábamos de nuevo felizmente reunidos.


Me desperté, poco antes de la Llegaba del día, con la vaga sospecha de que algunos puntos de este episodio permanecían un poco oscuros. ¿Por qué, por ejemplo, esta dramática salvación no había tenido lugar más que cuando lo avanzado de la hora no permitía reemprender la marcha? Rechacé en seguida tan innobles pensamientos, y no los traigo aquí sino como la prueba del estado de desmoralización que puede reinar en las grandes alturas en razón de la rarificación de la atmósfera.


Al día siguiente, por la mañana, nadie estaba en estado de reemprender la marcha. Burley —y esto era una reacción bien normal después de sus valientes esfuerzos de la víspera— estaba de nuevo agotado por el mal de los glaciares; Prone sufría hormigueos. Los otros se quejaban de la depresión de los glaciares e insistían para que Prone les prescribiese champaña. Pero éste estaba, desgraciadamente, demasiado mal para poder ocuparse de ellos, y yo no me atrevía, por mi propia iniciativa, a tomar la responsabilidad de administrar un remedio tan poderoso.


¿Es necesario decir, en efecto, que el champaña no figuraba en nuestro equipo mas que con fines exclusivamente medicinales?


Tenía prisa por llegar al campamento de base. Íbamos ya retrasados respecto a nuestro programa. Además, estábamos sobre un glaciar y de un momento a otro podía abrirse una grieta bajo nuestros pasos, precipitándonos en el abismo. Di, pues, la orden de levantar el campo.


Mis compañeros fueron izados sobre los hombros de los infatigables portadores, y yo, abrumado como estaba por las emociones de nuestras recientes aventuras, me dejé transportar por el mismo medio. Bing, el bang, que había dado pruebas de un tan bello espíritu de iniciativa cuando el incidente de la grieta, fue enviado delante para abrir camino. La jornada transcurrió sin incidentes. Me desperté a mediodía para ver la vasta muralla de la pared norte que se elevaba por encima de nosotros.


Estábamos en el campamento de base.





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