—¡Jules, el tío no está muerto, te lo juro!
—Bueno, ¿qué hago? ¿Dónde te lo dejo, en la morgue o en el hospital? —me pregunta Jules.
—¡Espera dos segundos!
Le tomo la temperatura con el termómetro timpánico: 25º C… ¡Es increíble! Intento colocarle mi monitor portátil en el pecho a fin de comprobar a cuánto late su corazón. Mal que bien, consigo apartar la parte superior de su gore-Tex helada. Con todas las capas que lleva debajo, ésta está ceñida como un collar para esclavos. El gráfico que aparece en la pantalla de mi aparato está falseado por las vibraciones del helicóptero, que impiden cualquier interpretación. ¿Fibrilación ventricular, bradisinusal? Es imposible pronunciarse. Me quedo ahí, desamparado, preguntándome si debo practicarle un masaje o no… Finalmente, opto por la segunda solución. De todas formas, ya hemos llegado al hospital. Hemos aterrizado sin que me diera cuenta. La puerta se abre y el carrito espera a su paciente.
Descargamos al al`pinista congelado deslizándolo sin miramientos sobre la superficie metálica de la camilla. Sin tiempo siquiera de recoger mi monitor, mi herido es trasladado a toda prisa por las enfermeras. Casi tengo que pelearme para recuperar mis instrumentos.
El helicóptero despega en medio de un estrépito ensordecedor. Los curiosos, pasmados, nos miran preguntándose hacia qué tipo de catástrofe emprendemos el vuelo. Me preparo psicológicamente para atender a la segunda víctima. ¿Otro muerto viviente?
Los claros persisten en el Tacul. Langlois vocea en la radio:
—Dragón, aquí Langlois.
—¡Sí, Dragón, habla!
—¿Estáis subiendo?
—Sí. Llegaré en siete minutos. ¿Cómo lo ves?
—Desde donde me encuentro, veo la Aguja del Midi. Debería ser posible, pero el viento tiene tendencia a arreciar. ¡Habrá que darse prisa!
—¿Cómo está tu segundo hombre?
—Totalmente rígido, pero vivo. ¿Está Manu contigo?
—Afirmativo.
Tiene que verlo rápidamente, está raro, no para retorcerse. Nos ha costado amarrarlo…