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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte III
25 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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En estos momentos de crisis es donde se revela la verdadera naturaleza de un hombre. El barniz social que le ha permitido hacerse un puesto en el mundo civilizado no le es entonces de ninguna utilidad. A menos de tener un corazón de encina, dejará una hendidura, una mancha, una debilidad, que causarán su perdida y, quizá, la de sus camaradas. Me enorgullece poder declarar aquí que todo el equipo salió brillantemente de esta prueba. No es, sin duda, decir demasiado que durante las últimas fases del asalto, cuando la situación parecía tan desesperada y tan sólo la fuerza de espíritu nos separaba del anulamiento, la confianza que había hecho nacer este incidente de la grieta nos permitió intentar este último esfuerzo que debía asegurarnos la victoria.


Cada uno de nosotros reaccionó a su manera. Burley, con la sangre fría de un Napoleón, aprovechó la ocasión para recobrar fuerzas —soportaba mal el clima de los glaciares— con un sueñecito. Wish hacía hervir un trozo de hielo encima de un calentador de gasolina, a fin de determinar el punto de ebullición del hielo. Shute había desmontado las lentes de su cámara y corregía la curvatura teniendo en cuenta el índice de refracción reducido por la rarificación de la atmósfera. Constant mejoraba su conocimiento de la lengua discutiendo hasta perder el aliento con el bang. Y Prone se cuidaba una inflamación de los ganglios que él sentía inminente.


El comportamiento de mis compañeros en estas circunstancias ha sido, lo que me es grato reconocerlo, un ejemplo para mí, al mismo tiempo que un sostén, cuando más de una vez, más adelante, el pánico nos amenazaba. Su calma reforzó mi humildad, y me entumeció la confianza que ponían en mí, a quien incumbía toda la responsabilidad de la expedición. Sabían que yo no los decepcionaría.


Pero el tiempo apremiaba. Si queríamos sacar a Jungle de su penosa situación antes de la caída de la noche, había que hacer algo, y hacerlo rápidamente. Era evidente que alguien tema que descender cerca de él, pero ¿quién? El incidente de la mañana me dio la respuesta. En Shute sólo debía recaer el honor de arriesgar su vida por su amigo.


Debo decir que la modestia de Shute le incitó a ceder este honor a algún otro. Pero yo no podía dejarle renunciar a lo que su corazón deseaba verdaderamente, y pronto le hicimos descender al cabo de una cuerda.


Después de algunos metros de descenso, desapareció a nuestras miradas, y su voz se hizo tan ininteligible como la de Jungle. Continuamos haciendo correr la cuerda hasta que quedó floja, y esperamos a ver como evolucionaba la situación.


Al cabo de algunos minutos me vino bruscamente la idea de que teníamos ahora dos hombres en el fondo de la grieta y que la situación era ahora aun peor que antes. Ni el uno ni el otro podían comunicar con nosotros, y no nos atrevíamos a izar las cuerdas, por temor a herirlos.


La situación era crítica.


Fue Burley quien, despertándose en aquel momento, aportó la solución.


—Hay que bajarles un walkie-talke—dijo—. Hemos traído estos cacharros hasta aquí. Que sirvan para algo, entonces.


Era una brillante idea. Decidí que en Burley debía recaer el honor de descender con el material de radiotelefonía. Como Shute, comenzó por declinar modestamente este privilegio; pero yo insistí. Y pronto desapareció a su vez de nuestras miradas. Hubiera jurado que sus ultimas palabras habían sido algo así como: “Esto me enseñará a cerrar la boca”; pero, sin duda, yo había oído mal, a menos que no fuera una de las incomprensibles bromas de Burley.


Wish puso en marcha otro aparato de radio y esperamos anhelantes. No se oía nada. Una horrible sospecha se apodero de mí.


—¿Funciona el aparato?—pregunté.

—¿Cómo quiere usted que lo sepa?—dijo Wish. Es Jungle el experto en radio.


Era la verdad. Ninguno de nosotros sabía como utilizar los aparatos de radio. Jungle debía explicamos su funcionamiento cuando nuestra reunión preparatoria en Londres, pero por un desgraciado concurso de circunstancias él no había podido asistir.


No había otro remedio: Wish debería descender. Diría a Jungle que redactara por escrito las instrucciones necesarias, que yo subiría gracias a un cable fino del que Wish llevaría consigo uno de los extremos.


Descendió, pues, y al cabo de unos instantes tuve en mi poder el mensaje siguiente: "Pilas aun no instaladas. Están embaladas en una de las cajas, pero Burley no sabe en cual. Enviad champaña."


Imposible —pensé— contar con la radio. Había que encontrar otro medio de entrar en comunicación. Escribí rápidamente un mensaje: "Ruego me digan que hacer." Lo enrollé alrededor del gollete de una botella de champaña y la hice descender. Icé el cable cinco minutos después. Su respuesta era: "Envíe otra botella."


Espero no se tomará a mal el que yo juzgara este mensaje un poco inconsiderado; las circunstancias excusaban, ciertamente, mi impaciencia. No obstante, no queriendo parecer dictatorial, les envíe, como me pedían, otra botella, con el mensaje siguiente: "Les ruego tomen en cuenta mi situación. Todos los medios posibles deben ser puestos en práctica para sacarles de este mal paso. Díganme sus intenciones."


Subí pronto su respuesta: "Jungle, presa de vértigo. Absolutamente indispensable enviar cuatro botellas de champaña inmediatamente; si no, no podemos responder de las consecuencias."


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